I

7,30 de la mañana

No hay nada más siniestro que la sonrisa de una calavera. Es un rictus petrificado, frío, inexpresivo e inmutable. Dientes apretados en un mordisco feroz. Es un cepo que se cerró de golpe, clap, y nunca jamás soltará a su presa. Es una carcajada contenida y sin alegría, sonrisa de compromiso, sonrisa de dolor, amenaza de crueldad. Mueca forzada de verdugo que finge ser tu amigo antes de hacerte daño, mucho daño. Ahora no pasa nada divertido, no hay motivo para reír, pero dentro de poco, ya verás dentro de poco, sólo de pensarlo… Estallará la risotada cuando gimas y llores de miedo, cuando te retuerzas de dolor. La sonrisa de una calavera sugiere cuencas vacías, que son ojos que miran hacia el interior del cráneo y se regodean en la visión de pensamientos putrefactos. Sugiere corrupción, y gusanos, y huesos que se oxidan lentamente mientras esperan la hora de la revancha.

Miguel Vargas Reinoso tiene su sonrisa de calavera metida en un vaso de cristal, con agua y una pastilla de Corega Tabs. Se pasa horas y horas mirándola, cada noche, desde que se la arranca de las encías hasta que la devuelve a su sitio, en la boca. La mira con sus ojos rasgados, felinos y desagradables y, mientras lo hace, respira por la nariz acompasadamente, a un ritmo quizá más acelerado de lo normal. Noches enteras con la vista fija en ella y pensando que ha pasado mucho, mucho tiempo.

Mientras la limpia minuciosamente con el cepillo de fibra (porque el de cerda no es tan eficaz contra el sarro y la nicotina), embadurnados los dedos de AZ-15, piensa que le costó catorce mil quinientas setenta pesetas hace cuatro años. Mucha pasta. Más de cuatrocientas cincuenta y cinco pesetas por diente. La espolvorea, rosa y blanca, con polvos fijadores Super-Corega, para que nunca se separe de él.

Luego, Miguel Vargas Reinoso se encara con el espejo. Nunca se mira a los ojos. Su interés se centra sólo en los labios hundidos y deformes. Se conoce de memoria todas y cada una de las cicatrices blancuzcas que le surcan la piel desde la base de la nariz, en el labio superior, hasta la puntiaguda barbilla. Ha pasado mucho tiempo, mucho. Pero no es demasiado, nunca será demasiado. Siguiendo con el ritual, sujeta la sonrisa de calavera con los dedos pulgar y medio de la mano derecha y se la encaja en las desnudas encías. Como por arte de magia, sus labios dejan de ser deformes y monstruosos. Tira de las comisuras hacia atrás en una mueca que deja al descubierto casi todos los dientes, imita la sonrisa de la muerte, la hace suya. Cierra la boca y vuelve a abrirla varias veces. Luego, se lava, se afeita y se peina ante el espejo de azogue desconchado. Se pone los pantalones vaqueros sobre el calzoncillo sucio de poluciones nocturnas. El descolorido fred-perry de mangas cortas. Hoy hará calor. Los calcetines que no lava desde hace dos semanas y las botas camperas, gastadísimas, su único calzado. Saca un Celtas del paquete y lo prende con una cerilla.

Con infinito cuidado, guarda en un estuche el vaso transparente, el Corega-Tabs, el Super-Corega, el dentífrico y el cepillo. Y piensa: «Se acabó la rutina». Casi sonríe. Son las siete y media, y cualquier otro día hubiera salido corriendo. Pero ahora la rutina quedó atrás. Se acabó, por fin, después de ocho años, ocho larguísimos años de moverse a toque de pito, a toque de corneta, siempre contra reloj. Parecía que nunca iba a llegar este día. La rancia atmósfera de la habitación, de repente, huele a libertad.

Anoche, el teléfono sonó histéricamente en el pasillo de la pensión. Y Miguel, como de costumbre, tuvo un ligero sobresalto. No había motivo, en realidad. Si la tan ansiada comunicación no había llegado en tres años, no había motivo para que llegara entonces. Pero Miguel seguía estremeciéndose al oír el timbre. Porque aún tenía esperanzas. Si no las tuviera, se decía, ya se habría pegado un tiro.

Sin esperanzas, no habría podido soportar el estricto horario de la cárcel, las broncas de los guardianes, las celdas de castigo, la monotonía de la mili y los tres años de trabajo legal en Zaragoza, de la empresa a casa, de casa a la empresa, ni un vino, ni una puta, ni un amigo, ni una curda. Salía las Mudanzas, se metía en la pensión y se tumbaba a esperar, hasta la hora de la cena. Sin esperanzas, no habría podido soportar la soledad de cada comida, la obsesión de limpiarse para siempre, de no conocer a nadie, de no meterse en nada, ni legal ni sucio, en nada. Ni las largas noches que pasaba con los ojos abiertos (¿cuánto hace que no duermes?), fumando, mirando la sonrisa de calavera encerrada en el vaso de agua y murmurando entre dientes, la mala leche vibrando en cada célula de su piel. «Te voy a joder, hijoputa, te voy a arrancar los dientes uno a uno, te ataré a la cama y te daré patadas en los huevos y te pasarás el resto de tu vida en una silla de ruedas y meando sangre, cabrón…». Horas y horas y horas tratando de decidir qué seria mejor, si dejar a su enemigo con vida o si tenía que matarlo después de ensañarse con él. En ocho años, sus letanías nunca se habían repetido. Miguel las iba enriqueciendo con su imaginación y con ideas sacadas de su libro predilecto («Suplicios orientales del siglo XIX»). Y, al final las largas letanías de insultos, amenazas y promesas, si fuera un religioso Amérij añadía:

—Y, si no, me mato.

Pero no se había matado cuando el teléfono sonó cuatro veces. Aún tenía esperanzas. En cientos de ocasiones había oído el timbrazo frenético, en cientos de ocasiones se había sobresaltado inútilmente, pero él sabía que un día llegaría su llamada. Por eso había sufrido lo que había sufrido y por eso no se había matado aún. Los pasos de doña Pascuala avanzaron por el pasillo. Siempre pasaban de largo y la patrona avisaba al inquilino de dos puertas más allá, o al matrimonio de enfrente. Pero ayer, por fin, los nudillos de doña Pascuala golpearon en su puerta. Y Miguel dio un salto sobre la cama. Por primera vez en tres años lo llamaban a él.

—¡Señor Vargas! ¡Para usted!

Cuando salió atropelladamente, no había ni rastro de la patrona. Le asustó pensar que la muy cabrona estuviera escuchando detrás de alguna puerta. Avanzó ansioso hasta el aparato, cogió el auricular. Su corazón se había vuelto loco.

—¿Diga?

—¿Miguel?

—¿Quién es?

—¡Soy el Manijo! ¿Eres el Migue?

—¿Manijo?

—¿Cómo va eso, tito? ¡Ja, ja, ja!

—¿Manijo? ¿Eres el Manijo?

—¡Claro que sí, tito, ja, ja, ja! Cuánto tiempo, ¿eh, chaval…?

—¿Dónde estás?

—¡En Barcelona, ¿dónde voy a estar?!

—¿Quién te dio este número?

—¡El Chava, ja, ja, ja! ¿Cómo estás, tito? Cuánto tiempo, ¿eh? ¿Qué haces?

—¿Qué hay? ¿Qué pasa? ¿Qué quieres?

—¿Aún es fetén lo de las cinco sábanas?

—¿Has encontrado al Gallego?

—¡Sí, señor, te lo he encontrado, tito, ja, ja, ja!

—¿Dónde está?

—¡Aquí, en Barcelona, ja, ja, ja! ¿Vas a venir?

—¿Qué hace? ¿Es verdad que se salió de la poli?

—¡Dice que lo echaron! ¡Dice que lo echaron por tu culpa, tito, ja, ja, ja! ¿Vas a venir o qué?

—¡Sí, sí, sí, voy a ir! ¡Mañana voy!

—¡Trae los cinco verdes para mí, ¿eh?! Que ya ves que he cumplido…

—¿Dónde te veo?

—El domingo en el Palmer. ¿Sabes dónde está el Palmer? En el Paralelo, cerca de Ronda San Pablo, ¿sabes dónde te digo?

—Sí, ¡sí!

—Pues el domingo por la noche nos vemos allí, ¿vale? A las doce, ¿vale?

—¿No puede ser antes? Yo… yo, mañana por la noche, ya estaré en Barcelona…

—No, tito, que yo curro…

—¡Pero si es sólo un momento! ¡Tú me dices dónde está y yo te doy la pasta y…!

—¡Qué no, tito! ¡Qué tenemos que hablar, joder! ¡Joder, tanto tiempo sin verte, joder, ja, ja, ja! ¡Qué quiero que me cuentes a qué te dedicas, tito, ja, ja, ja!

—¡Pero, oye, Manijo…! ¡Escucha, Manijo…!

—¡Pero, tito!, ¿qué pasa? ¡Qué no se te va a escapar, oyes…! ¡Hasta el domingo, ¿eh?!

Temblaba cuando regresó a su habitación. Le sudaban las manos y la cabeza le dada vueltas. Por fin. Por fin, por fin, por fin… Se tumbó en la cama y sonrió. Por fin. Le costaba respirar y pasó la noche con los ojos abiertos, mirando al techo y maldiciendo como nunca lo había hecho. «Te voy a joder, hijoputa, te voy a joder, te ataré a cuatro sillas, boca arriba en el suelo, y te pisaré los huevos, y te meteré cigarrillos encendidos en la boca y, cuando la abras, aaaaaaah, cuando la abras para gritar…». Al amanecer, no ha terminado diciendo «… Y si no, me mato». Ya no hace falta. Ya no habrá un «si no».

Con movimientos pausados («No corras, no hay prisa»), recoge la bolsa de deporte, la sacude el polvo y la llena con sus dos camisas arrugadas, el jersey de lana con los codos rotos, el cuello cisne, los pantalones grises, dos calzoncillos sucios y una camiseta de manga corta. Entre la ropa, coloca el estuche de la dentadura y sus tres libros: el de Sade, Las Once Mil Vergas y el de los martirios orientales. Por fin, levanta el colchón y coge algo envuelto en un trozo de toalla muy sucio de grasa. Sopesa el envoltorio en la mano. Unos dos kilos. No puede resistir la tentación de mirarla una vez más.

Es una pistola Bernardelli. Algo más pequeña que su mano extendida. Con siete balas de 9 mm. Fea, de líneas anticuadas, demasiado redondeadas. La punta del cañón es casi cilíndrica y a Miguel siempre le sugiere pensamientos obscenos. Lleva las iniciales VB grabadas en la cacha. Miguel siempre ha creído que sólo gracias a esta herramienta ha podido resistir los… ¿cuánto hace que la tiene?… los tres años de cautiverio voluntario. Siempre que la mira se siente fuerte, libre, feliz.

La envuelve otra vez en el grasiento trozo de toalla y la mete con la ropa. Corre la cremallera de un brusco tirón, deja la bolsa sobre la cama junto al chaquetón grueso que compró para el invierno, y sale al pasillo de la ruinosa casa de huéspedes.

Hoy, cosa rara, le dirige la palabra a doña Pascuala cuando se la encuentra por el camino. Ella amaga un gesto de temor y recelo. Nunca se ha fiado de este inquilino que no hace ruido cuando camina.

—A mediodía, ya me dirá qué le debo. Me voy.

—Bueno.

Sólo «bueno», después de tenerlo tres años alojado en su casa. A doña Pascuala le habría gustado añadir algo así como «mejor», o «ya era hora», pero no se ha atrevido.

Miguel va caminando a la casa de mudanzas donde trabaja desde hace dos meses. Las sombras son alargadas a esta hora de la mañana, pero el cielo está despejado y el sol ya calienta.

Mequinenza, el contable, acaba de llegar y ya está inclinado sobre su escritorio, con la nariz a dos dedos del papel, haciendo números que ayer dejó para mañana.

—Prepárame la liquidación, que me voy —le dice Miguel.

—Hombre, no me jodas —responde el otro sin dejar de escribir—. Que tenemos mucho trabajo. Espérate a fin de mes…

—Se ha muerto mi padre —miente Miguel—. Me llamaron ayer por la noche. Tengo que irme a Barcelona.

Mequinenza levanta la cabeza con expresión de fastidio. Tiene más de sesenta años, hace días que ni se afeita ni se lava y su cara siempre parece indicar que cerca hay algo maloliente.

—Pues vete a ver al jefe, a mí qué me cuentas. Yo, si el jefe dice que vale, pues vale.

Miguel mira el poster de la tía desnuda y despatarrada que está clavado en la pared. Suspira y carga el peso del cuerpo en la pierna derecha.

—¿Dónde está el jefe?

—¿Dónde va a estar? En el bar.

—Tú prepara la liquidación.

Sale del almacén y atraviesa la calle sin respetar el semáforo, corriendo y mirando a un lado y a otro para esquivar los coches. Entra en el bar, donde el dueño de la empresa y otros dos empleados están tomando cazuelas de callos con tintorros. Los tres interrumpen sus bromas al verle. Los compañeros de Miguel sólo le dirigen la palabra en pleno trabajo y cuando es indispensable, con frases como «¿Tú arriba o abajo, Miguel?», o «¡Sujeta la cuerda!», o «¡Tira, tira ya!». Nada más. Miguel es un tipo raro. No habla nunca, ni de tías, ni de fútbol, ni de dónde vive, ni de su familia, ni de nada. Nunca les ha ofrecido ni ha aceptado una copa. Ni «Buenos días» ni «Adiós». Y mira de una forma como extraviada. Sólo el jefe le dirige la palabra. Lo considera un poco retrasado mental y dice que no tiene ni media bofetada.

—Tómate algo, Miguel…

—Me voy. Le he pedido a Mequinenza que me haga la liquidación, porque me voy.

—¿Qué pasa, pues?

—Que se ha muerto mi padre y tengo que ir a Barcelona hoy mismo.

Los dos compañeros de Miguel se miran entre sí y procuran ocultar su incredulidad y su alivio. El jefe le pone la mano en el hombro y piensa qué coño le puede decir a este tío, aunque no cree que haya tenido padre jamás.

—Coñoo… —dice por fin, con terrible acento maño—. Coño, coño, chaval…

Se queda mirando el serrín del suelo, sacude la cabeza y da un doloroso apretón al hombro de Miguel. Éste echa una ojeada a la mano como si estuviera a punto de decir: «No me toques o te parto la cara». Pero no dice nada. El jefe la quita para acomodarse los huevos a través de la sucia bragueta. Suspira resignado.

—Bueno, qué se le va hacer… Así que te vas… Joder, Joder… ¿Y no vas a volver o qué?

—No. Tengo que ocuparme del negocio.

Los otros dos ya están discutiendo para pagar las consumiciones. El jefe manda un viaje al brazo de Miguel como para tirarlo al suelo.

—Si te quedaras un poco más, cobrarías el ése del paro, coño. Entonces, se completaban los tres meses de prueba y yo te lo apañaba…

—No lo necesito.

—Bueno, hombre, bueno —el último trago de vino—. Vamos.

El sol cae ya con furia sobre la calle y la atmósfera empieza a ponerse irrespirable. Los cuatro llegan caminando tranquilamente y sin prisas al almacén.

—¡Mequinenza! ¡Qué le liquides al Miguel, que dice que se le ha muerto su padre y que se va! —el jefe tiende su mano en señal de despedida—. Bueno, chico, lo siento. Mira que irte ahora con la de trabajo que hay…

—Váyase usted a tomar por el culo —pronuncia cuidadosamente Miguel.

El jefe se encoge de hombros, sin inmutarse aparentemente, y se va hacia el fondo del almacén, donde están los camiones. Se tranquiliza pensando que algún día tenía que ocurrir y que mejor que sea ahora. Si a Miguel se le ocurre decir algo parecido un mes antes, lo hincha a hostias. Pero hasta aquel momento se ha conformado con sus miradas de malo de cine. ¿Qué se va y le da la gana de enviarlo a tomar por culo? Bueno, pobrecico, que se desahogue. Mientras se vaya… Pero, desde luego, el jefe nunca más le hará otro favor al Caro. Y durante el resto del día estará de mala leche.

—¡Cargad un par de canastones y todas las mantas! —ordena a gritos.

Los otros, mientras obedecen, cuchichean y miran a Miguel de reojo.

—Parece un buitre, joder.

Mequinenza le da unos cuantos billetes de mil, Miguel firma y se va. Ahora sí que se acabó. Os podéis ir todos a la mierda. Él, que siempre caminaba arrastrando los pies y ligeramente encorvado, ahora va de prisa y erguido, sacando pecho. De repente, se ve lleno de vitalidad. Libre. Libre después de cuatro años de cárcel, uno y medio de mili y tres de esclavitud. Ha llegado la hora de la verdad. La hora de entrar a matar.

Atraviesa la plaza del Portillo y avanza por el Coso como si en su cerebro sonara una marcha militar.

Otra vez a Barcelona. Otra vez al rollo. ¿Cuánto tiempo hace que no va por allí? En el 75, cuando le dieron permiso en la mili, fue a pasar unos días a casa de su hermano. Iba exclusivamente para hablar con el Chava o con el Manijo, pero los dos estaban a la sombra. Y no había vuelto a saber de ellos hasta la llamada de ayer.

Tuerce a la izquierda, justo antes de llegar a la calle Cerdán, y entra en el bar Los Pajaritos. Está lleno de gente que ríe, grita, fuma y toma chatos y tapas. Sin saludar a nadie, Miguel se abre paso hasta la mampara de cristal traslúcido y madera que forma algo parecido a un reservado. Al otro lado, tras una mesa, con su café con leche y su bollo, oculto a la vista de los clientes, está el Caro. Pelo blanco, ojos desmesuradamente grandes tras sus gafas de aumento, cuerpo famélico. Y la gruesa manta sobre las rodillas, siempre la misma mugrienta manta de cuadros, en invierno y en verano, que más que abrigar parece que oculta algo.

—Hola, Miguel. ¿Qué haces por aquí a estas horas?

—Me voy —dice él, de pie, respetuoso como el recluta ante el coronel, aun sin perder su aire impertinente—. Me han llamado de Barcelona y me voy.

El Caro unta el bollo en el café con leche, lo sorbe ruidosamente y hace un guiño con los ojos.

—Vaya. ¿Ya te han encontrado al Gallego?

—Sí. Pero ni una palabra a nadie, ¿eh, Caro? El Migue y el Gallego no tienen nada que ver. Tú no sabes nada. ¿Vale?

—No hagas tonterías, Miguel. Aquí, te lo has montado bien: ¿Para qué te vas a complicar la vida ahora?

—Me voy, Caro. Gracias por todo y me voy.

Es muy raro que Miguel agradezca nada a nadie. Pero el Caro es un caso aparte. El Caro le ayudó mucho, en la cárcel, cuando él tenía diecisiete años y era una mierda. El Caro era entonces un tipo alto y delgado, nervioso, fuerte y de aspecto peligroso. Los otros presos lo trataban con respeto, nunca levantaban la voz en su presencia y le proporcionaban todos los caprichos. Él protegió a Miguel. Era una maricona babosa y vieja, que reclamaba sus favores en cualquier momento y lugar, y que a veces le zurraba, pero a cambio de todo eso daba mucho más que la mayoría. Cuando le tocó salir al Caro, a Miguel se le pusieron feas las cosas. Al machaca de un primero, como se dice allí, al protegido de un mandamás, luego le caen encima todos los palos. Después, lo enviaron directamente a la mili, a Santander, un sitio de los duros donde iban a parar todos los que tenían antecedentes, ya fueran comunes o políticos. Había gente de la ETA y todo, y los puteaban a más y mejor. Y, al acabar, fue directamente a la dirección que el Caro le había dado: el bar Baturro.

Lo encontró mucho más viejo y delgado, como si hubiera nacido para la cárcel y al sacarlo de allí lo hubieran destrozado. Miguel, en los tres años que ha pasado en Zaragoza, nunca le ha visto levantarse de la silla del reservado, y la manta sobre las rodillas le hace pensar que se ha quedado paralítico.

—Quiero un trabajo honrado —dijo entonces—. Quiero limpiarme del todo. Y quiero trabajos duros. Me he puesto fuerte en la mili y quiero seguir así.

—¿Aún piensas en el Gallego? Claro que pensaba en el Gallego.

—No te fíes de eso de quedar limpio, Miguel. Cuando uno ha tocado el piano, ya está listo. Así pasen cinco, diez o mil años.

El Caro le consiguió trabajo en una piscina, para que enseñara a nadar a los críos. Allí, además de ganar pasta, podía entrenarse en el gimnasio en los rastros libres. Levantaba pesas, trepaba por cuerdas y escaleras y hacía espalderas hasta quedar reventado. Alguna vez, el Caro le había llamado a la pensión:

—Oye, Migue, que tengo un trabajito para ti. Una cosa bien fácil, con tíos que saben lo que se hacen…

Y él:

—Que no, Caro, que me quiero limpiar. Yo sólo por lo legal.

Un día, en el Tubo, Miguel se encontró a un tío que le cerró el paso y le dijo imperativamente: Querélame las bastas. El viejo truco. Instintivamente, Miguel le enseñó las manos con las palmas hacia arriba, con lo que demostró que entendía el chamulle, y el otro le miró las manos (las bastas, las lomas, las datileras), comprobó que no tenían callos de trabajador, sacó la cartera y le enseñó la chapa. Era un pasma. Miguel se pasó día y medio en comisaría. Al salir, volvió a ver al Caro.

—Quiero algo que me ponga las manos de trabajador. Picapedrero o algo así.

Y el Caro le consiguió que fuera a picar piedra en la construcción de la autopista de Alfajarín. Allí conservó los músculos duros, poderosos y a punto, y además se le pusieron las manos como rocas. Su siguiente trabajo fue el de las mudanzas, subiendo y bajando muebles y cajas…

… Todo se lo debía al Caro. Por eso, aunque nunca le agradeció nada a nadie, Miguel se despide ahora de su protector diciendo:

—Me voy, Caro. Gracias por todo y me voy.

—Si me necesitas —dice el Caro—, ya sabes dónde me tienes.

Alarga un brazo con la mano abierta, la palma hacia arriba. Miguel sujeta aquella mano como el nene que agarra la de su madre. El otro tira suavemente de él y le besa en los labios. Juguetean con la lengua por un instante. Una vez más, mientras lo hace, Miguel piensa en la Nena y traga saliva. Reprime con esfuerzo cualquier mueca de desagrado. Piensa: «Que no se me escape la náusea ahora. Ahora no, por favor». Se separan, se miran y ya no dicen nada más.

Miguel sale del bar con lágrimas en los ojos. Enciende un cigarrillo y suspira.

Va a la pensión, le paga a doña Pascuala lo que le debe, recoge su pequeño equipaje y se va a la estación del Portillo. El Talgo saldrá a las dos y media y llegará a Barcelona sobre las siete.

He llegado la hora de la verdad. La hora de entrar a matar.