SIETE

Yo, Groa, cogí el queso. Abrí la cerradura de la puerta del cobertizo con una ganzúa que encontré en la hierba una mañana y que después tiré. Metí el queso en mi cubo, lo llevé al arroyo y lo escondí detrás de unas piedras. Le di a Mairi la mitad del queso y comí el resto cada vez que iba a coger agua, para saciar el hambre.

Ahora que estoy muerta, no me preocupa el hambre ni el dolor. La tripa dolorida, las articulaciones renqueantes, los pies hinchados y las espinillas heladas no significan nada para mí.

No tengo forma ni sustancia. Me muevo como el humo o la bruma. Entre el crepúsculo y la salida del sol me muevo sin trabas por el paisaje. Tan ligeros son mis movimientos que no dejo atrás marcas ni huellas de ninguna clase. Floto a través de las paredes. Paso a través del hueso y de la carne. Me vuelvo aire. Después de veintiséis años de esclavitud, mi cuerpo se ha separado finalmente de mi ser.

Esto era algo que no podía hacer en vida, aunque no porque no quisiera hacerlo. Cuando Vegest Bjornsson me pateó las costillas después de que le dijera que no podía seguir trabajando con arnés a no ser que me alimentara mejor, traté de apartar mi ser de su granja bajo el Hekla a la huerta de mis padres en Seilebost. Cuando la mujer de Bjartmar, Thorkatla, me marcó el brazo con un hierro candente cuando le dije que los zapatos que quería los llevaba puestos su hija, luché por llevar mi ser a la pradera que estaba en Horgabost junto a la piedra encantada. Finalmente aprendí a evitar tales castigos no diciendo nunca lo que pensaba. No decía nada a mis amos a menos que me lo exigieran. Ni hablaba con otros esclavos. Aprendí pronto que, excepto de Ronan, una no se puede fiar de los esclavos. ¿Quién puede culpar a los malditos por usar la traición para mejorar su suerte?

Mi valor se medía en vacas. Vegest Bjornsson pagó a Kollgrim cuatro vacas para matadero por mis servicios. Bjartmar Halfgrimsson pagó a Hilde, la viuda de Vegest, tres vacas capaces de criar, con leche, sin defectos. Esto era mucho menos que el valor de mi hermana Maeve. Lo que ella costó nuca lo supe ya que nos separaron después de que Kollgrim llegara a Islandia. Supongo que ella costó al menos ocho vacas, quizá incluso algo de plata. Contrariamente a mí, Maeve era de apariencia amable. Incluso antes de que las cicatrices disminuyeran mi valor, me consideraban defectuosa, pues había nacido coja de un pie. Y tenía un cuerpo bajo y ancho. La parte de arriba de mi cabeza rara vez sobrepasaba el pecho de un escandinavo. Por esta razón, en el momento de nuestra captura me fue mejor que a Maeve, ya que los rapaces vikingos evitan montar a una inválida cuando hay una hermosa doncella sobre la que yacer. Cuando me negué a dar mi nombre, Kollgrim me llamó Groa. Me vendió usando este nombre, señalando a los compradores que regateaban que tenía las caderas anchas y era lo bastante fuerte como para trabajar en el campo.

La peor característica de los escandinavos es su deseo de poseer todo lo que se encuentren, ya sea personas, mercancías o tierra. Son rápidos en cercar territorios que piensan que deba ser suyos; lucharán con cualquiera que quiera recuperarlos. En ese aspecto, las mujeres son tan codiciosas como los hombres. Si alguien coge lo que tienen, lo consideran un crimen. Lo llaman robar. No les importa nada matar a alguien que se lleva una oveja o una vaca y le cortarían la mano a un esclavo por coger el más pequeño adorno. Aunque yo me llevaba comida cada vez que estaba segura de que no me iban a coger, nunca lo consideré como un robo. ¿Roba un zorro cuando se lleva un ave recién muerta? ¿Roba un pájaro cuando se come una baya cogida de un cubo? Hace mucho tiempo, en Seilebost, oí a mi padre decir que robar y engañar eran malvadas abominaciones. ¿Cómo iba a saber él que, sin libertad, robar y engañar se convierten en aliados?

Una vez cogí una cuenta de cristal azul que pertenecía a Thorkatla, que encontré cuando estaba barriendo. Me la metí en la boca. Más tarde, cuando estaba recogiendo piedras en el campo, me escupí la cuenta en la mano y la sostuve contra el sol. Todo a mi alrededor, el cielo, las colinas, el hielo, era de un reluciente azul. Aquella tarde dejé de trabajar muchas veces para mirar a través de la cuenta de cristal. Me gustaba el modo en que transformaba el campo. Más tarde me tragué la cuenta. Al verme con mi túnica harapienta, nadie podría adivinar que llevaba dentro una apreciada joya. Finalmente expulsé la cuenta. La encontró un esclavo llamado Bratt cuando estaba abonando el campo. Bratt devolvió la cuenta a Thorkatla. Por entonces, era demasiado tarde para hacer acusaciones y yo conservé la mano.

Ahora que no tengo dueño, soy libre de ir a donde me plazca. A veces entro en las mentes de los groenlandeses, cuyos países me interesan más que el lugar donde viven. Silenciosa entro en sus oídos. Me deslizo entre sus dientes mientras murmuran al dormir. Floto entre sus sueños. Algunos groenlandeses tienen sueños terribles, resultado sin duda de su encierro y de las escasas raciones. Aunque Freydis Eriksdottir tiene gran cantidad de alimentos apartados, es avara con las comidas. Cuando los hombres se quejan, ella les dice que podrían estar encerrados dentro de un banco de nieve durante mucho tiempo aún, que es mejor ser precavidos.

Los groenlandeses duermen mal. A menudo los despiertan por la noche los lobos que recorren los tejados, rodeando los agujeros para el humo, aullando sobre el mar helado. Balki y Gisli están convencidos de que el aullido más fuerte es el de Bolli Illugisson. Dicen que Bolli ha vuelto a Leifsbudir como hombre lobo. Nagli Asgrimsson les cuenta a los hermanos la historia de una mujer que fue atacada por su marido-hombre lobo mientras cuidaba de sus ovejas. Nagli dice que si Balki y Gisli quieren convertirse en hombres lobo, deben irse al bosque y encontrar una loba que esté pariendo y ponerse la placenta en la cabeza. Los groenlandeses alivian su aburrimiento asustándose unos a otros así. Cuentan historias sobre hombres sin cabeza que vagan en la oscuridad, madres que ahogan a niños dormidos, fantasmas que empujan al fuego a los enemigos.

Teit Evyindsson tiene un alma soñadora. Esta noche sigo a su alma cuando abandona su cuerpo y se convierte en una ardilla que horada la nieve, buscando semillas. El rastro de semillas conduce a una cueva de hielo dentro de la cual Teit ve dos joyas parpadeando a la luz del fuego. Cree que ha descubierto un tesoro. Hasta que agarra una de las joyas y ésta se convierte en el ojo de un troll. Thrand Ozursson sueña que lo ataca una criatura roja que es mitad hombre, mitad bestia. El monstruo lo lleva a lo más profundo de una selva donde hasta los árboles son rojos.

Los sueños confunden. Nos apartan de los senderos conocidos, llevándonos a lugares donde nunca hemos estado: dentro de la piel de un lobo, en una cueva de hielo, en una selva de árboles sangrientos. Algunos sueños engañan, nos llevan a islas de cálida arena blanca, hacen pasar pirita por oro. Pretenden conducirnos al Paraíso sólo para dejarnos abandonados sin un camino de vuelta. Soñamos nuestras vidas; soñamos nuestras muertes. Antes de morir, cedí mis sueños a Mairi: un par de zapatos forrados de lana, un cuenco de gachas, una rosca de pan sin levadura.

* * *

Dos hermanas sentadas sobre la barca volcada comiendo galletas de avena. A su alrededor la arena dorada de las Hébridas. Al sur, el pezón de Rybha Mac a Chnuic; al norte, Loch Tarbet; enfrente, la isla de Tarasaigh. Detrás y sobre ellas, el mahair blanco de margaritas y clavo de olor. En medio de la pradera, la piedra mágica. A sus pies, el croggan de cebo para la noche de pesca de su padre. Una hermana es alta y rubia; la otra baja y morena. La hermana mayor tiene diecisiete años y es lo bastante mayor como para casarse con el hijo de un colono de Taobh Tuath. Pronto hará su propio pan y sus tejidos. No habrá hermana menor para ayudarla. Son ocho hermanas en total. Seis de ellas están casadas y viven en tierras arrendadas de por allí. Maeve y yo pensamos que nuestros sueños acaban de empezar. ¿Cómo vamos a saber que hemos estado soñando todo el tiempo, que estábamos a punto de despertar bruscamente? Cuando acabamos nuestras galletas de avena, nos tumbamos sobre la pradera de dulce olor junto a la piedra mágica, escuchando a las abejas. Dormimos. Cuando abrimos los ojos, él, él… No, eso fue después.

Apartamos los ojos del agua. Oh, sí, lo hicimos. Desobedecimos a nuestros padres, que nos habían dicho repetidas veces que vigiláramos el agua cuando estábamos cerca del mar. Nunca había habido una incursión en Horgabost en nuestra vida, pero cuando nuestra madre era una niña, parientes suyos fueron secuestrados de Hornish Strand y ella nos dijo que si veíamos un barco desconocido en el agua, teníamos que correr rápidamente a casa a avisar. Mejor abandonar el huerto e ir a las colinas, ya que los escombros quemados podían reconstruirse, mientras que ningún duro trabajo podía reparar a una joven una vez que había sido manipulada por los vikingos. Maeve y yo nos creíamos muy listas. Pensamos que la piedra mágica nos protegería. No había piedra mágica en Hornish Strand, y por eso la gente de allí no había tenido suerte. Eso es lo que nos dijimos la una a la otra.

Estábamos tumbadas en la fragante pradera y nos mareamos a base de cantar:

Bu tu marbhaich ‘a bhradain

‘s an eoin-bhain bhios air bearradh nan carn.

Mientras tanto, unas sombras trepaban por la roca. ¿Soñé aquello mientras dormía? No puedo recordarlo. Creo que me desperté cuando se llevaban a Maeve, que gritaba. Oh, la locura de la retrospectiva. Allí estaba él, de barba rubia, sonriendo, acariciándome la tripa con un dedo del pie, como si yo fuera un gusano que había encontrado debajo de una piedra. Después me cogió, me echó sobre su hombro y me llevó como si fuera un saco.

* * *

Freydis Eriksdottir tiene pesadillas: tres gigantes marchan por el suelo del bosque y la arrastran hacia la arboleda; está bajo el mar en el oscuro reino de Hel, atrapada dentro de un cadáver putrefacto; ha perdido a sus hijos y vaga sin rumbo por los páramos. Cuando duermo cerca de Freydis, suelo preguntarme qué demonios la hacen revolverse y rechinar los dientes.

A veces Freydis tiene un sueño que la apacigua. Está en su nueva casa de Gardar con sus hijos a su alrededor. Está enseñándosela a un visitante. Yo revoloteo alrededor mientras ella señala las pulidas vigas y los asientos altos, los arcones y bancos tallados, los desagües en el sueño en el secadero y el retrete, las colgaduras de la pared rojas y azules, las alfombras y almohadas de pieles, el reluciente cuenco de bronce. Qué orgullosa está de todo esto. Le dice a sus hijas pequeñas que me ofrezcan galletas de miel y vino dulce y ordena a su hijo que me enseñe el barco de juguete que le ha hecho su padre. Cuando su hijo trae el barco, que se parece al barco nuevo anclado en el fiordo, ella dice que un día será mercader y llevará a su madre a Noruega. Freydis quita un jarrón con flores fragantes de un asiento alto e insiste en que me siente junto a ella. Coloca un paño limpio sobre mi regazo. Oh, me tratan como a una reina.

Una vez estuvimos sentadas una al lado de la otra, le susurré al oído:

—Soy yo, Groa, la Coja, que se está limpiando los labios con tu mejor lino.

Freydis se despertó con un grito. La había asustado, sí. Como los demás groenlandeses, está llena de desconfianza y miedo. Es lo bastante pobre como para saber que su propia libertad está lejos de ser segura. Si no estuviera viviendo en una isla lejana y poco amable, los piratas habrían acabado con su libertad hace mucho tiempo.

Paso a través de las casas de los groenlandeses sin verme afectada por el aire fétido. Ignoro los gruñidos constantes por la falta de comida y espacio abierto. Las disputas y los golpes no significan nada para mí. Ni me siento ofendida por esos hombres que no quieren molestarse en usar el cubo sino que vacían sus intestinos en el suelo por la noche, de modo que otros pisan la suciedad y se la llevan a los sacos de dormir o a la ropa. Cuando estaba viva, limpiaba la porquería. Ahora esas tareas le tocan a Mairi.

Me meto en los sueños de Mairi más que en los de los demás. Siempre tengo cuidado de no despertarla ni asustarla en modo alguno. Susurro: «Oidhche mhath leat» para darle esperanzas. Mairi es lo bastante joven como para tener esperanzas. Torpe como un potro, lleva en sí la promesa de la belleza. No sé por qué los islandeses se la dejan a Thorvard Einarsson. Ni Mairi. En los sueños de Mairi no entra nada de este hombre. A ella se le da mejor separar el cuerpo de la mente que a mí. Si le retuercen un brazo, se lo quita. Si le dan una patada en la pierna, la aparta. Aunque Thorvard es amable con ella, Mairi nunca responde a sus manoseos, sino que yace debajo, inmóvil. Ha aprendido el poder de la contención, de que hay partes de ella que ninguna voluntad poseerá nunca.

Desde que Mairi se quedó embarazada, ha estado soñando con el niño. Noche tras noche lo sostiene en sus brazos. Le canta, le arrulla mientras duerme: «Gael beag thu, gad beag thu». En esas ocasiones nunca me quedo mucho tiempo en los sueños de Mairi a menos que intervenga mi nostalgia por mi hijo perdido. Y a veces me distrae la niña de Olina, que apareció antes de morir. En las noches de tormenta, la niña aúlla al viento, arrastrando tras de sí sus ropas harapientas mientras sale de su tumba de piedra bajo la nieve, buscando su redención.

* * *

Tenía catorce años cuando me secuestraron. Mi nombre era Moeid. Era la más joven de ocho hijas. Mi madre me daba raciones de más de gachas para hacerme crecer. ¡Moeid! ¡Maeve! La oigo llamarnos por los campos. Veo a mi padre y a mi madre, a mis hermanas y a sus maridos rebuscando en la pradera junto a la piedra mágica. Llamando. Llamando. Buscando alguna señal de nosotras a lo largo de la costa. Kollgrim fue listo. Escondió su barco en la cala al sur de la playa, donde había rocas. De ese modo no dejó marcas en la arena. La hierba aplastada mostró a nuestra familia dónde nos habíamos tumbado Maeve y yo, pero ¿adónde habíamos ido desde allí? Quizá mi madre pensara que las hadas nos habían llevado. Si eso había ocurrido, Maeve y yo aún estaríamos allí. Las hadas nunca sueltan a los que han atrapado con sus piedras y sus montículos. Son ángeles caídos a los que dios ordena que se mantengan, ellos y aquellos a los que atrapan, apartados de los vivos. ¡Moeid! ¡Maeve! A menudo me pregunto qué habría ocurrido si nos hubieran llevado las hadas, ¿habríamos sufrido, Maeve y yo, al ver a nuestra familia buscándonos, viendo sin que nos vieran? La eterna condena de los hijos escondidos de Eva cuyos rostros ocultó a Nuestro Señor. No. No. Los ángeles caídos no son para mí.

Hace ya mucho que mis padres murieron. Quizá alguna de mis hermanas, entre ellas Maeve. Es poco probable que Maeve fuera comprada por alguien que la tratara bien. En cualquier caso, antes o después espero ver a mis seres queridos en el Cielo, aunque no sé en qué forma estarán o de qué modo nos saludaremos los unos a los otros.

Kollgrim nos vendió por separado. A mí me vendieron primero a un granjero que se había establecido en la desembocadura del río Holsa en Islandia. Vegest Bjornsson tenía una granja en los campos de lava bajo el Hekla. Había ido río abajo a cambiar vacas por esclavos. Vegest ya tenía un esclavo encadenado, un chico de la misma talla y forma que yo. Al chico y a mí nos uncieron por el cuello. De este modo caminamos la distancia que había hasta la granja de Vegest. Tardamos veinte días, caminando sobre cenizas, vadeando arroyos helados, yo arrastrándome un paso por detrás de Ronan por culpa del pie, hasta que llegamos a la granja de Vegest, agazapada bajo las nubes amenazantes del Hekla. Ronan y yo estuvimos allí ocho años, trabajando como mulos en los campos, comiendo del mismo cuenco, durmiendo juntos en el establo. A menudo oíamos rugir al Hekla. Nunca estaba segura de si era el volcán o un trueno. Las nubes en esa parte de Islandia a menudo traían viento y lluvia. A veces la tierra temblaba y se movía. A veces, cuando las nubes se marchaban, veíamos glaciares brillando a lo lejos. En una ocasión me pareció ver un resplandor de fuego sobre el volcán. Le dije a Ronan que nos habían dejado en un infierno de fuego y hielo, pero él dijo que el fuego no era más que el brillo de un relámpago. A Ronan tampoco le gustaba Islandia. Ambos nos alegramos cuando el Althing exiló a Vegest por asesinar al hijo de su vecino, Amundi. Amundi había ordenado a sus esclavos poner una presa en el río que daba agua a Vegest. Como resultado de ese asesinato, a Ronan y a mí nos llevaron a Groenlandia.

Vegest se estableció en Vatnahverfi. Era una granja pobre, pues por entonces los mejores sitios de Groenlandia ya estaban ocupados. A Vegest y a su familia les costó sobrevivir. A menudo Ronan y yo nos acostábamos en el establo sin nada en la barriga más que la leche que podíamos sacar de las ubres secas de una vaca. Menos de un año después de trasladarnos a Groenlandia, a Vegest lo mató en un duelo un vecino llamado Hunraud. Su mujer nos vendió a Ronan y a mí a Bjartmar Halfgrimsson de Hofdi. Estaba vendiendo ganado y estambre para poder volver a Islandia. Bjartmar era más bueno que Vegest; era Thorkatla, la mujer de Bjartmar, la que tenía mal carácter. Bjartmar nos quitó las cadenas que nos unían a Ronan y a mí, diciendo que pensaba que trabajaríamos mejor sin ellas.

Ronan pensaba que teníamos que escapar. Dijo que si había que hacerlo, era en ese momento o nunca. Sabíamos que no había forma de escapar de Groenlandia, que la isla era una prisión en todos los sentidos, pero decidimos que al menos podríamos saborear la libertad, por muy corta que fuera. Como yo, Ronan era de las Hébridas. Se lo habían llevado de las arenas de Uig mientras remendaba las redes de su padre. Usando la misma cautela que Kollgrim, sus captores remaron a tierra y se escondieron en una cala. Ronan y yo teníamos mucho en común. Hasta que llegamos a Groenlandia, yacíamos lado a lado como hermano y hermana.

* * *

Una pequeña pradera en el fondo de los páramos mucho más allá de los lagos. La pradera está hundida; quizá fue en otro tiempo un estanque, ya que la hierba aquí es mucho más verde que las colinas que la rodean. Un arroyo junto a una cabaña de piedra. La cabaña está bien hecha. Ronan y yo hemos construido muchos muros de piedra para los escandinavos. Entendemos el lenguaje de las piedras, cómo hacer que nos obedezcan. Hemos hecho dos mesas de piedra: una dentro y una fuera; bancos y taburetes de piedra. Pero para el niño está esperando un cesto de mimbre. A nuestro alrededor las lomas brillan de flores: musgo florido, dryas y brezo. El sol atraviesa el ligero aire groenlandés y calienta nuestra desnudez. Hemos lavado las túnicas y las hemos dejado secando en la hierba. Es lo que hacemos Ronan y yo; hemos trabajado juntos durante tanto tiempo que hacemos todas las tareas juntos. Excepto que… Ronan me acaricia el vientre con la mano. Después pone el oído sobre mi piel hinchada y escucha. Sonríe. Yo sonrío. Oh, en esta pradera hace calor, todo está limpio y hay libertad. Nuestros corazones están alegres y ligeros.

Cada día revisamos nuestros cepos y trampas. A veces no encontramos nada. Dos veces hemos encontrado liebres que hemos asado sobre el fuego. Rascamos y limpiamos las pieles antes de usarlas para forrar la cuna. Cuando la carne se acabó, hervimos los huesos en la olla para hacer un caldo. La olla es pequeña, pues estaba hecha para llevar carbones, pero es lo bastante grande para nuestra cocina. Además de la olla, tenemos dos tazas, un cuchillo y cepos. Hemos cazado seis perdices nivales y las hemos cortado en trozos para guisar. Hay arándanos y bayas de cuervo en las colinas, pero cada día tenemos que ir un poco más lejos para encontrarlas.

Ronan tiene el cuchillo limpio y dispuesto. Me limpia el sudor de la frente con musgo fresco y húmedo. Yo gruño y jadeo. Creo que me estoy muriendo. Unas manos de hierro me agarran la espalda. Me están desgarrando. Me estoy rompiendo en dos. No, no pienses en ello. No sabía que lo recordaba. Dar a luz es el dolor que una mujer está más dispuesta a olvidar.

Finalmente, Ronan sujeta a nuestra hija. Corta el cordón. Le golpea en la espalda. Ella llora. Él me la coloca sobre el vientre. Ella abre los ojos. Tiene el pelo negro como nosotros pero está mejor hecha. Piel impecable y blanca como la nieve. Ronan y yo nos sonreímos. Sonreímos y nos acariciamos las mejillas. Estamos delirantes de orgullo. Ronan la lava cuidadosamente. La envuelve en musgo y la coloca a mi lado. Después me lava y me pone el arnés de tendón entre las piernas. La llamamos Arneid. Arneid, decimos una y otra vez para que sepa su nombre. Arneid y yo dormimos y chupamos, chupamos y dormimos.

Ahora Ronan tiene que ir a recoger comida solo. Cada día está más tiempo fuera. Siempre vuelve con una liebre o un ave. Mi leche es rica de su bondad. Arneid está contenta, Ronan está contento. Yo estoy contenta. Esto es lo más cercano al paraíso de lo que nunca hemos esperado estar.

Empieza a hacer frío. Las pieles ya no mantienen caliente a Arneid. La agarro fuerte y me siento junto al fuego de turba. Sigo sin poder ir a cazar con Ronan. Ahora él tiene que ir tan lejos que, si yo fuera tan lejos, me quedaría sin leche. Cuando más trabajo, menos leche hay para la niña. Tengo que descansar. Me siento junto al fuego con Arneid, esperando y cantando:

Bu tu marbhaich ‘a bhradain

‘s an eoin-bhain bhios air bearradh nan carn.

Ronan espera traer a casa un ciervo. Ha visto un pequeño rebaño que avanza hacia los lagos. Ha hecho una lanza de madera de alerce afilada y espera herir a un ciervo lo bastante como para poder traerlo a casa. Ronan está casi siempre fuera. Vuelve con las manos vacías. Tengo poca leche. Por la noche, Arneid llora. Un día, Ronan vuelve con una oveja. Fue fácil matarla, dice. Lo único que tuvo que hacer fue atrapar por la pata a una que estaba apartada y cortarle la garganta. Hacemos un saco de dormir de piel de oveja para Arneid y comemos oveja asada. El jugo entra en mi leche. Arneid chupa. De momento hemos tenido suerte. Ronan vuelve a salir. El invierno se acerca y necesitaremos más carne y más piel de oveja.

La tercera vez que Ronan va a buscar una oveja, no vuelve. Yo espero junto al fuego acunando a Arneid, recordando las canciones de cuna que mi madre me cantaba: «Gaol beag thu, gaol beag thu, gaol beag thu, horo». Espero y espero… Ronan no vuelve. ¿Tiene que terminar tan pronto nuestro sueño?

* * *

Thorkatla tenía un hijo llamado Kjaran, el mismo nombre que su primer marido. Kjaran mató a Ronan cuando éste le estaba cortando la garganta a una oveja. El cadáver de Ronan fue arrojado a una profunda grieta entre dos rocas. Yo lo vi allí más tarde, encajado a media altura. Había caído de pie; sólo vi la parte de arriba de la cabeza. El propio Kjaran fue asesinado unos meses más tarde, emboscado cuando estaba cambiando su yegua por la de un vecino que era mejor que la suya.

Evité que me atraparan caminando. Pensé que las perspectivas para Arneid serían mejores en la granja. Por entonces tenía los pezones secos. Caminé diez días a través de nieve profunda para llegar a Hofdi.

Fue el invierno en que cayó una gran nevada antes de que los granjeros de Vatnahverfi pudieran cosechar el heno. Como resultado, los productos lácteos eran escasos y el hambre se extendió. Arneid murió a principios del invierno. Llevé su frío cuerpecillo sobre la espalda durante dos días antes de construirle una tumba de piedra. La bendije yo misma.

Después de ocho años con Bjartmar y Thorkatla, fui vendida a Einar Asvaldsson en Gardar para pagar las deudas de Bjartmar. Por entonces Bjartmar debía a Einar el uso de su toro tres veces más así como el préstamo de unos pastos. Bjartmar vendió todo lo que poseía excepto una cabaña y dos vacas para evitar convertirse en esclavo por deudas. Poco después de este intercambio, Einar Asvaldsson arregló una boda entre su hijo Thorvard y Freydis Eriksdottir. Me entregaron a Freydis como parte del acuerdo matrimonial. Por entonces tenía las articulaciones hinchadas y doloridas. A menudo me quedaba sin aliento. Freydis me usaba sobre todo para ordeñar y mandaba a Kalf y a Orn a los campos. Me dio zapatos y una capa y me ordenó lavarme cada día, diciendo que no quería tener a una esclava sucia trabajando con sus vacas. Para ser una mujer que acababa de casarse, Freydis solía tener la lengua afilada y mal humor. Más de una vez oí decir a las hermanas de Thorvard que les resultaba difícil apreciar a Freydis. A mí Freydis ni me gustaba ni me dejaba de gustar. Después de los años que había pasado como esclava, no tenía opinión. Si una voz era áspera y estridente, apenas me daba cuenta. Me podían empujar y maltratar y ni parpadeaba. Me podían llevar fuera mientras dormía y dejarme sobre la tierra, y ni me preocupaba el por qué. Hacía mucho que me había acostumbrado a que me movieran a cualquier lado si convenía a otros.

* * *

A veces visitaba la casa de los islandeses. A los islandeses el invierno les resulta más duro que a los groenlandeses. Son demasiados y tienen pocas provisiones. Siempre están discutiendo por sus mujeres. Están cansados de contar siempre las mismas historias y se pelean, aburridos. Por la noche se revuelven en sus bancos. Por la noche buscan a tientas trozos de carne escondidos. Se rascan donde les han picado los bichos; duermen con los párpados medio cerrados.

No conozco a las mujeres islandesas. Cuando estaba viva, no me prestaban atención. De vez en cuando una de ellas me hablaba mientras recogíamos agua, pero yo rara vez contestaba. Siempre tomaba el camino de la menor resistencia. No entro en los sueños de esas mujeres. Son parecidos a los de Groa la Coja. Y hay algo en esas mujeres que me perturba. Un paño, una nube de maldición pende sobre ellas. Se vierte alrededor de los bordes de su sueño como niebla o bruma. ¿Arrastraba conmigo esas nubes cuando estaba viva? ¿Llevaba en mí el olor de la derrota?

* * *

Finalmente las tormentas pasan y la nieve disminuye. Freydis manda a Kalf y a Orn a buscar madera traída por el mar a la playa. No se separaría de ninguno de sus troncos para la chimenea para hacer mi pira. Cuando han recogido madera suficiente, la encienden en la playa, ponen un caldero de agua a hervir y me cortan los miembros. Mi cadáver no es tan corto como para caber en la caldera sin cortarse. Una vez el agua empieza a hervir, Freydis entra en la casa y cierra la puerta, diciendo que ha cumplido su promesa, es decir, que es Ulfar el que debe recoger mis huesos. Sé que lo hará, pues es cristiano como cualquier sacerdote. Me muevo sobre el fuego, siguiendo el humo de mi carne cociéndose. Me elevo más y más alto.

Más abajo la pradera, la explanada y la bahía están blancas. El mar helado está inmóvil, duro como plata bajo la luna. Las piedras blanquean la costa como focas dormidas. Brilla la luz de las estrellas distantes. El viento me empuja, suavemente al principio. Después me atrapa y me lleva muy lejos, hacia la noche. Siento la presencia de otros, Maeve… Ronan… Arneid… ¿sois vosotros? ¿Estamos en el cielo? ¿Es esto el paraíso? Ah, pero estoy más allá de nombres y de lugares.