ONCE

Durante los dos primeros días del viaje de Helgi Egilsson, el Buscador del Paraíso había navegado hacia el Sur, pasando junto a la Bahía de los arces y el promontorio en forma de cangrejo que Leif Eriksson había descrito a Helgi. Éste había tenido cuidado de mantener la costa a la vista a babor; necesitaba ver dónde se acababa la tierra, ya que al final de la tierra era cuando tenía que tomar rumbo Suroeste. Leif le había dicho que el Océano Exterior se encontraba al Este y le había aconsejado que de momento permaneciera dentro de las aguas protegidas de lo que parecía ser una isla interior. Los viajeros anclaron en el extremo de la tierra y por la mañana volvieron a zarpar. Al navegar con un viento de Sudeste, a mediodía los islandeses pudieron ver rocas gigantes que salían del agua justo delante de ellos. Era el lugar de anidamiento de aves marinas que habían estado volando sobre ellos durante un tiempo. Leif había mencionado que las rocas eran un buen lugar para recoger aves marinas. Había tantas aves, sobre todo araos comunes y charranes árticos, que los hombres husmearon pronto su presencia, pues el viento venía desde las rocas cubiertas de guano. Al principio los islandeses pensaron que se estaban acercando a tres rocas, pero al llegar a su lado, vieron que el mar había abierto un paso entre una de ellas, de modo que lo que parecían ser tres rocas eran en realidad dos. Aquellas rocas eran tan empinadas que era imposible bajar a tierra en ninguna parte. En cualquier caso había muchas aves en las partes bajas de los acantilados y se podían matar fácilmente sin tener que trepar. Después de llenar su bote con aves marinas, los islandeses continuaron su travesía hacia el Suroeste.

El sol se estaba poniendo cuando los hombres llegaron a una pequeña isla verde que, comparada con la costa llena de rocas que acababan de dejar atrás, parecía más cerca que lo que estaban buscando. Incluso desde el barco podían ver verdes praderas entre bosquecillos de árboles, cubiertas de flores de todos los colores. Al mirar vieron un oso negro que iba hacia la playa. El oso husmeó un rato entre los arbustos y luego desapareció. Se soltó el ancla del barco y los hombres armados remaron cuidadosamente hasta la costa. Como dijo Helgi, podía haber skraelings en un lugar tan idílico. Armados de hachas y lanzas, los hombres exploraron la pequeña isla. Volvieron a ver al oso, pero estaba demasiado lejos para que pudieran matarlo. También vieron un zorro. Por fortuna no había ni rastro de skraelings. Bjolf y Atli querían pasar la noche en la playa, pero Helgi estaba en contra. Quería empezar pronto por la mañana.

—También corremos el riesgo de que si dormís en un lugar tan agradable —dijo—, lo podáis confundir con Vinlandia y no queráis volver nunca.

Bjolf y Atli pensaron que la opinión de Helgi era correcta y después de comerse un almuerzo formado por aves marinas asadas en la playa, acordaron pasar la noche en el barco.

A la mañana siguiente, el Buscador del Paraíso acababa de izar la vela cuando los hombres pasaron junto a un grupo de islas que en conjunto tenían el aspecto de un calamar, pues parecían largos y estrechos tentáculos que se curvaban hacia el mar. Los hombres no trataron de bajar a tierra. Ninguna de las islas tenía tan buen aspecto como la que acababan de dejar. Desde allí los islandeses tomaron un rumbo más hacia el Sur, que los llevó hasta el extremo del mar interior. Sabían por el modo en que las nubes estaban colocadas sobre el horizonte que tenían delante una recalada. A última hora de la tarde la vieron. Era un lugar bajo, muy poblado de árboles con playas de arena rojiza. La arena llegaba hasta tan lejos que el barco no podía anclar a falta de calado. Los islandeses navegaron primero hacia el Sur y después hacia el Norte a lo largo de la costa buscando un lugar donde echar el ancla. En cierto lugar localizaron una bahía llana iluminada de bronce por el sol de última hora de la tarde, pero incluso con marea alta la bahía estaba bloqueada por bancos de arena y el barco no podía entrar. Tras hablar un rato, Helgi se llevó a Atli, a Bjolf y a Ulf, el de la Barba Ancha y fueron a tierra remando, pues Helgi ya se había dado cuenta de que esa tierra era mejor que la isla verde que habían visto el día anterior y estaba ansioso por explorarla. Mientras Atli y Bjolf remaban por un agua que las medusas volvían rojiza, Helgi observó la línea de costa para ver si encontraba señales de vida. Parecía no haber ninguna.

Llegaron a tierra y subieron el bote a la playa. Los hombres cogieron sus armas y se pusieron en marcha. La playa era impresionante. No sólo la arena era fina y rojiza, sino que estaba rodeaba por árboles floridos.

—Empezaremos por la pradera —dijo Helgi. Los hombres echaron a caminar por la hierba, alta hasta las rodillas. No habían llegado ni a la mitad de la pradera cuando alcanzaron una plantación de maíz que crecía en la tierra roja. El maíz también les llegaba a las rodillas.

—Esta cosecha acaba de plantarse en tierra arada —dijo—. No reconoció el maíz, pues no lo habían visto nunca antes, pero el granjero que había en él sabía reconocer cuándo se había plantado una cosecha a mano. Por el modo en que el maíz crecía en filas, estaba claro para él y para sus compañeros que el maíz no crecía silvestre sino que estaba atendido por hombres. Esto alarmó a los islandeses, pues si estaban de pie en medio de un campo abierto, podían ser rodeados fácilmente. Sabían que si atacaban los skraelings, pronto los superarían en número. Rápidamente, abandonaron la pradera. En cuanto llegaron a la costa, remaron de vuelta hacia el barco.

—Hay skraelings en este lugar —dijo Helgi a los que se habían quedado a bordo.

—También hay robles —contestó Hauk. Había visto las copas de los poderosos árboles por encima de los demás y sabía, por su forma, lo que eran—. También parece haber fresnos y olmos. Puede que esto sea Vinlandia y que haya uvas en esos bosques.

—Algunos pueden pensar que es Vinlandia. Para mí, la auténtica Vinlandia aún está lejos —dijo Helgi. Ahora que había llegado tan lejos, Helgi estaba ansioso por encontrar una tierra que superara a aquella y no estuviera llena de skraelings—. Sin duda encontraremos por aquí un buen suministro de madera.

El sol estaba cerca del horizonte. Los islandeses sabían que tenían que encontrar un lugar seguro donde anclar antes de que cayera la noche. Helgi puso rumbo al Este, siguiendo la costa hasta que llegó a un cabo. Rodeando el cabo, viró hacia el Sur y pronto encontró un lugar que le pareció conveniente, pues la tierra por el lado de estribor era demasiado baja y pantanosa como para que sirviera de nada a nadie, ni siquiera a los skraelings. Después de comer las aves marinas que quedaban, los islandeses se acostaron en cubierta y pasaron una apacible noche.

La mañana volvió a amanecer espléndida. Los islandeses apenas podían creer su suerte: desde que habían abandonado Leifsbudir, sólo habían disfrutado de buen tiempo para navegar. Helgi puso rumbo al Este. A mediodía, se vio recompensado por el hallazgo de un fiordo abierto que era ancho por los dos extremos y estrecho en el centro. Al final del fiordo estaba el mar abierto que Leif había llamado océano. Los hombres anclaron en la parte sur del fiordo.

La sexta mañana, los islandeses entraron en el Océano Exterior. Allí las olas eran más altas y los vientos más fuertes que en el mar interior. Al final, aquello les fue favorable. Fueron más deprisa con los vientos marinos. A veces el viento llevaba tan deprisa al Buscador del Paraíso que el barco pasaba rozando las crestas de las olas sin caer en los valles. Hauk se sentía especialmente complacido y a menudo recordaba a los demás cuánto podía hacerse con madera de baja calidad. Dijo que era todo cuestión de que el constructor del barco equilibrara las diversas partes de manera que todas funcionaran como una sola.

—Incluso con un cargamento grande, este barco puede cruzar el océano de manera segura —dijo—. Miró a Helgi y sonrió. —Puede que cuando volvamos a Leifsbudir, no lo quieras devolver.

Helgi no dijo nada. Estaba seguro de que el barco de roble que el noruego le construiría a su vuelta a Leifsbudir superaría a todos los demás, incluido el Corcel de Sigurd.

Mucho antes de la caída de la noche los islandeses llegaron a una gran bahía en cuya boca había una isla. Aunque el lugar donde había anclado era seguro y la noche suave, los islandeses estaban tan emocionados que apenas durmieron. Los viajeros hubieran podido navegar toda la noche, pero pensando que seguramente debían estar cerca de Vinlandia, no querían perderse las maravillosas vistas navegando de noche.

Se levó el ancla tan pronto como se hizo de día y el barco se alejó del refugio. Allí los islandeses recibieron un viento del Sureste que los llevó rápidamente hacia el Sur. A última hora de la mañana llegaron a una gran bahía llena de cientos de islas. Muchas de las islas estaban cubiertas de árboles, con arces, robles y arbustos.

Las islas eran tan numerosas y estaban tan cerca unas de otras que el agua que había a su alrededor estaba más tranquila que en mar abierto, excepto en los espacios entre islas por donde se colaba la brisa del océano. Los islandeses avanzaban más despacio, pero no se sintieron preocupados, pues el archipiélago poseía una belleza tan tranquila que los atraía. Cuando llegaron al otro lado de las islas, vieron una ancha playa de arena. En cuanto la vieron, apareció otra, que pronto fue seguida por otras más. Aquellas playas eran de un blanco puro y brillaban con chispas de oro. En algunos lugares el bosque llegaba hasta la playa; en otros la playa daba lugar a dunas de arena y praderas con flores de brillantes colores. Algunas de las playas tenía ríos que fluían hasta el mar en un extremo. Detrás de una de las playas los viajeros vieron un pequeño lago que relucía al sol. Los islandeses se maravillaron ante la belleza del lugar. Hasta donde alcanzaba la vista, aquella costa verde y blanca se extendía ante ellos hasta el infinito.

—Ahora tenemos que encontrar un lugar donde quedarnos —dijo Helgi—. Por lo que a mí respecta, hemos llegado al lugar que Leif llamaba Vinlandia.

Los islandeses se asomaron por la borda, soltando exclamaciones al ver el modo en que la tierra se curvaba limpiamente alrededor de una playa, cómo la desembocadura de un río poco profundo se extendía sobre la arena, cómo una pradera se alargaba de manera invitadora hasta el bosque. Cada playa era, cada una a su modo, tan hermosa, que a los islandeses les parecía imposible escoger entre ellas. Llegaron a una isla larga y estrecha desde la que se podía llegar vadeando hasta la costa. Era una de muchas islas, pero las demás estaban mucho más lejos y no tenían playas, mientras que ésta, de forma de luna creciente, tenía dos playas que la recorrían de un lado a otro por cada lado. La isla era lo bastante pequeña como para recorrerla fácilmente en medio día, pero lo bastante grande como para proporcionar todo lo que necesitaban los escandinavos, es decir, que tenía gran abundancia de árboles y flores. Otra ventaja más de la isla era que estaba situada cerca de la desembocadura de un río. Era un río pequeño que salía de un bosque y se vaciaba en la arena. A un lado del río había un bosque; al otro, un terreno bajo y pantanoso.

Helgi ancló el Buscador del Paraíso en la cala en el lado oeste de la isla. Después él, Bjolf, Atli y Ulf, el de la Barba Ancha subieron al bote. Cuando estuvieron en tierra, cogieron sus armas y se fueron a explorar. Caminaron por la playa hasta el promontorio que estaba en el extremo antes de cruzar una colina cubierta de hierba, que era, en parte en realidad, una duna de arena. Al bajar de la duna de arena, caminaron a lo largo de la parte este de la playa. A medida que avanzaban, se sintieron embargados por la paz del lugar: los árboles susurrantes, el ir y venir de las olas, el zumbido de las abejas, el aroma de los arbustos de rosas y los guisantes silvestres.

—Si hay skraelings en este lugar —comentó Helgi—, sin duda están muy bien escondidos.

De hecho, hasta ese momento la isla parecía no haber sido tocada por la mano del hombre. Cuando Helgi estuvo convencido de que así era, subió a un promontorio cubierto de hierba mientras se dirigía al otro lado de la isla y encontró un lago, un hueco de piedra lisa con agua de manantial que se encontraba en la base de un pino. El lago tenía una longitud de cinco cuerpos y no más de la altura de medio hombre de profundidad. Un pequeño arroyo salía del estanque y corría entre helechos y musgo hasta que llegaba a la playa, de tal modo que la caída de agua saltaba hacia arriba en una fuente. A los hombres les gustó tanto el lago que se tumbaron junto a él y bebieron su dulce agua fresca.

Helgi estaba convencido de que aquella era la tierra con la que había soñado durante los últimos inviernos. Volvió al barco loco de alegría. Pero no estaba tan entusiasmado como para haber perdido la cautela. Antes de permitir bajar a tierra a las mujeres, quería investigar la tierra firme. Dividió a los hombres en dos grupos. Los que habían estado a bordo del barco tenían que explorar mejor la isla, mientras que se llevó a Hauk y a los demás a explorar el interior. La partida que iba a explorar el interior vadeó la desembocadura del río y dejó el bote a los demás. Aún con su ojo inexperto, Helgi vio tantas clases de árboles que estuvo a punto de gritar.

—Nunca he visto tanta variedad y abundancia, ni siquiera en Noruega —dijo Hauk. Durante largo rato los hombres permanecieron en el lindero del bosque y se quedaron contemplando los árboles. No sólo había ciruelos y perales silvestres, sino también otras clases de árboles en flor. También había robles, olmos, fresnos, tejos, arces y pinos. Enroscadas alrededor de las ramas de los árboles más grandes había parras. Tan numerosas eran estas plantas que cruzaban los espacios que separaban los árboles. Grandes racimos de uvas colgaban de los árboles. Esta visión era tan maravillosa que los hombres tenían la boca abierta de admiración. Miraron hacia el bosque repleto de parras mientras a su alrededor cantaban zorzales y arrendajos que picoteaban la fruta. Lo que más les asombró fue que el verano parecía estar mucho más avanzado en aquel lugar que en las islas que acababan de pasar.

—Parece que hemos llegado a un lugar con un clima distinto a los demás sitios que hemos visto —dijo Helgi.

—Se dice que existen tales lugares en el mundo —contestó Hauk—. Aunque nunca me habían dicho exactamente dónde se encontraban.

Un corzo salió de entre los arbustos, miró a los hombres y se marchó de un salto. La visión del ciervo despertó a Helgi del trance y les recordó a los demás que tenían que seguir explorando. Los hombres caminaron por el lindero del bosque a lo largo de la costa y el río sin encontrar señal alguna de skraelings. El sotobosque era tan denso por todas partes que era evidente que nadie había venido por allí ya que ellos mismos tenían que usar las hachas para abrir senderos. Río arriba llegaron a un grupo de nogales. Cerca había un bosquecillo de plantas de calabaza. Había tantas calabazas por el suelo que los hombres no podían caminar sin aplastarlas. Los frutos parecían haber estado allí desde hacía tiempo, lo que confirmaba la ausencia de skraelings, ya que cualquiera que se hubiera encontrado cerca las habría cosechado. Los hombres retrocedieron sobre sus pasos y vadearon el río. Sobre la zona pantanosa llena de juncos y juncias había una explanada más seca. Allí los hombres encontraron trigo, que a ellos les pareció cebada. Los hombres examinaron atentamente el trigo. Contrariamente al maíz que Helgi había visto antes, el trigo crecía entre hierba y se veía claramente que era silvestre.

—No hay duda que esto es la auténtica Vinlandia —dijo—, pues es perfecta y está intacta en todos los sentidos. No sólo no hay skraelings, sino que tiene uvas y trigo silvestre. No hay duda de que por la mañana encontraremos rocío dulce sobre la hierba. —Con esto lanzó un alegre hurra que las mujeres oyeron desde el barco.

Finna y Grelod abandonaron rápidamente el Buscador del Paraíso. Sin nada encima más que las camisas, las mujeres fueron a la isla a bañarse en el lago. Los hombres se quitaron la ropa y se tiraron al agua acariciada por el sol, tan caliente como un baño. Cuando se cansaron de chapotear, los hombres se tumbaron de espaldas y tomaron el sol como focas. Finalmente se pusieron la ropa y empezaron a llevar equipamiento a la costa. Hicieron un hogar con piedras para cocinar en la playa y llenaron sus barriles en la cascada. Helgi pretendía usarlos para hacer vino. Las uvas aún no estaban totalmente maduras, pero su acidez podía compensarse con miel. Helgi y Hauk, Vemund y Bersi, vadearon la desembocadura del río para cortar racimos y que el vino pudiera empezar a hacerse sin demora. Los demás fueron a buscar cualquier comida que pudieran encontrar. Estaba en la naturaleza de Vinlandia que, en cuanto alguien expresara un deseo hacia cierto tipo de comida, el deseo se concedía. Olver dijo que le apetecía anguila fresca y rápidamente encontró anguilas en un estanque a corta distancia, corriente arriba. Grelod expresó su deseo de ciruelas y pronto le enseñaron el árbol donde crecía aquella fruta. Finna cosechó trigo, pues deseaba hacer pasteles de trigo en el horno nuevo. Antes de que acabara el día, Ulf, el de la Barba Ancha había ahumado una colmena en un roble hueco y había vuelto con panales de miel goteante. Los que recogían la uva mataron al corzo de un lanzazo en el corazón en cuanto volvió a aparecer.

Aquella noche los islandeses comieron corzo asado, anguila frita y pasteles de trigo endulzados con miel. Todos dijeron que nunca habían hecho una comida tan buena. Después de haberse llenado la panza, se sentaron en la playa a ver cómo se ponía el sol detrás de las islas del oeste. Finalmente los viajeros desenrollaron sus sacos de dormir sobre la arena caliente. Antes de irse a dormir, se untaron el cuerpo con grasa de foca: tenían los brazos y las piernas enrojecidos por el sol, al que no estaban acostumbrados.

Al ver cómo se ponía el sol, Helgi le dijo a Finna que le gustaba que Vinlandia tuviera una noche que era más o menos igual que el día. Después de tanto sol, Helgi agradecía la refrescante oscuridad. Era cierto que los escandinavos estaban acostumbrados a dormir donde la luz no desaparecía nunca del cielo de verano, pero él prefería un lugar donde hubiera oscuridad durante parte del tiempo, pues cuando la oscuridad desaparecía por la mañana, el mundo parecía fresco y nuevo.

A la mañana siguiente, cuando el rocío brillaba sobre la hierba, los hombres construyeron un refugio con postes y juncos junto a la cascada. En aquella parte de la isla hacía mucho calor a última hora de la tarde y los islandeses querían tener un lugar sombreado sin tener que abandonar la playa. Finna y Grelod tejieron con juncias alfombrillas para sentarse. Las alfombrillas gustaron tanto a los hombres que durante los días siguientes, las mujeres tejieron otras más también para dormir. A los hombres los sacos de piel de oveja les parecían demasiado calurosos y preferían apoyar la cabeza sobre hierba fragante. Los hombres también olían mejor tras haber pasado tanto tiempo bañándose. Ahora llevaban taparrabos que habían hecho cortando la capa de invierno de Ulf, el de la Barba Ancha. Las mujeres cortaron sus camisas de modo que la tela les caía sobre los codos y las rodillas.

Pronto los vinlandeses —como empezaron a llamarse a sí mismos— se pusieron tan morenos que ya no necesitaban untarse el cuerpo con grasa de foca para protegerse del sol. Las mujeres empezaron a usar fragantes guisantes de olor y rosas en el pelo y brazaletes de conchas marinas en los tobillos que tintineaban agradablemente cuando caminaban. Esas cosas las hacían más atractivas que antes. Incluso Grelod, que era ancha de cintura y rolliza, se movía con atractiva gracia. Vinlandia afectó a Grelod de otra manera. Se volvió menos ácida y gritona. Nada parecía molestarla ni alterarla. Como Finna, parecía estar flotando en un lánguido mar.

Vinlandia la Buena siguió ofreciendo toda clase de alimentos exóticos. Había uvas secadas por el sol, frambuesas y arándanos, cerezas, ciruelas y peras, tórtolas y faisanes. Incluso el pescado y la caza que los vinlandeses estaban acostumbrados a comer sabían mejor allí. Había muchas langostas que salían del agua fría hacia los charcos más cálidos, donde eran muy fáciles de coger. Y había tantos mejillones entre las rocas que podían recogerse en el bote. De hecho apenas usaban el bote, pues los vinlandeses preferían caminar o nadar hasta la costa. Pasaban tanto tiempo en el agua que Helgi dijo que no le sorprendería si un día les salían aletas.

Cuando estaban fuera del agua, los vinlandeses estaban tumbados o paseaban por la isla. Nunca se cansaban de pasear por las praderas llenas de flores, muchas de las cuales no habían visto nunca antes. Especialmente durante el calor del mediodía, disfrutaban acostados entre violetas y helechos en huecos musgosos, a la sombra de olmos y pinos. Más tarde, cuando hacía más fresco, caminaban por la playa del lado este de la isla, disfrutando del aire con aroma a lavanda. Si tenían hambre vadeaban la desembocadura del río y buscaban comida.

De vez en cuando Helgi o Hauk hablaban de cortar madera para el barco, pero eso era todo. Estaban tan subyugados por Vinlandia que preferían quedarse tumbados por allí y hablar de un barco de roble en lugar hacer algo por construirlo. Después de un invierno húmedo y frío, encerrados en una casa oscura que apestaba, a los hombres les apetecía vaguear a la luz del sol durante todo el tiempo que pudieran. Los hombres rara vez pensaban en Leifsbudir o en Islandia. Cuando más tiempo permanecían en Vinlandia, más lejanos les resultaban aquellos lugares.

Ya no parecía importante que los hombres se hubieran reunido para acumular mercancías o provisiones para el invierno, o para construir otro barco. ¿Quién necesitaba otro barco cuando tenían allí todo lo que querían y más? Ahora que habían encontrado los placeres terrenales del Paraíso, los vinlandeses no podían abandonarlos tan fácilmente. Esto se acentuó aún más cuando empezaron a beber el segundo barril de vino que era más dulce que el segundo, ya que lo habían hecho con uvas más maduras. La bebida los dejó tan mareados y torpes que prefirieron evitar el trabajo duro. Los hombres proclamaron que el vino era el mejor que habían probado nunca. Por entonces los vinlandeses estaban tan acostumbrados al vino que ya no les hacía vomitar la comida. Había tantas uvas que podían beber vino durante todo el día sin agotarlo. La combinación de vino y sol sumió a los hombres en un lánguido desmayo durante el que hacían poco más que estar tumbados.

Las mujeres también bebían. Finna prefería beber endulzando su bebida con miel. Ésta se disolvía en su boca, descendía por la garganta y le calentaba el vientre como sol líquido. El vino endulzado con miel y lo atractivo del lugar hizo que olvidara sus tareas, de modo que algunas noches les decía a los hombres que no se servirían pasteles de trigo y calabaza. No iba a molestarse en moler grano cuando había otros alimentos que se cogían fácilmente de los árboles. Nadie se quejó por la ausencia de pasteles. Con semejante abundancia y variedad de comida, a los vinlandeses no les importaba tener una cosa menos que comer.

De vez en cuando, cuando Helgi y Hauk yacían lado a lado en los remansos, uno de ellos miraba hacia el bosque y comentaba que pronto tendrían que empezar a cortar árboles. Esos comentarios nunca llegaban a nada, pues se distraían viendo algo maravilloso: un pájaro amarillo que revoloteaba entre los árboles, una garza gris azulada pescando en el arroyo, un águila cerniéndose en el cielo. Había algunos días en que el águila estaba demasiado lejos para que los hombres la vieran.

No sólo el vino hizo más borroso el paisaje, sino que la propia Vinlandia alteró la visión de los hombres, de tal modo que empezaron a confundir el tiempo. En sus mentes, ayer, hoy y mañana se fundían en uno. El tiempo era infinito y benigno. Hasta Helgi, que había navegado con gran cuidado y precaución en el Buscador del Paraíso, perdió la noción del tiempo. Una mañana cogió un palo, con la intención de hacer otra marca en la arena. Antes de que las sirenas gemelas del calor y el vino lo hubieran atrapado, Helgi hizo varias marcas sobre la línea de marea para indicar el paso de los días. Había hecho veintitantas marcas antes de perder el interés y dejar de hacerlas. Ahora Helgi fruncía el ceño y guiñaba los ojos sobre las marcas, sin apenas darse cuenta de lo que eran o de por qué las había hecho. Después lo recordó y empezó a contar cuántos días habían pasado desde que había añadido la última. Los placeres de la isla habían alterado su mente hasta tal punto que le resultaba difícil mantener un pensamiento durante mucho tiempo. Podían haber sido veinte o más; podían haber sido treinta. No lo sabía. Después de un rato, Helgi tiró el palo. No importaba gran cosa que hiciera una marca o no. Como cada día era tan satisfactorio como el anterior, ¿a quién le importaba cuántos habían pasado? Helgi tampoco pensaba mucho en si estaba en el Océano Exterior o dónde estaba la isla respecto de otros lugares. Ya no le importaba si demostraba que el mundo estaba avanzando o lo cerca del borde del disco que podía estar. Sabía que estaba más cerca de Muspell y eso le resultaba suficiente.

Cada día los vinlandeses se despertaban bajo el mismo cielo azul, el mismo sol cálido, el mismo mar dorado, la misma arena reluciente. En el lugar no había cambiado nada desde su llegada. Por mucho que comieran y bebieran, siempre había más. Habían llegado al lugar del perpetuo verano.

Antes de ir a Vinlandia, Finna nunca había deseado otro amante. Aunque hubiera sido libre para hacerlo, la atención amable y constante de Helgi era tal que no se había preocupado por encontrar satisfacción en otra parte. Ahora la combinación de vino endulzado y sopor diurno le hizo desear que además de Helgi otros también la complacieran. Su deseo aumentó pues Vinlandia había afectado a Helgi en el sentido contrario. Su interés en yacer con ella había ido disminuyendo poco a poco. En el caso de Hauk y Ulf, el de la Barba Ancha, su apetito hacia las mujeres aumentó.

Vinlandia había sido generoso con Finna. El sol había destacado la firmeza de su cuerpo, la tersura de su piel y la definición de sus huesos, la piel dorada tensa sobre codos y hombros, el equilibro de sus pequeños senos, cada uno con una estrella dorada en el centro. Bajo sus senos la piel bajaba a través del suave hueco entre sus caderas hacia un oasis que los hombres no podían ver: el oasis era un espejismo que relucía ante ellos en el calor del mediodía. Allí capa tras capa era alimentado por un arroyo subterráneo que mantenía húmeda la carne escondida. Cuando los hombres estaban tumbados en la playa, siguiendo los movimientos de Finna con los ojos, se imaginaban entrando en la cueva secreta que había entre sus piernas, dejando su marca de toro en las paredes. Finna lo sabía, sabía qué hombres la miraban con ojos sedientos como si hubieran estado vagando por arenas secas durante muchos días.

Una noche después de que Helgi se hubiera dormido junto a Finna en la playa, ella se deslizó hacia la sombra de una duna de arena con Hauk Ljome y fue penetrada de maneras diferentes antes de que la noche acabara. La noche siguiente Finna yació con Ulf, el de la Barba Ancha, tanto dentro como fuera del agua. Tan complacida estaba con esos encuentros que empezó a escapar con los hombres durante el día cuando Helgi podía haberlos visto si se hubiera preocupado por ello. En otros tiempos, habría usado un hacha contra cualquier amante de Finna, pero eso había sido hacía mucho tiempo, cuando le parecía importante proteger lo que consideraba suyo. Ahora la propiedad no significaba nada para él. Estaba tan cautivado por la idea del Paraíso que pensar en dividir tierras en territorios, o gente entre hombres libres y esclavos, le disgustaba. Empezó a darse cuenta de que Finna iba a las dunas con Hauk y Ulf, pero no le preocupó el asunto. Sin duda en el Paraíso todos podían buscar placer de cualquier forma mientras no hicieran daño a nadie. Helgi no consideraba esa indiferencia hacia lo que hacían los demás como una debilidad, sino como una bendición. Cualquiera lo bastante afortunado como para alcanzar el Paraíso sabía que era una locura desear lo que tenían los demás, ya que el propio Paraíso significaba la satisfacción de los deseos o la carencia de necesidades. Vinlandia la Buena había despojado a Helgi del deseo y la avaricia.

No a todos los islandeses les parecía Vinlandia tan maravillosa. El vino y la exhuberancia del lugar ejercía un efecto curioso sobre Olvar. Tenía visiones de monstruos marinos surgiendo del agua. Un elefante de mar gigante con colmillos grandes como remos salía de entre las olas y se los clavaba. Una ballena con una boca enorme se lo tragaba entero. Una serpiente que escupía fuego se enroscaba alrededor del barco y lo quemaba. Olver tenía esas visiones día y noche. Cuando estaba tan afectado por ellas, se escondía temblando o corría señalando la visión y gritaba pidiendo ayuda hasta que uno de los otros, normalmente Ulf, lo tranquilizaba.

Bersi también tenía visiones, pero diferentes. Decía que oía voces de mujeres que lo llamaban río arriba. Las voces eran tan atrayentes y suaves como susurros. Bersi a menudo veía a una de esas hermosas criaturas flotando en el agua. Decía que tenían alas de plata y cabello verde que flotaba a su alrededor como si fueran algas.

Un día, cuando el sol más calentaba y los vinlandeses estaban tumbados a la sombra de las dunas y otros lugares protegidos, Bersi entró en el agua y nadó río arriba, siguiendo las voces de las mujeres, según pensaron después los demás. Nadie lo vio marchar. Se dieron cuenta de su ausencia a última hora de la tarde. Aún así, nadie pensó en ir a buscarlo, pues se suponía que habría cruzado la desembocadura del río para recoger frutas o nueces y después acostarse como habían hecho otros antes para dormir en alguna parte. A primera hora de la noche, Atli y Vemund salieron de la isla y nadaron por la costa en busca de Bersi. Al no encontrarlo en ninguna de las dos orillas del río, vadearon hacia arriba, regresando algún tiempo más tarde, trayendo a Bersi boca abajo. Ya estaba muerto cuando lo encontraron enganchado en la rama de un árbol.

El ahogamiento enfrentó a los vinlandeses con la naturaleza implacable del Paraíso. Como Vinlandia la Buena parecía perfecta en todos los sentidos, se alarmaron al darse cuenta de que podía ser un lugar de muerte, pues habían llegado a creer que allí el tiempo se había detenido. La muerte de Bersi fue asombrosa en otro sentido, pues fue encontrado en aguas muy poco profundas. Helgi pensó que Bersi podía haberse golpeado la cabeza en una piedra y dio la vuelta al cadáver buscando una herida. No había ninguna. La idea de que una presencia invisible e insidiosa pudiera haber causado la muerte de Bersi se les pasó por la cabeza a los vinlandeses, pero no duró lo bastante como para que ninguno la expresara. Los vinlandeses hablaron sobre lo que debía hacerse con el hombre muerto. Hauk pensaba que había que enterrarlo en el mar, pero los demás estaban en contra. No les gustaba la idea de pensar que iban a nadar en las mismas aguas donde estaba el cadáver de su compañero. Helgi dijo que a Bersi le gustaría ser enterrado en la playa. Los demás estuvieron de acuerdo. De modo que subieron el cadáver al bote y lo llevaron a cierta distancia por la costa, colocándolo dentro de un túmulo de piedras de la playa. El túmulo estaba a la vista desde la isla pero lo bastante lejos como para que, si el viento cambiaba, los vinlandeses no tuvieran que oler la carne pudriéndose.

Aunque la muerte de Bersi impresionó mucho a los vinlandeses, no disminuyó su sed de vino. La fuerte bebida suavizó la pérdida e hizo que su melancolía fuera muy soportable. Cuando hablaban de Bersi, se consolaban unos a otros recordándose a sí mismos que había trabajado muy duro en una tierra fría y merecía un descanso placentero. Era mucho mejor morir en la calidez feliz de Vinlandia la Buena que ser arrojado a las heladas profundidades de Hel.

Varios días después —a juzgar por el barril de vino vacío, podían haber sido cinco—, los vinlandeses despertaron y descubrieron que Olver y el bote habían desaparecido. Tras una noche de sueño, los vinlandeses estaba más sobrios que cuando había avanzado el día, así que al advertir la ausencia de Olver, se pusieron a buscarlo inmediatamente. No había señal alguna del bote a lo largo de la costa, lo que significaba que Olver debía haberse llevado el bote mar adentro. Los hombres nadaron hasta el Buscador del Paraíso, y por primera vez desde su llegada a Vinlandia, levaron el ancla. Como no había viento, tuvieron que remar entre las islas. Buscaron toda la mañana antes de concluir que, o bien la corriente o un remolino se habían llevado el bote, o se había hundido. Vemund dijo que Olver debía haber pensado que se marchaba para luchar contra los monstruos que lo obsesionaban, pues sus armas habían desaparecido.

Los demás estuvieron de acuerdo en que debía ser así. Hauk opinó que a veces la bebida fuerte maldice a un hombre de manera que ya no puede pensar claramente y que puede que ésa fuera la situación de Olver y de Bersi. Hauk añadió que no a todos los hombres les afectaba tanto. Como los demás, no quería creer que hubiera nada en Vinlandia que pudiese nublar su entendimiento. Los hombres remaron de vuelta a la isla en el barco y anclaron allí. Durante gran parte del día evitaron los barriles de vino. Estuvieron un tiempo sobrios ante la posibilidad de que la bebida hubiera sido la causa de la pérdida de dos hombres. En lugar de ello, buscaron el agua refrescante del lago, tratando de encontrar, quizás, su antiguo ser. Mientras se bañaban, Hauk recordó por qué habían ido a Vinlandia y convencieron a Helgi de ir río arriba y marcar robles para cortarlos.

Tal era la naturaleza del lugar que Hauk y Helgi pronto se distrajeron con los placeres que tenían a mano. Mientras estaban marcando los árboles, se distrajeron por la cantidad de calabazas que había en un bosquecillo cercano y se pusieron a recogerlas en lugar de marcar la madera. Aquella noche comieron faisán asado relleno de calabazas. Después se sentaron en la playa cerca de la cascada y vieron cómo se ponía el sol, esperando ver alguna señal de Olver y el bote. Pero, incluso tras el banquete nocturno, los vinlandeses estaban inquietos e insatisfechos cuando se hizo de noche, pues ni la comida ni el agua podían saciar su sed. Sin el vino ni el sol que los calentara, ya no sabían cómo adormecer sus sentidos en un limbo de pacífica satisfacción.

Los vinlandeses empezaron a protestar contra el lugar, diciendo que al fin y al cabo no era el Paraíso y que si se quedaban, cada vez tendrían más problemas. Atli dijo que sería mejor que todos se pusieran a trabajar por la mañana, recogiendo madera como había sido su primera intención. Hauk estuvo de acuerdo y dijo que la madera tendría que convertirse en tablones en tierra, antes de que la llevaran al barco en un bote. Entonces Vemund comentó que Vinlandia podía ser el único lugar donde se disfrutase de un clima perfecto.

—Puede que aquí sea verano durante todo el año, mientras que el lugar de donde venimos se adentra en el invierno. Si es así, podemos tener dificultades para volver a Leifsbudir lo bastante pronto como para hacer una travesía segura, tal como habíamos planeado.

Ante la mención de Leifsbudir, el recuerdo de la casa oscura en la que los islandeses habían pasado un terrible invierno volvió a tomar forma en la cabeza de Helgi. Vio un lugar áspero, desolado, donde el viento incesante retorcía los árboles y los hombres comían poco más que carne y pescado seco. Vio un lugar donde la gente pobre tenía que luchar constantemente para mantenerse viva, donde el frío penetraba en los huesos de uno tan profundamente que por mucho que se sentara junto al fuego, nunca llegaba a calentarse.

Finalmente, Helgi dijo:

—Como hemos sido tan afortunados como para encontrar la isla de los Bienaventurados, ¿por qué tendríamos que volver a Leifsbudir? ¿No estamos disfrutando de todo lo que busca la gente? ¿Por qué no quedarnos aquí, donde la vida es dulce y tenemos todo lo que necesitamos? Después de todo, ¿qué es la suerte sino el cumplimiento de los sueños?

Después se sirvió un vaso de vino.

Al principio los vinlandeses se sorprendieron de que Helgi hablara así, pues de todos ellos él era el aventurero y a menudo hablaba de viajar a otras tierras. Pero después de que también tomaran vino, los vinlandeses empezaron a asentir. Ahora que se había expresado la idea de quedarse, que habían tenido todo el tiempo en la cabeza, estaban agradecidos y aliviados. A ninguno le apetecía pensar en la perspectiva de volver a un lugar invernal.

Aún así, siguió reinando una cierta inquietud. La inquietud surgía de los acuerdos y promesas hechas a gente que ahora se encontraba en un pasado lejano.

—¿Y los demás? —dijo Vemund. Se refería a los hermanos y hermanas que había conocido en Breiduvik, Islandia.

Helgi pensó que se refería a Finnbogi y al resto de la tripulación islandesa.

—Tienen un barco y podrán arreglárselas bastante bien —dijo—. Hay muchos escandinavos, entre ellos mi hermano, a los que no les gustaría este lugar. Prefieren las zonas más frías. Yo digo que les dejemos esas tierras. Conservaremos Vinlandia, la Buena para nosotros.

Los hombres metieron sus vasos en el barril de vino y bebieron a la salud de Vinlandia, la Buena. Pronto cualquier reticencia que tuvieran sobre la cuestión de quedarse en el Paraíso desapareció. Había pasado el momento en que los vinlandeses podían haber hecho una evaluación sobria de su situación. Apenas notaron que el viento que los había llevado hasta allí no había vuelto. Perdieron todo interés en verse a sí mismos como podrían hacerlo otros. Se tumbaron al sol, con los labios manchados con el color de las ciruelas maduras. Dejaron de lavarse el pelo y de peinarse la barba. Ya no se bañaban ni se mantenían limpios. Los vinlandeses perdieron su fresco olor a limpio y empezaron a oler como la fruta mohosa en descomposición. A pesar de su decadencia, los vinlandeses siguieron creyendo que si se empeñaban, podrían volver a Leifsbudir (y más tarde a Islandia) en cuanto quisieran. De vez en cuando decían que cuando estuvieran listos, empezarían a cortar madera y llevarla hacia el Norte. Cada vez que se hablaba de cortar leñan encontraban alguna excusa para dejarlo para otro momento. Se dijeron que construirían un barco de roble más adelante, cuando les apeteciera más. Los vinlandeses seguían creyendo que si querían viajar hacia el Norte, podrían encontrar un viento que los llevara. En eso había algo de verdad, pues si se hubieran preocupado por aventurarse más allá de las islas hacia el mar, habrían encontrado el eterno tirón del viento.