El nombre del barco de los islandeses era Corcel de Sigurd. Cuando los Egilsson llegaron a Groenlandia, la gente supuso que los dos hermanos eran dueños del barco. Sólo Leif, Freydis, Thorvard y algunos pocos sabían que el barco pertenecía a Finnbogi. Cuando el Corcel de Sigurd fue botado, sin embargo, y los preparativos para el viaje ya estaban en marcha, todos los groenlandeses pudieron darse cuenta de que sólo uno de los hermanos poseía el barco: era Finnbogi el que se sentaba al remo-timón y decía a los islandeses lo que tenían que hacer. Mientras Helgi ayudaba con los preparativos y la carga, Finnbogi permanecía en su banco en proa y se aseguraba de que no se arañara nada ni se arrancaran las tracas. El barco era un storfembøring, un navío oceánico, rápido a la vela pero capaz de maniobrar por el hielo cuando era necesario.
El verano anterior los Egilsson habían traído una gran cantidad de mercancías a Groenlandia de Noruega; sal, cebada, hierro y miel, pero las habían vendido para conseguir comida para el invierno y, más tarde, aprovisionar el barco. El Corcel de Sigurd estaba ya cargado para el viaje. A bordo había paquetes de pescado y carne seca, así como bayas, queso y barriles de agua fresca. Había armas, herramientas para trabajar la madera y arcones. Con una cantidad de mercancías relativamente escasa, el barco tenía más piedras de lastre que de costumbre por debajo del muelle. Finnbogi prefería viajar a Vinlandia con un casco medio vacío, ya que eso significaba que tendría más espacio para cargar a la vuelta. La tripulación de Finnbogi estaba acostumbrada a cargar el Corcel de Sigurd, pues había comerciado en muchos puertos. Como resultado, su barco estaba preparado rápidamente. Ahora estaba anclado en el fiordo de Einar, esperando a que los groenlandeses hubieran acabado de cargar y estuvieran listos para zarpar.
Al Vinlandia le faltaba mucho para estar listo. Freydis había conseguido hacer lo que era necesario en tierra, pero no había nada que pudiera hacer para acelerar la carga y el estibado. Confiaba en Evyind Hrodmundsson para que llevara a cabo aquellas tareas. Freydis se sentaba en tierra mientras Evyind vigilaba la colocación de las mercancías a bordo del Vinlandia. Su marido Thorvard estaba a cargo del traslado de las mercancías de la costa al barco en botes. Paquetes de comida y ropa, sacos para dormir y balas de lana se amontonaban en la playa.
La noche antes, se habían puesto piedras de lastre en la bodega junto con barras de hierro y aparejos de caza para darle peso. Este espacio de almacenamiento, que iba de proa a popa, se había cubierto con tablones. La bodega en medio del barco había quedado abierta para almacenar barriles de agua y jaulas de animales. Freydis se llevaba una vaca, cuatro cabras, dos cerdos y ocho ovejas de un año a Leifsbudir.
De pie en el timón junto a su hermano Helgi, observando cómo cargaban la vaca en el Vinlandia, Finnbogi comentó que esperaba que a los groenlandeses se les diera mejor navegar que ponerse en marcha.
—Están trabajando unos contra de otros —dijo—. Cada hombre va en una dirección diferente.
Helgi se divertía viendo cómo cargaban la vaca. La vaca, colgada de un tirante de cuero, mugiendo por un extremo y orinando por el otro, estaba subiendo a bordo desde un carro. El tirante era demasiado pequeño para la vaca, lo que significaba que cuando los hombres tiraban de las cuerdas delanteras más que de las traseras, la vaca estaba en peligro de caerse por detrás. Cuando las cuerdas traseras se tensaron, la vaca se sacudió con tal fuerza hacia delante que hubo que sujetarla con largos remos para evitar que cayera al agua.
Helgi reía.
—Si esa vaca consigue dar leche, ya se habrá convertido en mantequilla.
A Finnbogi todo aquello no le hacía ninguna gracia.
—A este ritmo seguiremos aquí mañana. Todavía tienen que cargar las ovejas y las cabras, por no hablar de los cerdos.
Los Egilsson no llevaban animales vivos con ellos. En otro tiempo habían trabajado en la granja de su padre, en los Eastfirths, pero eso había sido hacía mucho. Ahora que eran comerciantes, la granja estaba por debajo de su categoría. En cualquier caso, nunca habían estado en una situación en la que fuera imperioso conseguir animales vivos, ya que siempre poseían suficientes mercancías para conseguir comida cuando la necesitaban. Es más, estaban tiempo en el mar, donde no había escasez de peces.
—Nunca habríamos debido acceder a hacer la travesía con los groenlandeses —se quejó Finnbogi.
—Estabas allí cuando nos pusimos de acuerdo —dijo Helgi—. Te recuerdo que no abriste la boca.
—Ha debido ser idea de Freydis Eriksdottir.
—Lo ha sido. Se estaba asegurando de que los acuerdos entre nosotros eran justos: sugirió que lleváramos treinta hombres capaces a bordo de cada barco, que dividiéramos los beneficios a partes iguales y que cambiáramos cuerda y tejido de velas a cambio de un barco. La petición de que viajáramos juntos se hizo del mismo modo.
—Por alguien que no conoce el mar.
—Por entonces, acceder a su petición parecía una manera fácil de complacer a una mujer que era nuestra anfitriona.
—No considero a Freydis mi anfitriona —dijo Finnbogi—. No voy a ir a Leifsbudir para estar a las órdenes de Freydis Eriksdottir. Si quisiera estar bajo el mando de una mujer, estaría en casa con la mía.
La vaca volvió a llamar la atención de Helgi. Mugiendo de terror, el animal volvió a deslizarse hacia atrás. Al ajustar el tirante, los groenlandeses soltaron mucha cuerda. El tirante se aflojó más. Las pezuñas traseras de la vaca tocaron el agua.
Aquello fue demasiado para Finnbogi. Era a finales de verano. Ya habían perdido varios días de buen tiempo para navegar por culpa de los retrasos de los groenlandeses. Pronto llegaría la época de las tormentas de finales de verano.
—Nos vamos —dijo—. Los vientos no pueden ser mejores de lo que son ahora mismo. Si esperamos más, pueden volverse contra nosotros. —Ordenó a dos remeros a que subieran al bote y pasó por encima de la borda.
Helgi observó cómo llevaban a su hermano a la costa, a donde Freydis estaba sentada con el noruego mientras sus hijos jugaban entre los bultos y balas amontonados en la costa. Ahora que el constructor de barcos se había recuperado de su malestar, no se cansaba de estar con mujeres. Se sentó en la hierba junto a Freydis. Miraban a la vaca y se reían. Aparentemente, Freydis estaba tan divertida como Hauk por el modo en que su marido manejaba a la vaca, pues no dejaba de mostrar los dientes y mover la cabeza. Era una mujer diferente de la que Helgi había visto llegar para ver a Finnbogi y a él justo antes del invierno. Aquella mujer era seria, casi lúgubre. Testaruda, había pensado entonces. A Helgi le animó ver un lado más ligero de Freydis: pensó que podría serle útil algún día.
Helgi vio que Finnbogi salía del bote y se acercaba a Freydis. Freydis se puso en pie para hablar con su hermano. Ella y Finnbogi intercambiaron unas palabras. No hablaron mucho tiempo. Helgi vio que Freydis señalaba a las jaulas que estaban a bordo, donde esperaban otros animales. Vio que su hermano asentía, subiendo y bajando la cabeza. Finnbogi habó a Hauk, que se levantó de mala gana al parecer. Los tres hablaron juntos. Luego Hauk se inclinó hacia delante y puso los labios sobre la boca de Freydis. Helgi miró al marido de Freydis, pero éste estaba demasiado ocupado con la vaca como para darse cuenta. Finnbogi y Hauk se metieron en el bote y volvieron al Corcel de Sigurd.
—¿Cómo te ha ido? —dijo Helgi, aunque ya sabía la respuesta, pues de otro modo Hauk no habría venido con su hermano.
Finnbogi sonrió, mostrando un diente ennegrecido, resultado de un golpe recibido con un rastrillo cuando era niño.
—Di a los hombres que leven anclas —dijo.
Después de que subiera a bordo, Finnbogi le dijo a su hermano que a partir de ese momento él organizaría las cosas con Freydis.
—¿Te ha dado problemas?
—Por el contrario, dijo que estaba a punto de sugerir que saliéramos, que no merecía la pena que esperáramos. —Finnbogi apretó las nalgas de una concubina que acudió a su lado—. Siempre se puede contar con que una mujer cambie de opinión. —Su esclava, una mujer baja y de cara redonda llamada Olina, sonrió y se apretó contra él, de modo que su seno le tocó el brazo. Finnbogi la apartó y ocupó su sitio junto al remo timón. Los remeros ocuparon sus asientos. En un barco oceánico como el Corcel de Sigurd, los remeros no se sentaban en bancos sino en cajas hechas para aprovechar mejor el sitio.
El barco viajó a lo largo del fiordo de Einar antes de adelantar a nada más que algún trozo de hielo a la deriva. Pero cuando entraron en el archipiélago, el agua se llenó de fragmentos de hielo.
Era un día cálido en Groenlandia. El calor del sol derretía los glaciares que se desprendían de la cabeza de los fiordos. Aunque los glaciares estaban muy lejos, Helgi oyó el hielo rugiendo a través del aire sutil de Groenlandia mientras se desprendía y caía tronando al fiordo. El sol llevaba varios días brillando con fuerza. Como resultado, había entrado tanto hielo en el agua que el barco avanzaba junto a pedazos más grandes que él mismo.
Aunque Finnbogi nunca admitía que su hermano era mejor navegante, siempre usaba a Helgi como piloto de hielo con la excusa de que él no podía estar en dos lugares a la vez. Helgi era un marino nato; si su destino hubiera sido diferente, habría podido hacerse la misma reputación que Leif. Helgi se irguió en la proa y buscó con la mirada los pedazos de hielo que pudieran dañar el casco. Trabajando juntos como piloto y timonel, los hermanos Egilsson guiaron a los remeros hasta atravesar lo peor del hielo. Sólo cuando las aguas se abrieron y los pedazos se espaciaron lo bastante como para que el paso fuera seguro, Helgi relajó la vigilancia y disfrutó del esplendor y la belleza del fiordo. El sol brillaba en el aire transparente de Groenlandia, sobre el hielo reluciente y las tranquilas aguas brillantes. Sin viento, el agua estaba excepcionalmente calma y reflejaba todo lo que había arriba. Las nubes eran tan blancas en el agua como lo eran en el cielo. El hielo resplandecía tanto que le hacía daño a Helgi en los ojos. Por muy viajado que fuera, Helgi aún podía maravillarse ante todo. Empezó a ver toda clase de cosas en el hielo: altas montañas adornadas con altos acantilados, profundas cavernas y suaves valles, esbeltos barcos de casco azul verdoso. Ésos eran los pedazos más grandes. En los pequeños veía animales de diversas clases: un caballo con alas, un cisne, un pez. Algunos de aquellos pedazos eran tan claros y azules como el zafiro; otros tan verdes como el cristal romano.
—Estamos rodeados de joyas flotantes —le dijo Helgi a su concubina. Como solía hacer, Finna permaneció en silencio a su lado mientras él observaba el hielo. Era la primera vez que Helgi hablaba con ella, aunque Finna ya llevaba un tiempo a su lado.
Cuando el Corcel de Sigurd avanzó libre del hielo, se izó la vela y Finnbogi maniobró el barco para que pudiera aprovechar el viento. Habían llegado a la corriente que los llevaría hacia el norte y después hacia el oeste. Se alejaron bastante de la costa para evitar el hielo que se arremolinaba junto a ella. Los pedazos más grandes viajaban con la misma corriente que el barco, pero con un tiempo tan claro, era fácil esquivarlos. Por entonces ya había llegado la noche, pero aún había tanta luz que los islandeses siguieron avanzando a través de la oscuridad. Por la mañana estarían en alta mar.
Había sido una suerte para ellos haberse marchado antes de que los groenlandeses acabaran de cargar. Al marcharse cuando lo habían hecho, los islandeses aprovecharon los vientos que les asegurarían una feliz travesía. Si eran tan afortunados como Leif, podían incluso hacer el viaje en catorce días. Los groenlandeses tendrían un destino muy diferente.
* * *
Ahora que he emprendido un viaje trascendental, me veo contemplando la naturaleza de la suerte. El sacerdote Geirmund me empuja a que deseche cualquier pensamiento de suerte y fortuna y ponga mi destino en manos del Señor. Pero lo he hecho toda mi vida y no he tenido suerte por ello. En Iona, el hermano Ambrosio solía aconsejarme que trabajara duro con la pluma para mejorar mi destino. Decía que la suerte requería habilidad, que podía labrarse con la mano del hombre del mismo modo que toma forma una letra. Solía decir que igual que las pieles de oveja pueden transformarse en el Libro Sagrado, también la vida de un hombre puede cambiarse por medio de la diligencia y la habilidad. No puedo sostener este punto de vista, ya que siempre he trabajado duro y mi suerte no ha prosperado por ello.
El hermano Ambrosio rechazaba todos los argumentos según los cuales la suerte es un derecho de nacimiento, que un hombre podía nacer con suerte o no, pero yo no puedo evitar pensar que mi suerte habría sido mejor si me hubiera engendrado otro hombre y me hubiera parido otra mujer. Fui concebido cuando mi madre estaba casada con otro y he estado pagando por su pecado desde entonces. Más tarde mi madre se casó con mi padre y le dio más hijos. Como ellos nacieron de una unión santificada, mis hermanos seguramente gozarán de una mayor suerte que yo.
A menudo he observado cómo la suerte de los hermanos varía. Por ejemplo, la de Leif Eriksson y sus hermanos. Leif tuvo suerte en todos los aspectos de la vida, mientras que sus hermanos tuvieron una fortuna adversa. No he sido capaz de entender cómo Leif tuvo tanta suerte, ya que su padre era un canalla. Es cierto que no consiguió sus afortunadas cualidades de Erik, el Rojo.
La gente dice a veces que el buen carácter de un hombre puede atribuirse a la influencia de una mujer. Siempre me he preguntado si hay algo de verdad en esto, pues me parece que el carácter de un hombre es mejor si está influenciado por otros hombres, a menos que sean hombres como Erik, el Rojo. Pero en el caso de Leif, y sólo en su caso, me veo obligado a admitir que sus buenas cualidades proceden de su madre. Thjodhild es una mujer de alta calidad moral, una mujer que sigue la Senda Justa. Geirmund me dijo que después de que se convirtiera, Thjodhild se negó a admitir a Erik en su cama hasta que él renunciara a su paganismo y aceptara a Cristo. Al mostrar devoción y piedad, Thjodhild pudo compensar la maldad de su marido. Gracias a su buen ejemplo, Leif Eriksson pudo adquirir sus destacadas cualidades de hombría y suerte.
Respecto a mi propia suerte, si sobrevivo a este viaje, quizá tenga la oportunidad de mejorarla. Leif me ha dicho que si satisfago las demandas que me hagan Freydis y su marido en Leifsbudir, podré volver a Groenlandia como hombre libre. Ya que el Señor de los Cielos ha intercedido ante Leif por mí, ahora soy yo el que debo mejorar mi suerte trabajando duro.
* * *
Ulfar envolvió sus materiales de escritura en piel de oveja engrasada y los colocó cuidadosamente dentro del saco de dormir encima de sus herramientas para trabajar la madera. Esperó hasta que se hubo cargado el último de los animales en el Vinlandia y los bultos y balas estuvieron almacenados a bordo. Mientras la tripulación acababa de preparar sus cosas, Ulfar recogió sus pertenencias, entre las que había más rollos de pergamino, y las colocó en un bote que Kalf y Orn iban a acercar al barco. El bote contenía varias balas de lana, pero había espacio suficiente para Ulfar y sus cosas. En cuanto el bote llegó al Vinlandia, Ulfar subió a bordo con su bolsa y la colocó en la proa del barco, bien pegada al casco. Sabía, tras haber observado a la tripulación groenlandesa, que probablemente iba a ser el hombre más bajo a bordo, lo que significaba que podía meterse en la roda de proa, la parte más pequeña del barco. Sus años como esclavo en galeras con Harek el Tragaanguilas le había enseñado que el pie de la roda era donde mejor podía uno dormir a bordo sin que lo molestaran. También proporcionaba un sitio entre las tracas y el tablazón de cubierta donde podía almacenar sus pergaminos y herramientas. Con la cantidad de gente que había a bordo, sería fácil que sus posesiones cayeran en manos descuidadas.
Por primera vez en catorce años, Ulfar podía pensar en tener una vida propia. La propuesta que Leif le había hecho era la siguiente: si Ulfar servía a Freydis y a Thorvard durante un año, a su vuelta sería libre. Tal como lo explicó Leif, para que la expedición a Vinlandia tuviera más éxito, su hermanastra necesitaba un hombre con las habilidades de Ulfar, alguien que supiera cómo convertir madera en mercancías valiosas. Los groenlandeses también necesitaban a alguien en la tripulación que supiera cómo reparar un barco.
Al principio, Ulfar no había querido aceptar la propuesta de Leif. Leif Eriksson era un amo benévolo y justo. Que Ulfar supiera, ninguno de los esclavos de Leif había sido maltratado o torturado. Nunca los habían levantado de la cama para cortar heno a la luz de la luna o robarle a un vecino o causar heridas a su ganado. Leif no tomaba parte en intrigas vengativas que tanto gustaban a los escandinavos. Trataba bien a sus esclavos, que dormían sobre ramas de aliso cubiertas de pieles, dos por cabaña. Cuando había caza en abundancia, nunca carecían de carne. Si el tiempo empeoraba y el combustible era escaso, los esclavos eran invitados a compartir la chimenea de Leif. Ulfar nunca había podido valerse por sí solo, excepto cuando había peleado por los restos que Harek el Tragaanguilas arrojaba a sus esclavos. Ulfar sabía mejor que nadie que ser un hombre libre en Groenlandia podía ser peor que ser un esclavo de Leif. Sin tierra propia, no tendría lugar donde construirse una cabaña. Sin madera le resultaría difícil ganarse la vida como carpintero, y los granjeros ignorantes no necesitaban un escriba. Mientras Ulfar estuviera atrapado en una isla del Norte, la oferta de manumisión de Leif no le serviría de gran cosa. Si sobrevivía a esta expedición, Ulfar tendría que acabar por encontrar un modo de abandonar Groenlandia.
Ulfar no estaba deseando trabajar para Freydis Eriksdottir. Por lo que había visto, pensaba que Freydis era ambiciosa y temeraria. Su comportamiento era poco adecuado para una mujer. En Iona, los hombres habían sido separados de las mujeres para no contaminarse con pensamientos de mujeres. La madre de Ulfar vivía al otro lado del agua con las vacas en Eilean Nam Bara. A los tres años habían sacado a Ulfar de la Isla de las Mujeres y lo habían llevado a Iona, donde fue educado por monjes culdenses. Ulfar había hablado con Geirmund Gunnfard sobre sus reservas acerca de Freydis. Como hombre de Cristo, Geirmund podía entender la reticencia de Ulfar a aceptar órdenes de una mujer. De todos modos, le había aconsejado que hiciera el viaje. «Yendo a Leifsbudir, tienes más que ganar que que perder», le había dicho el sacerdote. «Con respecto a Freydis Eriksdottir, no deberías perder la oportunidad de mejorar tu suerte gracias a ella, pues si lo hicieras, reconocerías la influencia de una mujer sobre ti, lo que sería poco prudente, sobre todo teniendo en cuenta su paganismo».
El resto de la tripulación subió a bordo con sus pertenencias. Por fortuna nadie trató de ocupar el sitio de Ulfar. Freydis Eriksdottir subió a sus hijos al barco y les dio una vuelta para enseñárselo. Geirmund Gunnfard y Leif Eriksson subieron a bordo. Ulfar observó cómo el sacerdote, con la oscura barba moviéndose en la brisa, abrió la ampolla que llevaba y roció de agua bendita el barco: la vela arrizada y las jarcias, los arcones y barriles, el tablazón y las tracas. Cuando esto se hubo hecho, Geirmund habló a la tripulación. Dijo que prefería enviar a cristianos y no a paganos a Leifsbudir y preguntó si alguien a bordo quería ser bautizado. Ocho hombres se adelantaron. Mientras se arrodillaban a sus pies, Geirmund mojó un dedo en el agua bendita e hizo el signo de la cruz en sus frentes. Como Ulfar nunca había visto a aquellos hombres en la iglesia de Thjodhild, supuso que serían de granjas donde Geirmund no había ido nunca. Aunque éste visitaba diversas granjas, los groenlandeses vivían tan lejos unos de otros que la mayoría aún no había recibido la Palabra Sagrada.
—Señor de los Cielos, bendice a estos hombres cristianos y a su barco. Guíalos sobre las duras aguas y haz que vuelvan a salvo con nosotros. Ayúdalos a escoger el sendero de la rectitud y evitar el camino de la mezquindad. Enséñalos a volver sus mejillas hacia la amabilidad y a tratarse bien unos a otros. Apártalos del sendero del paganismo y haz que sus pasos sigan a los Tuyos.
Ulfar nunca había oído una bendición tan buena, ni siquiera entre los culdenses. Pensó que la oración demostraba la contención de Geirmund; más de una vez el sacerdote le había dicho que los groenlandeses le parecían gente testaruda e intratable. Ulfar pensó que Geirmund estaba siendo muy paciente al conducir a aquellos rudos granjeros hacia Cristo. Después de la oración, Geirmund pidió a Ulfar que saliera de su rincón y se acercara a él. Geirmund recordó entonces a los demás que estarían lejos de un sacerdote durante un tiempo y que confiaba a Ulfar, un devoto cristiano, la ampolla de agua bendita ya que las circunstancias en Leifsbudir requerirían que se llevaran a cabo los rituales de la fe cristiana.
—Guarda la ampolla con cuidado —le dijo Geirmund a Ulfar—. Cuento contigo.
Ulfar se llevó la ampolla a su rincón y la colocó junto a sus pergaminos.
Después de la ceremonia, Geirmund y Leif hablaron y bromearon con la tripulación. Los hombres eran grandes, con las caras enrojecidas, la mayoría del doble de tamaño que Ulfar. Ulfar esperó pacientemente a que Leif hablara con él, pero Leif apenas miró en su dirección. Con tantos hombres que clamaban por llamar su atención era fácil pasar por alto a Ulfar. Él se recordó a sí mismo que había disfrutado de la compañía de Leif más que la mayoría de los hombres a bordo. Y sabía cómo preservar su orgullo. Ninguno de aquellos hombres mostraba contención. Parecían incapaces de no tender la mano para detener a Leif, tirándole de la camisa y las medias en un esfuerzo por llamar su atención.
Aunque el viaje era una aventura que ninguno quería perderse, los groenlandeses sabían que su resultado dependía en gran medida de la suerte; hubiesen preferido que Leif, y no su hermanastra, liderara la expedición, ya que él había demostrado que tenía fortuna al llevar a su tripulación a Vinlandia y volver sanos y salvos. Leif parecía disfrutar de la admiración de los hombres, pues permitía que lo detuvieran y no hacía esfuerzo alguno por volver a tierra, aunque ya empezaba a anochecer.
Ulfar se quedó sentado en su rincón y esperó. Incluso en reposo, el esclavo de Leif tenía la mirada vigilante. Su rostro tenía un color pardusco, y la nariz con pecas producidas por el sol. La estrechez de su cara quedaba compensada por una cabeza que parecía plana. Iba afeitado y no tenía pelo, excepto una corona de cabellos grises que rodeaban su tonsura. Tenía treinta y un años, pero la calvicie lo hacía parecer mayor. En esto como en otros aspectos Ulfar era diferente a la mayoría de la tripulación, que tenían barba y eran peludos, y tan rubios que su piel era más de un tono rojo ardiente que morena.
Ulfar observó a Leif moverse por el barco. Estaba claro que el godi no tenía ganas de verlo marchar sin él. Leif tan pronto hablaba con un miembro de la tripulación como recordaba algo que quería decirle a Evyind. Volvía hacia donde estaba el timonel e iniciaba con él otra conversación. Esto ocurrió varias veces. Mientras tanto, Freydis había llevado a sus hijos a tierra y había vuelto. Geirmund también se había marchado. Finalmente Leif estuvo listo para irse y la paciencia de Ulfar se vio recompensada. Leif lo llamó y le deseó suerte. Los remeros se sentaron en sus cajas, colocaron los remos y el viaje de los groenlandeses comenzó. Cuando el Vinlandia avanzó por el fiordo, la tripulación se despidió agitando las manos de los que quedaban atrás, sobre todo a las doncellas y madres que estaban en tierra.
Freydis se sentó en una de las balas de lana y agitó la mano en dirección a sus hijos. Incluso después de que Halla Eldgrimsdottir se los hubiera llevado, Freydis siguió sentada donde sus hijos pudieran verla, por si alguno se volvía y miraba. No quería que la vieran desaparecer de repente y pensaba que si la veían alejarse lentamente, les parecería más fácil creer que volvería algún día. Antes de abandonar Gardar, había dicho a sus dos hijos mayores que recordaran que cuando la gente viajaba lo bastante lejos, no podían ser vistos por los que estaban en tierra, pero que eso no significaba que hubieran desaparecido. Aunque Asny ya lo sabía, porque había visto marcharse tantas veces a su padre, Freydis nunca había dejado a sus hijos y quería que conservaran firmemente sus palabras en sus cabezas. Antes de la partida, Thorlak y Signy habían querido que su madre les contara qué aspecto tenía Vinlandia. Todo lo que había podido contarles Freydis era que había casas y bosques. Como ella nunca había visto bosques, no podía decir más. En lugar de ello, trató de interesar a sus hijos en las cosas que iba a traer a la vuelta. Describió los juguetes de madera que tendrían, las mesas y los bancos de dormir.
—Tendremos una gran casa y un barco nuestro —les dijo—. Ya veréis. Un día llevaremos nuestro barco a Noruega.
Ninguna de sus hijas se volvió a mirar cuando Freydis se alejaba. Thorlak se volvió y saludó con la mano una sola vez. Freydis se animó al pensar que sus hijos podían alejarse sin mirar atrás. Se lo tomó como una señal de que se arreglarían muy bien sin ella y ese hecho le permitió pensar en disfrutar ella misma. Como sabía que iban a cuidar bien de sus hijos en su ausencia, Freydis no esperaba echarlos mucho de menos. Sabía que tenía un duro trabajo por delante, pero pretendía gozar de una nueva clase de libertad antes de volver.
Freydis nunca había estado en un barco. Había ido y venido en botes toda su vida, pero nunca había salido a mar abierto. Le pareció agradable estar sentada en algo tan grande y flotar sobre el agua tranquila del fiordo, mirando hacia las colinas de ambos lados. El sol estaba aún alto y brillante, lo que hacía relucir la nieve de las montañas. Una brisa refrescante de los glaciares le retiró el pelo húmedo que se le pegaba a las mejillas. Freydis había guardado su redecilla; no tenía intención de llevar un pequeño bonete de lino blanco durante el viaje. Si el aire se volvía frío, se echaría la capa sobre la cabeza. Freydis también había guardado su vestido y su camisa y llevaba una túnica y unos calzones informes de piel de conejo. Era una locura que una mujer llevara vestido y camisa estando tan cerca de tantos hombres. Al vestirse como un hombre, a Freydis le gustaba pensar que la tripulación olvidaría que era una mujer. Gracias a los calzones, no necesitaba llevar el cinturón de hierro. En cualquier caso, durante el viaje ella y Thorvard dormirían separados. Freydis había arreglado ella misma un hueco para dormir entre balas de lana cerca del borde de la plataforma de proa; Thorvard estaba más atrás, cerca de popa.
Cuando el barco salió del fiordo de Einar y se acercó al archipiélago, la brisa arreció. Freydis se metió en su hueco. Los lados quedaban por encima de su cabeza, lo que la protegía del viento. Thorvard estaba acostado junto a los hombres que mejor conocía. Eran Balki y Gisli, también conocidos como los gemelos de Gardar; los hijos de los parientes de su madre, Hogni, Oddmar y Bragi también estaban allí. Los demás cazadores del fiordo de Einar eran Bodvar y Falgeir; Flosi, Lodholt y Avang eran del fiordo de Erik. Thorvard y Evyind habían reunido a la tripulación, escogiendo Thorvard a sus compañeros de caza y Eyvind a hombres de Vatnahverfi, donde vivía. Vatnahverfi era una zona de lagos y granjas al sur del fiordo de Einar. Ozur y su hijo Thrand también eran de Vatnahverfi, así como Ivar y Uni. Aquellos hombres estaban sentados en la plataforma de popa junto a Evyind, donde podían hablar unos con otros sobre recaladas, corrientes y vientos.
Los hombres a bordo eran sobre todo hijos segundos y terceros, escogidos por su habilidad y fuerza. Los granjeros groenlandeses tenían más hijos que tierra de pastos. Como el hijo mayor heredaba la tierra, los hijos más jóvenes tenían que buscarse la vida lejos. La mayoría tenían veintiuno o veintidós años y sabían que la oportunidad de ir a Leifsbudir no se volvería a presentar de nuevo. El hermanastro de Freydis, Bolli, también estaba a bordo, sentado junto a los barriles de agua. Había venido de Dyrnes a Gardar a principios del verano y había pedido ser incluido en la tripulación. Thorvard no quería llevar a Bolli, pero Freydis insistió. Bolli la había protegido a menudo cuando eran pequeños en Dyrnes. Ella pensaba que podría ser útil tenerlo a mano, ya que siempre había sido leal con ella, hiciera lo que hiciera.
—Hay algo que no me gusta en tu hermanastro —había dicho Thorvard cuando hablaron de Bolli—. Preferiría que no viniera. Es la clase de hombre que busca problemas.
—Hay muchas cosas que no me gustan de tu hermana Inga. Pero tengo que verla todos los días —había respondido Freydis, aunque sabía que Bolli estaba más dispuesto que la mayoría a buscarse problemas.
—Me preocupa que vayamos a rechazar a un hombre mejor para hacerle sitio a tu hermanastro —había dicho Thorvard—. Hay varios buenos marineros que me gustaría llevar con nosotros si podemos.
—¿En cuántos estás pensando?
—En cuatro o cinco al menos.
—Si puedes subirlos a bordo, ¿por qué no llevarlos?
—Pensé que habías llegado a un acuerdo con los Egilsson según el cual llevaríamos a treinta hombres capaces, no más.
—Sí, pero me he arrepentido de ello. Cuando tienes en cuenta que los islandeses tienen cinco esclavas, su número total se convierte en treinta y cinco.
—Tú llevas a Groa.
—Ella apenas cuenta, no es muy capaz —dijo Freydis. Después, insistiendo en su argumento, añadió—: Me parece que tenemos derecho a llevar a cinco hombres más para compensar las mujeres de los islandeses. Después de todo, los islandeses serán nuestros invitados en Leifsbudir, no al revés. Teniendo en cuenta que van a usar nuestras edificaciones, ¿por qué no vamos a llevar más hombres si así lo decidimos?
Thorvard le dijo que no quería romper el acuerdo con hombres que eran de su agrado.
—Tú no hiciste el acuerdo, lo hice yo. He decidido que llevar a más hombres puede resultar útil cuando tengamos que traer dos barcos de vuelta. Leif llevó treinta y cinco hombres. Tal como están las cosas ahora, el número es injustamente favorable para los islandeses. Si contamos a sus mujeres, y creo que debemos hacerlo, somos sólo treinta contra treinta y cinco. Creo que nos irá mejor si estamos igualados. —En esa ocasión, a Freydis le pareció conveniente no ajustarse a sus palabras.
Thorvard pensó que debían hablar del asunto con Evyind.
—Haré lo que decida Evyind —dijo. Eso era algo de lo que Thorvard se arrepentiría más tarde, ya que Evyind, usando los mismos razonamientos que Freydis, estuvo de acuerdo en que debían llevarse a treinta y cinco hombres.
Cuando Thorvard oyó que Evyind estaba de acuerdo en llevar a treinta y cinco, le dijo al timonel que no sería responsable de hacer entrar de tapadillo a los hombres de más a bordo.
—Me lavo las manos en este asunto —dijo.
La noche antes de la partida del Vinlandia, cuando la tripulación se reunió con sus familias en tierra por última vez, Evyind metió de tapadillo a los hombres de más en el barco y los escondió entre las armas y las herramientas. Aquellos hombres estaban tan ansiosos por hacer el viaje que estaban dispuestos a aguantar la incomodidad de estar tumbados, durante días si era necesario, bajo el tablazón sin comida y sólo una bolsita de agua para beber. Tampoco estaban inclinados a desobedecer las órdenes de Evyind. Evyind era fuerte y de barba gris. De cuarenta y tres años, era el hombre más viejo a bordo, lo que le daba una autoridad de la que carecían los jóvenes granjeros. Dijo a los polizones que tenían que estar allí tumbados hasta que el barco se hubiera adentrado en alta mar, pues si los islandeses veían a los hombres de más a bordo del Vinlandia mientras estaban cerca de tierra, podían pedir que los bajaran del barco.
Fue una suerte para los hombres escondidos que el Corcel de Sigurd se marchara antes que el Vinlandia, pues eso significaba que tan pronto como el barco saliera del fiordo de Einar y llegara al archipiélago, se levantaría el tablazón y serían liberados. Los polizones estaban rígidos y doloridos de haber estado tumbados tanto tiempo contra las tracas y las cuadernas. En cuanto aparecieron en cubierta, Freydis ordenó a Groa que untara pescado seco con mantequilla y se lo diera a los hombres, junto con queso. Poco después de esto, la tripulación se acomodó en sus sacos de dormir.
* * *
Acababa de empezar a registrar la naturaleza de la partida del Vinlandia para mi propia satisfacción, pensando hacerlo mientras el agua estaba en calma y la luz del cielo era suficiente para permitirme escribir, cuando tuvo lugar un inquietante hecho. Cuando observé por primera vez a parte de la tripulación retirando balas, bultos y sacos de dormir apilados en la plataforma de popa, no les presté atención. Me alarmé sólo cuando vi que estaban levantando algunos tablones, desordenando lo que con tanto cuidado se había estibado. Pronto supe por qué. Uno por uno, cinco polizones salieron arrastrándose del agujero donde se habían escondido.
Recuerdo que me habían hablado del acuerdo entre los islandeses y los groenlandeses. Por lo que recuerdo, cada tripulación iba a llevar a treinta hombres capaces en cada barco. Acabo de contar el número de gente que había a bordo del Vinlandia y hay treinta y cinco hombres, excluyendo a Freydis Eriksdottir y a su esclava Groa. Está claro que Freydis forma parte de este engaño, pues no ha mostrado sorpresa alguna cuando aparecieron los polizones e incluso llegó a ofrecerles comida. Sin embargo, la mayoría de la tripulación parece tan sorprendida como yo.
Uno de los polizones, que es bajo y menudo para ser escandinavo, ha advertido las ventajas que tiene mi rincón y ha colocado su saco de dormir tan cerca del mío que me veo obligado a subir las rodillas. La estrechez hace imposible seguir con este relato. El polizón me ha empujado dos veces con fuerza los pies, tratando de hacerme retroceder. Como resultado he estropeado la escritura con tinta indeseada. Tendré por tanto que secar lo que he escrito, que no es más que una pequeña parte de lo que pretendía escribir.
* * *
Los groenlandeses sólo tenían el sol para guiarse; el cielo era demasiado pálido para que lucieran las estrellas incluso en plena noche. Tan al norte, el sol nunca andaba lejos. Mientras el cielo estuviera claro, navegar de Este a Oeste era un asunto sencillo. Como los islandeses, los groenlandeses estaban siguiendo la corriente hacia el norte, navegando lejos de tierra para evitar los peores témpanos de hielo pero lo bastante cerca como para seguir la línea de costa. Esta parte del viaje resultaba familiar a los cazadores como Thorvard, que viajaban por este camino a Northsetur todos los años. Una vez el barco hubo entrado lo bastante en el archipiélago y había sobrepasado Hreinsey, a donde acudían con regularidad los groenlandeses en busca de ciervos y piedra de jabón, Evyind ordenó que izaran la vela. Ésta era la misma vela cuadrada que la madre de Leif le había hecho para su viaje catorce años antes. Thjodhild había tejido tiras de estambre gris y rojo y las había unido cosiéndolas para hacer una vela con rayas verticales. El mástil de pino crujía cuando el viento tensaba la vela. Las tracas crujían también. Bajo la cubierta, las piedras de lastre se golpeaban unas con otras, desplazándose ligeramente con el movimiento del barco. Aquellos ruidos eran tan suaves y tranquilizadores como murmullos, y pronto hicieron dormirse a la tripulación. A veces, el susurro del agua contra la proa o el toque de las gotas de agua que caían en una mejilla hacían aparecer una sonrisa en el rostro de un durmiente. Dormidos o despiertos, todos los escandinavos sueñan en algún momento con ser llevados por el mar en brazos de un barco. El Vinlandia avanzaba. El archipiélago desapareció. Por estribor, montañas de hielo brillaban en la misteriosa media luz. Alguien empezó a cantar.
El sendero del barco nos lleva al Norte
A la tierra del oso blanco
Y del apreciado unicornio.
La sal salpica nuestras mejillas;
La estrella del día nos ilumina los ojos.
El ciervo de mar salta las olas,
Las astas crujen al viento.
Afortunado el hombre que cabalga
Un semental tan noble como el nuestro.
Acostada en su hueco, Freydis escuchaba la canción. La voz era delicada y dulce para ser de un hombre. Freydis no sabía a quién pertenecía la voz, pero pensó que lo más probable es que fuera de uno de los hombres que había escogido Evyind, el llamado Asmund. Recordaba que le habían dicho que había un escaldo a bordo. Por supuesto, cualquiera a quien se le dieran bien las palabras podía llamarse a sí mismo escaldo, al recitar versos que había oído antes o diciendo cualquier cosa que se le ocurriera. El hombre volvió a cantar los versos, pero a Freydis no le gustó más el poema esta segunda vez. Prefería las historias a los versos. Las historias trataban de gente de verdad, mientras que los versos eran autoelogiosos y dependían mucho del punto de vista del poeta. Por ejemplo, ella no pensaba que el barco fuera un semental. Se parecía más a un pájaro, un enorme pájaro marino cuyas alas se unían para formar la vela. Volaba por el mar sobre el dorso de un ave gigantesca, un ave que nunca entraba bajo el mar, sino que permanecía sobre las olas, por donde era seguro ir. Los monstruos vivían debajo de las olas, serpientes de mar y trolls submarinos, seres feos que hacía mucho tiempo habían masticado los huesos de su madre y los habían dispersado. Uno de los dientes de su madre podía estar allí abajo, o una falange, una astilla blanca que la Reina del Mundo Submarino, Hel, usaba para limpiarse los dientes. El Reino de los Muertos era un lugar oscuro y pegajoso donde los monstruos torturaban a sus víctimas e infligían heridas innombrables a sus presas. Según el padre de Freydis, Hel, era un cadáver putrefacto, medio negro, medio blanco, que se alimentaba de los muertos. Quizá Erik no esperaba que ella se creyera las historias paganas, ya que a menudo decía que él mismo no se las creía. De todos modos, mientras vivió, hizo sacrificios paganos a Thor, normalmente en los páramos, pero a veces en el prado que estaba detrás del establo de las vacas. Thjodhild se negaba a permitir sacrificios paganos dentro de su casa. Tampoco permitía, después de su conversión a Cristo, que se contasen historias paganas. Erik se las contaba a Freydis cuando la llevaba a visitar a otra gente. Las historias favoritas de Erik trataban sobre el dios Thor.
—Thor era un hombre grande de cabeza roja que, al igual que yo, era un gran vividor. Llevaba consigo un martillo llamado Mjollnir, que le daba poder. Un día, Thor se disfrazó de hombre joven y salió a capturar a la serpiente de mar que yacía enroscada en las profundidades del Océano Exterior. Thor se ofreció a ir a pescar la serpiente de mar con un gigante llamado Hymir. No sabiendo que Thor era un dios, Hymir aceptó. Como todos los gigantes, Hymir era perezoso y hacía que otros llevaran a cabo su trabajo. Le dijo a Thor que fuera a buscar carnada mientras él se mecía en el bote. Thor se fue y volvió al cabo de un rato con una cabeza de buey como carnada. Salieron en el bote con Thor a los remos. Thor remaba tan deprisa que en muy poco tiempo llegaron a la parte del mundo donde vivía la serpiente de mar. La serpiente de mar mordió el anzuelo en cuanto Thor lo echó al agua. Cuando la terrible cabeza de la serpiente de mar salió de entre las olas, Thor alzó su martillo para golpearla. Justo entonces, Hymir, aterrorizado ante los feos dientes de la serpiente, cortó el hilo. La serpiente volvió a caer al mar. Thor mató a Hymir por su insensatez. El bote se hundió y Thor nadó de vuelta hasta la orilla.
Las historias de Thor eran viejas hasta para el padre de Freydis. Erik decía que venían de un tiempo pasado, mucho antes de que los sacerdotes inventaran a Cristo, cuando la gente se respetaba entre sí por su astucia y su sentido común. Decía que los viejos dioses no eran muy distintos de los hombres. No ordenaban a la gente a amar a sus vecinos como a sí mismos. Sabían que un hombre no puede vivir sin tener enemigos aquí y allá. Los viejos dioses no decían que podían curar las enfermedades. A Erik le gustaba decir que a Thor le podía dar un dolor de barriga como a cualquiera. Su padre advirtió a Freydis sobre el rencor de los dioses. «Recuerda», decía, «tienes que tenerlos contentos con sacrificios y cosas así».
Freydis llevaba el nombre de la diosa Freya, la hija de Njord, Rey del Mar. Njord engendró a Freya y a su hermano en su hermana Nerthus. Fue la madre de Freydis, no su padre, la que le puso el nombre. Freydis pensaba que eso significaba que su madre debía tener alguna relación con el mar que procedía de algún otro tiempo, cuando los dioses y las diosas vivían con la gente corriente.
La madre de Freydis era Bribrau Reistsdottir. Cuando Reist Gunnarsson se trajo a su esposa y a su hija desde Islandia, Erik, el Rojo, que a menudo era generoso con aliados y amigos, le dio tierras en Dyrnes, a la entrada del fiordo de Erik, donde los pastos eran buenos y las focas acudían en gran número a las pequeñas islas rocosas que había junto a la costa. De otro modo, Reist se hubiera tenido que ir al norte, al asentamiento del Oeste, ya que las mejores tierras del asentamiento del Este ya estaba ocupadas. La riqueza de Reist era abundante. Tenía numerosas ovejas y cabras, así como vacas y esclavos, por no hablar de los bienes que había dejado en Islandia en manos de su hijo. Reist se construyó una magnífica casa en Dyrnes que dominaba el estrecho. Bribrau era su única hija. La gente solía hablar del aspecto de Bribrau, ya que era hermosísima, con ojos azul de mar y pelo como la avena. Decían que el granjero que se casara con ella tendría suerte, pues cuando se casara, Bribrau tendría una dote que incluiría un gran pastizal.
Poco después de su llegada a Dyrnes, Bribrau se casó con un joven cazador llamado Grettir Gormsson, al que había conocido en el barco durante el viaje desde Islandia. Al principio de su matrimonio, Grettir se ahogó junto a otros tres hombres en Northsetur, cuando las morsas a las que acosaban volcaron el bote. Poco después de la muerte de Grettir, Bribrau dio a luz una hija. La gente de Dyrnes que vio a la niña llamada Freydis no pudo evitar darse cuenta de que la niña no se parecía a Grettir, de pelo oscuro, sino que era la viva imagen de Erik, el Rojo, pues tenía un pelo que llameaba como el suyo. Aquella gente comentaba la rapidez que Erik encontraba excusas para visitar Dyrnes. Durante esas visitas, se le había visto a menudo con Bribrau, lo que les hacía preguntarse si la causa de esas visitas no sería la hija de Reist. Cuando nació Freydis, los cotilleos alrededor de los hogares de Dyrnes frecuentemente giraban alrededor de cómo la concepción de la niña coincidió con una de las visitas de Erik. Alguna gente recordaba que al principio de su matrimonio, cuando la niña debía haber sido concebida, Grettir había dejado a su mujer para irse a cazar mérgulos y otras aves marinas. Eso fue precisamente el mismo mes que Erik había visitado Dyrnes. Erik, el Rojo era considerado, pues, por casi todos, el padre de la niña de Bribrau. Nadie esperaba que Erik se divorciara de Thjodhild para casarse con la viuda de Grettir. Ni siquiera Erik, el Rojo iba a divorciarse de una mujer cuyos ancestros se remontaban a los reyes noruegos.
Al cabo de dos años de la muerte de Grettir, Bribrau se casó con Illugi Arnkelsson, cuya esposa había muerto el año anterior al dar a luz a un hijo llamado Bolli. La gente de Dyrnes se sintió encantada con esa boda, sobre todo las mujeres, pues Bribrau era la clase de mujer que las esposas prefieren ver casada para que sus maridos dejen de buscar maneras de ayudarla. Illugi era bien considerado y respetado. Aunque pobre, pues no tenía tierras ni ganado, era muy trabajador y utilizaría el prado de Bribrau como nunca lo había hecho Grettir.
Un día, después de que ambos llevaran tres años casados, el raedor de Illugi se le escapó cuando estaba limpiando pieles de oveja, y se cortó la mano. Illugi no era un hombre que se preocupara mucho, y después de vendarse el corte, siguió trabajando como antes. Bribrau tampoco se preocupó por la herida. No estaba acostumbrada a preocuparse por los problemas de los otros y además soportaba un embarazo difícil. Por entonces, Freydis tenía cinco inviernos; Bolli tenía cuatro. Aunque era más pequeño, Bolli era más alto y fuerte que Freydis. Se enfurecía a menudo y solía abusar de los demás. Bolli tenía ataques durante los cuales lo atacaban trolls y otros monstruos. Durante esas alucinaciones, los niños se reunían a su alrededor y se reían de él mientras golpeaba el aire vacío con los puños. Cuando las visiones desaparecían, Bolli se peleaba con cualquier niño que se burlara de él. A los cuatro años era tan grande que podía vencer a cualquier niño que le doblara la edad.
Como Bribrau era muy introvertida, Freydis podía correr por ahí con Bolli y tres hermanos de una granja vecina. Igual que ellos, montaba ponys, ponía trampas para las águilas y hacía rebotar piedras sobre el agua. A veces uno de los chicos, nunca Bolli, la tiraba de un pony o la empujaba a un arroyo. Una vez Reidar le ató las manos y los pies y le amarró el pelo a la tranca del establo de las vacas para que no pudiera seguir a sus hermanos y a él a las colinas, donde habían ido a cazar pájaros. Eso no ocurría a menudo. Los hermanos pronto aprendieron que Bolli hacía lo que fuera para vengar a Freydis y ninguno de ellos quería que lo mordieran en los brazos y las piernas hasta hacerlos sangrar.
Illugi Arnkelsson era un hombre sin suerte. No sólo su mujer había muerto dando a luz a un chiflado, sino que él acabó muriendo de una herida a la que otros habrían sobrevivido. Al principio la herida de cuchillo simplemente se hinchó y se puso brillante. El propio Illugi se aplicó trapos calientes para sacar el veneno. No había sanguijuelas en Groenlandia. En Petursvik había una curandera, pero era demasiado lejos para ver qué resultados podía conseguir hirviendo sus hierbas. La herida supuraba de mala manera y se volvió verde, así como el brazo. El cuerpo de Illugi tardó tres meses en pudrirse. Cuando murió, la casa de Bribrau estaba llena del hedor de su marido. La propia Bribrau parecía medio muerta. Estaba pálida y decaída, y se movía por la casa como si acabara de quedarse ciega, tropezando con taburetes y arcones. Ignoraba a Freydis y a Bolli. Si Halla Eldgrimsdottir no hubiera ido todos los días a la casa a llevar comida y ropa limpia, los niños hubieran tenido que arreglárselas totalmente por su cuenta. Halla era una de las arrendatarias de Reist, que vivía sola y tenía unas pocas vacas en una granja pequeña, no lejos de la casa de Bribrau. La madre de Bribrau, Vigdis, nunca se acercaba a la casa. Sufría de fuertes dolores de pecho que le impedían caminar. Pero a Freydis y a Bolli a menudo los mandaban a su casa. Allí fue donde comieron y durmieron mientras Illugi era lavado y enterrado. Más tarde volvieron a quedarse allí cuando nació la hermanastra de Freydis.
Freydis nunca vio a esta hermanastra. Cuando Halla, que había sido la comadrona de Bribrau en el parto de Freydis, vio que la madre no se interesaba por la niña, la abandonó. La niña era enfermiza y había niños más saludables en Dyrnes que necesitaban una nodriza. Cuando los vecinos oyeron que habían dejado al bebé al frío bajo un montón de piedras, más de uno dijo que era evidente que Illugi Arnkelsson le había traspasado su mala suerte a Bribrau, pues ella había nacido con más suerte que la mayoría, y al casarse con él, la había desperdiciado. Un hombre sabio llamado Hedin Throlofsson dijo que la mala suerte es una enfermedad que se extendía más rápidamente entre los que eran débiles de cuerpo y mente. Aconsejaba a la gente que buscara sólo la compañía de los que eran fuertes si querían conservar su suerte. Este mismo hombre aconsejó a otros que buscaran modos útiles de pasar el tiempo. Las noches de invierno eran tan largas y oscuras que la gente tenía que encontrar maneras de no desanimarse. Hedin decía que el tiempo parecía más largo a los que estaban ociosos.
Una mañana, después de que hubieran dejado al bebé fuera para que muriese, Bribrau se levantó de la plataforma para dormir donde había estado durante su encierro. Se puso las medias y la capa y dijo a Freydis y a Bolli que se vistieran. Bribrau no dejó que los niños bebieran el cuenco de leche agria que Halla les había traído el día anterior. Aunque no parecía haberse dado cuenta de cómo pasaban los días, Bribrau insistía ahora en que no quedaba tiempo. Tenía los ojos hundidos y febriles y se movía de manera brusca, a saltos. Dijo a Freydis y a Bolli que tenían que apresurarse antes de que Halla volviera. Bribrau cogió a los niños de la mano y los condujo fuera. En la semioscuridad, Freydis distinguió la silueta de los islotes rocosos y la blanca extensión de hielo. Su madre tiró de ella hacia el hielo. Para ser una mujer que había estado yaciendo tanto tiempo en la cama, su madre mostraba una fuerza sorprendente cuando Freydis tiraba hacia atrás. Bribrau llevó a los niños a la costa helada y los empujó hacia el hielo. Bolli hizo lo que le mandaban, pero Freydis se negó. Le daba miedo su madre. Se soltó de su mano, corrió un trecho alejándose de la costa y finalmente se detuvo a mirar atrás por si su madre pudiera seguirla y arrastrarla consigo. Pero lo que Bribrau tenía en la cabeza era su propio destino y no el de Freydis. Bribrau se detuvo, se recogió la capa y siguió andando sin soltar a Bolli. No habían llegado muy lejos cuando Bolli se soltó y corrió hacia la costa, junto a Freydis. Esa vez Bribrau no se detuvo ni se ajustó la capa, sino que siguió andando hacia delante sin echar ni un momento la vista atrás. Siguió andando y andando. Mientras caminaba, la media luz se fue aclarando, de modo que los niños pudieron ver la silueta de su capa contra el hielo. Mientras miraban, el mar lejano empezó a convertirse poco a poco en una banda de sólida grisura. Freydis no apartó los ojos ni un momento de su madre. No advirtió lo fríos que tenía los pies y las manos. Quizá fuera la curiosidad la que la hacía mirar: quería saber qué ocurriría a continuación, hasta dónde iría su madre.
Quizá temía que si apartaba los ojos de su madre, su madre desaparecería. ¿Parpadeó Freydis? ¿Se frotó los ojos? Algo ocurrió, pues durante largo tiempo su madre estuvo allí, y de repente desapareció. Finalmente alguien encontró a los niños allí de pie juntos, tan inmóviles como piedras. No fue Halla, no fue la amable mujer que les había llevado comida cada día desde que su madre estaba enferma. Otra persona. Debió haber sido uno de los esclavos, que se los llevó dentro e hizo fuego.
* * *
Freydis a menudo pensaba en aquella mañana. A veces era un sueño recurrente: se estaba ahogando en el mar helado y no había nadie cerca que la pudiera ayudar. Más a menudo eran las advertencias que hacía a sus hijos de que no jugaran demasiado cerca del agua, y las regañinas cuando lo hacían. Eran las historias que decidía contar a sus hijos aunque ninguna de ellas hablaba de su madre. Freydis se decía a sí misma que su madre ya no existía, y sin embargo seguía pensando que su madre estaba perdida entre las estrellas o debajo del mar.
A pesar de que el mar se había tragado a su madre, ahora que Freydis estaba en él, no tenía miedo. De hecho estaba tan relajada que podía haber sido la muñeca de trapo de Signy yaciendo en un blando hueco, con balas de lana a cada lado. Una parte de la relajación era producto de un cansancio que aparecía tras varios meses de duro trabajo preparando el viaje. Toda la lana que había hilado, las provisiones que había reunido, las ropas que había hecho. Y la otra, el saber que, por primera vez en ocho años de matrimonio, tenía poco que hacer hasta que llegaran a Leifsbudir. Las raciones de comida habían sido cuidadosamente divididas en porciones y metidas en bolsas. Es cierto que había que ordeñar a vacas y ovejas, pero Groa se ocuparía de ello. Freydis supuso que podía hilar. Las balas de lana fueron cardadas e hiladas excepto una. No importaba mucho que hilara o no la última bala. De hecho, no importaba que no hiciera absolutamente nada a bordo de aquel barco.
Mientras estuviera en el agua, el destino de Freydis estaba en manos de Evyind mientras que el de él, a su vez, estaba en las de los Tres Nornas. Todos los groenlandeses estaban en manos de tres mujeres que se encontraban sentadas bajo el Árbol del Mundo tejiendo el destino de los demás. No se podía sobornar ni intimidar a las hermanas. Lo único que se podía hacer era quedarse quieto y dejarlas actuar. Freydis se preguntaba cómo afectaría a las manos de las Hermanas el hecho de que éstas tejieran tanto, si serían ásperas o suaves. En la tenue luz del hueco, podía ver la piel de sus propios dedos endurecida por el hilado de la basta lana. La lana exterior de las ovejas groenlandesas era fuerte y gruesa, lo que la hacía duradera y lo bastante fuerte para las velas de los barcos, pero no era muy agradable hilarla o tejerla. Después de que Thorvard y ella consiguieran un barco propio, Freydis pensaba comprar hilos de seda y lino en Noruega. Compraría lana suave y haría el tipo de ropa que llevaba la gente de alta cuna, camisas y túnicas tan finamente tejidas que no podía verse la trama ni la urdimbre. No hay duda de que las Nornas mantendrían los dedos suaves usando la lana más fina. O quizá no. Quizá usaran lana buena sólo para tejer el destino de los poderosos, y lana basta para tejer el destino de los pobres.
La vela se hinchó, tiró del aparejo. El mástil crujió. Las piedras de lastre se movieron. El agua silbaba contra la quilla. El mar manejaba el barco con firmeza pero con suavidad. La tripulación dormía. También lo hizo Freydis.
Durante los tres días siguientes, el barco siguió la corriente. Hacia el norte a lo largo de la costa, junto a icebergs y ensenadas, disfrutando todo el tiempo de buen tiempo y cielos claros y luminosos. Pasaron junto a islotes rocosos cuyos acantilados estaban blancos del guano de las gaviotas y los araos. De vez en cuando, veían grandes mérgulos. Los mérgulos eran comestibles, pero los groenlandeses no perdían el tiempo cazando aves marinas cuando tenían gran cantidad de provisiones a bordo.
Por entonces ya se habían establecido los rituales de los viajes por mar. Cada mañana los esclavos que dormían en la bodega junto a los animales paleaban el estiércol por encima de la borda y vaciaban los cubos de excrementos. A los animales se les daba un poco de heno. Groa abandonó el lugar donde dormía junto a Freydis y ordeñó la vaca y las cabras. Llevó un cuenco de leche a Freydis y a Evyind, a Thorvard, a Ivar, a Uni y al herrero Nagli. La leche que quedaba la recogía cualquier granjero que estuviera por allí. La tripulación trabajaba lentamente. Gran parte de la mañana la ocuparon despertándose, usando los cubos de excrementos y recogiendo agua del barril con tazas. Aunque cada hombre tenía su propia cuchara y su propia taza, las cucharas se usaban poco porque las raciones, servidas después de que todos se hubieran despertado y de nuevo a última hora de la tarde, eran pequeñas porciones de pescado o carne seca con un poco de queso. Después de que se comieran las primeras raciones, los hombres se ocuparon de diversas maneras. Algunos jugaban en tableros. Otros tallaban cuencos y tazas en piedra de jabín que se habían traído, o hacían calendarios de palos, trozos desiguales de madera tallados para marcar cada día que pasaba. Sólo Lopt, uno de los polizones, sabía echar las runas. Se negaba a explicar los signos que tallaba en la madera. Decía que divulgar su significado los volvería inútiles. Recordaba a los demás que los signos mágicos —las runas lo eran— perdían el poder si se explicaban.
Después de que hubieran comido, Groa peinó y trenzó el cabello de Freydis. La vieja esclava trabajaba lentamente, con los dedos torcidos y torpes tras años de dolores articulares. El pelo de Freydis era abundante e indomable. Cada vez que Groa tiraba fuerte para quitar un nudo, Freydis le quitaba el peine y seguía ella. Groa le trajo un cuenco de agua fresca y un trapo para que pudiera lavarse en privado. Cuando acababan, Freydis se daba una vuelta por el barco para ver a diversos miembros de la tripulación. Normalmente se sentaba con Bolli, su hermanastro, aunque después de vivir alejados durante tantos años, tenían poco que decirse y como siempre Bolli tenía poca conversación. Tenía tendencia a estar deprimido a menos que Freydis estuviera cerca. Freydis se había preocupado por alimentar el afecto que le tenía Bolli. Nunca le había tenido miedo, aunque él abusara de otros. Había visto la indefensión de su cuerpo, el terror en sus ojos cuando tenía un ataque. Ni una vez se había burlado de él por su afección. Bolli se lo tomaba como aprecio, cosa que seguramente era.
Freydis se guardó de mostrar demasiada familiaridad con la tripulación. Thorvard no tanto. Era muy conocido entre los cazadores de a bordo y lo consideraban como a uno de ellos. Pero Freydis era una mujer y su líder, y pensaba que debía mantenerse aparte, aunque no tan aparte como para no poder observar lo que estaba pasando. Cuando llevaba un tiempo sentada junto a Bolli, Thorvard, Evyind y uno o dos más, solía volver a la comodidad de su hueco y dormía.
El tercer día del viaje, avistaron Bjarney. La isla, que tenía enormes acantilados negros que se alzaban sobre una playa, era donde empezaba el terreno de caza de Northsetur. Los groenlandeses no intentaron cazar, sino que anclaron el tiempo suficiente para hacerse con agua fresca. Después volvieron hacia el oeste. A partir de ese momento no habría costa ni señales por las que guiarse. Durante los dos días siguientes, viajarían por un océano vacío, vacío excepto de hielo. Antes de que la tierra desapareciera, vieron ballenas, focas y una vez un oso blanco sobre una placa de hielo.
Después de medio día navegando, la oscura punta de Bjarney desapareció. No había focas. Ni siquiera una ballena a la vista. Pasaron junto a varios icebergs, pero los esquivaron fácilmente. La tarea de Ivar consistía principalmente en vigilar los icebergs. Cuando Ivar descansaba, Uni ocupaba su puesto. Esos hombres también manejaban el remo timón cuando Evyind dormía.
Aunque el tiempo seguía claro, el agua se puso más revuelta. Los groenlandeses empezaron a sentir que el agua se ponía en su contra. A medida que las olas crecían, muchos de los miembros de la tripulación empezaron a vomitar sus raciones en los cubos. Freydis no; por consejo de Evyind había colocado su cama donde menos se movía el barco. Treinta años antes, cuando el barco se había construido en Noruega, las cartelas del Vinlandia se habían atado a las cuadernas en lugar de remacharlas usando cabo de morsa, muchas veces sustituido desde entonces. Esto hacía que el barco fuera más dócil y permitía que se estableciera una amistad entre el agua y la madera.
Esa amistad dependía del viento. Si quería, el viento podía ser generoso y colaborador, sujetando la vela con un firme abrazo, guiando al barco a través del mar, como lo estaba haciendo en ese momento. Pero de igual modo el viento podía ser rencoroso y cambiar bruscamente, dejando caer la vela, abandonado el barco en el aire inútil. O en un ataque de locura, el viento podía entrar de pronto desde el Noreste, trayendo consigo un frío espantoso, escupiendo nieve y hielo, haciendo surgir olas como montañas.
A veces el propio dios Njord era el viento. Era difícil decir cuándo estaba dentro del viento o cuándo lo había abandonado a sí mismo. Njord iba y venía y no se podía confiar en que se quedara en un sitio. A veces, cuando abandonaba el viento, entraba en el mar y se convertía en él también. Freydis recordaba que su padre decía que Njord no era fiable porque había sido rechazado por demasiadas mujeres. A menudo las mujeres lo dejaban por dioses más guapos. Aunque feo, Njord tenía hermosos pies por haberlos sumergido durante mucho tiempo en el agua del mar. Cuando una exquisita doncella llamada Skadi estaba decidiéndose por cuál de los dioses se convertiría en su marido, escogió a Njord por sus pies, que fueron las únicas partes de su cuerpo que le permitieron ver. Cuando vio el feo rostro de Njord después de su boda, se quedó amargamente decepcionada. Según el padre de Freydis, fue su infeliz unión la que provocó que Njord vagara sin descanso entre el agua y el viento.
Esta vez Freydis pensó que Njord podía no estar siguiendo al Vinlandia, sino mostrando su mal genio en otra parte del mundo. Esto explicaría los vientos favorables de los que estaba disfrutando. Después de dos días de cruzar el océano vacío, los groenlandeses avistaron la tierra de piedra llana que Leif llamaba Hellulandia. Reconocieron esta tierra no por lo llana que era, casi como el agua, sino por las montañas heladas que había en el interior. La visión de las montañas tranquilizó a los groenlandeses: una vez más volvían a tener señales por las que guiarse, lo que les daba una idea de dónde estaban con relación al lugar al que se dirigían. Había un mapa trazado con las palabras de Leif Eriksson que cada viajero llevaba dentro de su cabeza. Lo que no sabían era dónde los colocaba este mapa en relación con el resto del mundo. Sabían sólo que Hellulandia estaba al norte de Marklandia, que estaba al norte de Vinlandia. Leif decía que la parte sur de Marklandia estaba a poca distancia de Leifsbudir y estaba cubierta de una espesa capa de abetos y pinos. Para la mayoría de la tripulación, el mundo era Groenlandia, cada prado un país vallado de piedra. En cualquier caso sus mapas eran más sentidos que vistos, la tierra que Leif llamaba Hellulandia estaba agazapada como una bestia sin domar en la periferia de su visión. Habían pasado siete días desde que habían salido del fiordo de Einard. Se suponía que la parte más peligrosa del viaje ya había pasado. Por esta razón, Evyind accedió a anclar en Hellulandia a pasar la noche de modo que la tripulación pudiera pasar el día en tierra y pudieran subir agua fresca a bordo.
En Hellulandia el barco fue atrapado por una corriente y llevado hacia el sur. De nuevo la tierra estaba a estribor. Con el sol tan alto y el cielo tan claro, Evyind dijo que no podían esperar mejor tiempo para navegar. Mientras se dirigían al sur, las tardes se oscurecieron hasta tal punto que el día se dividía de manera más clara de la noche. Los groenlandeses disfrutaron del cambio, pues significaba que podían ver la luna y las estrellas. El buen tiempo continuó durante cuatro días más.
Al final de duodécimo día, el viento roló a Noreste. El cielo se volvió tan oscuro como la noche. Gruesas nubes ocultaron el sol. Evyind observó el cambio de tiempo con su tranquilidad habitual, diciendo que los viajeros debían aceptar el mal tiempo y superarlo hasta que los vientos se volvieran de nuevo a su favor. El viento empujó al barco hacia alta mar, y los groenlandeses perdieron de vista la tierra. Las olas se volvieron tan grandes que lo único que podía ver Freydis era el fondo de la onda en que estaban y la mitad de aquella en la que se subían. Los groenlandeses perdieron todo sentido del tiempo, o por así decirlo, de la luz. Tampoco podían navegar. La piedra de sol que Leif le había dado a Evyind no servía de nada y no había luna ni estrellas. Evyind ordenó a los hombres que permanecieran en sus lugares para que el barco tuviera un peso bien repartido. La inactividad recordaba a los groenlandeses lo indefensos que estaban para cambiar su destino.
Las olas aumentaron hasta que se alzaron sobre el barco como los páramos de Groenlandia. Las cumbres eran tan altas y los valles tan profundos que el Vinlandia ya no podía ceñirse al agua; el barco vacilaba sobre las cumbres, gruñendo como si fuera a partirse en dos. Ahora incluso los que estaban en medio del barco se ponían malos. Cada vez que el viejo barco se balanceaba en lo alto de una ola, la náusea acudía a la garganta de Freydis y luego caía lentamente a su estómago cuando el barco descendía en un valle. Freydis dejó de comer, ya que nada de lo que comía se le quedaba dentro. Como los demás, había dejado de usar los cubos, que el movimiento del barco había volcado. La ropa de Freydis apestaba a vómito y orina. El barco entero olía horriblemente, con olores que procedían de la bodega, donde un lodazal de orina y estiércol de animales se arremolinaba alrededor de las piernas. Se descuidó a los animales, ya que los esclavos que los atendían estaban tirados contra las balas y paquetes que se desplazaban por cubierta. El lodazal era en parte agua de mar que se había colado entre las tablas. El barco de Leif estaba tan bien calafateado que durante el buen tiempo no hacía falta que se achicara el agua. Ahora que el barco caía en los valles, las crestas de las olas se rizaban sobre el arco tan a menudo que Evyind ordenó a los esclavos y a todos los achicadores que cabían en la bodega que se pusieran a trabajar con cubos y tazas.
Freydis salió a duras penas del hueco donde se había pasado la mayor parte del viaje. No había nada cerca a lo que agarrarse excepto bultos y balas que se movían de un lado para otro. Freydis reptó hacia las tracas de estribor, alzó las manos y se agarró al aparejo. Una ola enorme rompió sobre cubierta. El cabo que sujetaba los barriles de agua estalló. Uno de los barriles rodó sobre cubierta, el otro pasó junto a Freydis y cayó a la bodega, golpeando a los achicadores y rompiendo las jaulas. Los cabos que sujetaban a los animales se enredaron y cruzaron de modo que los animales cayeron unos sobre otros en confuso montón. Dos cabras escaparon y una de ellas saltó al hueco donde había estado acomodada Freydis.
Evyind ordenó que se aferrara la vela. Recogerla fue difícil, pues los hombres tenían que trabajar alrededor de jaulas rotas y animales sueltos. Después de que arriaran la vela, algunos de los hombres se ataron al mástil. Freydis quería alcanzar el mástil, pero cada vez que intentaba acercarse por la cubierta deslizante, otra ola golpeaba el barco y la tiraba de espaldas. Vio que Thorvard venía hacia ella a cuatro patas, con un cabo entre los dientes. Cuando alcanzó a Freydis, le gritó que se agarrara al aparejo hasta que consiguiera atarle el cabo a la cintura. Le dijo que se quedara donde estaba hasta que hubiera atado el otro extremo al mástil. Cuando hubo hecho esto, tiró de Freydis hacia el mástil y la amarró junto a la vaca. Después se ató al mástil él mismo. Un poco más tarde Freydis vio una ola gigantesca pasando sobre el hueco donde dormía y llevándose a la cabra. La ola siguiente barrió a Lopt de la cubierta.
La tormenta continuó incansable durante días. Nadie sabía cuántos. Podían haber sido cuatro, cinco y hasta siete. No había sol. Grises nubes se oscurecían hasta llegar a una negrura que podía haber sido noche, y después se volvían grises de nuevo. Freydis estaba sentada contra el mástil, con el cuerpo rígido de terror, mojada y fría. La ropa se le pegaba como la piel de un pez; le colgaba el pelo en mechones como cuerdas mojadas. No tenía recuerdos ni pensamientos. El miedo los había eliminado. De vez en cuando una de las caras de sus hijos flotaba ante ella. Empezó a hablar con sus hijos, instándolos a permanecer juntos y a defender lo que era suyo, a no ceder ante los hijos de Inga en caso de disputa. Les decía que ayudaran a Halla e hicieran lo que ella decía. Les aseguraba que Leif Eriksson los ayudaría con cualquier dificultad que pudieran tener. Cuando hizo esto, Freydis sintió un estremecimiento peculiar, una salvaje temeridad que surgía del hecho de saber que paseaba por el filo entre la vida y la muerte. Oía voces a su alrededor que rezaban a Thor. Algunos le suplicaban que rechazara a Hafgeringar, aquel poderoso señor de las olas, otros le rogaban que los salvase de ser tragados por Ginnungagap, el agujero de negrura que estaba en el fondo del Gran Abismo donde el mundo caía hacia la nada. Ignoraba las voces que rogaban a Cristo perdón y salvación. Escuchó una voz que gritaba a Thor, alzándose por encima de las demás.
—¿Qué clase de dios eres, que nos abandonas a una tormenta?
La voz llenaba sus oídos de tal modo que parecía ser parte del viento. Seguramente era la voz de Njord, que la disfrazaba para que pareciera la de una mujer.
—¿Quieres que Hmyir y los suyos nos coman? ¿Tú mismo te has convertido en un comedor de cadáveres? Si no nos ayudas, no eres merecedor de tu nombre ni de las historias que se cuentan sobre ti.
Freydis oyó a alguien que estaba cerca de ella confesarse al llamado Cristo.
—Tomé a la mujer de mi hermano. Destrocé la reputación de mi hermano. Perdóname, oh, Señor.
Freydis pensó que aquella era la voz de un loco, aunque de quién, no lo sabía; la voz llegaba desde un montón de cuerpos que apenas podía ver en la semioscuridad. ¿Cómo podía nadie respetar a un dios que tenía que ser engatusado y convencido constantemente? Ella prefería a los dioses que se acosaban mutuamente, como Njord acosaba a Thor en ese momento.
La voz de Njord le llegó de nuevo chillándole a Thor:
—¿Quién quieres que gane? ¿Tú o Cristo?
—¡Deja de gritar! —le gritó Thorvard—. Tus gritos no pueden salvarnos.
Hubo un retumbar de truenos tras las nubes negras. Thor estaba respondiendo a Njord. Freydis empezó a reír con risa estridente y enloquecida. Qué imprudente era su marido: haber confundido su voz con la de un dios. ¿Acaso no sabía que lo que oía era a Njord desafiando a Thor? Quizá ella estuviera oyendo la voz de Njord tan claramente porque habían sido expulsados del mundo a un lugar donde los dioses usaban las mismas palabras que la gente corriente.
El viento se calmó finalmente y la tormenta se desplazó. Parecía que hasta los dioses se habían cansado de que los intimidaran y ahora deseaban tranquilidad. Los groenlandeses se desataron del mástil y del aparejo y empezaron a reorganizar el buque. Los barriles vacíos se pusieron de pie y se ataron. Las jaulas de los animales fueron reparadas y lo peor del lodazal, baldeado.
—Tenemos suerte de no haber perdido más que a un hombre y una cabra —dijo Thorvard.
—Le sirvieron de mucho las runas a Lopt —dijo Freydis—. Tuvimos suerte de que se guardara su significado para él solo.
El mar se volvió cambiante, igual que alguien que ha sido gravemente molestado y camina de un lado a otro hasta que consigue calmarse. Las olas seguían siendo grandes, pero poco a poco fueron cediendo por la falta de viento.
Ulfar no sabía si aquél era el décimoséptimo o el vigésimo día de viaje, ya que había abandonado todo intento por marcar los días en la tabla con su cuchillo. Lo único que podía decirse era que se había despertado una mañana para descubrir que el barco iba a la deriva junto a un iceberg en parte oscurecido por la niebla. La niebla era tan espesa y el aire tan frío que Ulfar se envolvió en su capa forrada de piel para resguardarse de la humedad que amenazaba con llegarle a las articulaciones. La capa se la había regalado la mujer de Leif, Jorunn. Había pertenecido a un esclavo irlandés que había muerto el año anterior de una enfermedad misteriosa. Aunque Jorunn le había asegurado a Ulfar que habían limpiado y aireado la capa, evitaba ponérsela por si se contagiaba de la misma enfermedad. Durante la tormenta, había tenido tanto frío que había usado la capa. Por entonces pensaba ya que importaba poco si enfermaba, ya que lo más probable era que se hundiera con el barco. Ulfar se había visto inmerso en la niebla muchas veces en el Mar del Norte. Jarek y sus hombres solían aprovechar las brumas para ocultarse cuando se acercaban a las gentes a las que pretendían robar. Como el peligro se ocultaba fácilmente entre sus pliegues, Ulfar había llegado a pensar en la niebla como en un manto de hombre. Pero aquellas incursiones se habían hecho en las brumosas islas Hébridas cuyas aguas, aunque peligrosas por sus rocas ocultas y sus vientos contrarios, estaban libres de icebergs.
Evyind les dijo a todos los que estaban a bordo del Vinlandia y que quisieron escuchar que el hielo era una señal segura de que la tierra estaba por delante de ellos. Dijo que los témpanos que pasaban no eran peligrosos mientras el mar permaneciera en calma. Sin duda, la mayor parte del hielo que pasaba junto a ellos no era más que pequeños pedazos. Pero Evyind no tenía toda la razón acerca del hielo, pues de la niebla salió un iceberg que era más grande que el barco. Esto asustó a los groenlandeses. No recordaban si Leif les había advertido que había encontrado hielo cuando se acercaba a Leifsbudir. Cuando apareció el iceberg gigante, un cazador llamado Flosi opinó que la tormenta debía haber llevado al barco hacia el norte en lugar de hacia el sur, pues parecía que el Vinlandia había entrado en un mar de terribles brumas y hielos. Lodholt se preguntó si quizá la tormenta no habría llevado el barco de vuelta a aguas groenlandesas. Si ésa era la situación, dijo Lodholt, entonces deberían pensar en volver a sus casas antes de que empeorara su suerte.
Flosi se preguntó en voz alta si Evyind sabía lo que hacía, y criticó a Freydis por no haberles encontrado un piloto mejor. Dijo que si Evyind hubiera izado la vela y navegado por delante de la tormenta, podrían haberse ahorrado el miedo y las desgracias que acababan de pasar. Por suerte esos últimos comentarios no llegaron a oídos del piloto, pero de todos modos su paciencia se estaba agotando. Evyind le dijo a Flosi y a Lodholt que sus comentarios insensatos sobre el hielo sólo demostraban hasta dónde llegaba su ignorancia. Cualquiera que navegase por aguas norteñas sabía que la cantidad de hielo variaba de año en año: no era raro ver esa clase de hielo en verano. Un piloto como él, que había navegado por el Mar de Groenlandia, podía guiar sin duda el barco a salvo por aquellas aguas. Más que una señal de peligro, el iceberg era señal segura de que la tierra estaba cerca. ¿No se había dado cuenta Lodholt de que el iceberg estaba encallado, lo que significaba que había tierra por allí? Evyind siguió diciendo que si Lodholt quería llegar a salvo a la orilla, debería ayudar en el achique, pues había más agua en la bodega de la que le gustaría. Mejor aún, dijo Evyind, deberían quedarse en las jaulas con los animales, pues para él estaba claro que Flosi y Lodholt eran tan burros como las ovejas.
Al anochecer la niebla se levantó lo suficiente como para que los groenlandeses vieran el cielo por primera vez en muchos días. Nunca las nubes y las estrellas habían sido tan bienvenidas. Tan extraña era la noche que mientras estaba claro en lo alto, el barco estaba rodeado por una bruma tan espesa que descansaba sobre el agua como un anillo de lana. No había viento. Evyind no tenía más posibilidades que dejar que el barco siguiera la corriente, ya que era inútil remar a menos que los hombres pudieran ver hacia dónde iban. A Ulfar le pareció consolador ir a la deriva por aguas tranquilas bajo la luz de la luna. Sin duda tras los terrores que habían pasado, él y los demás, no esperaba que ocurriera lo peor. Ni él ni ningún otro.
Los groenlandeses dormían; hasta el piloto se adormiló. En el momento de la colisión, Ulfar abrió los párpados y vio que Evyind se caía de su banco. Algunos hombres despertaron chillando y gritando. Hubo un segundo envite y luego un sonoro gruñido cuando el barco dio contra un iceberg y se ladeó hacia estribor. El segundo golpe, que fue mucho más fuerte que el primero, desplazó a los hombres de sus sitios. Ulfar cayó encima de Lodholt. Lodholt se agarró a él con tal fuerza que Ulfar necesitó de todo su empeño para deshacerse de él. Ulfar no sabía qué hacer a continuación. Barriles y arcones se habían deslizado hacia el aparejo. Las jaulas se volvieron a romper y los animales balaban y se pisoteaban unos a otros.
La luz de la luna era lo bastante brillante como para que el piloto viera lo que había ocurrido. Estaban encallados en una repisa de hielo y, a menos que pudieran liberar el barco, el iceberg desgarraría el fondo del barco bajo sus pies. Evyind ordenó a los hombres que cogieran los remos. Ulfar cogió sin perder tiempo el remo que había caído delante de él y lo llevó a popa. Mientras esperaba las instrucciones de Evyind, Bolli Illugisson le arrancó el remo de las manos. Bolli lo empujó después a un lado con tanta fuerza que Ulfar cayó en lo que quedaba de la jaula de los cerdos. Cuando salió del lodazal, Ulfar se sujetó al mástil y vio cómo Evyind daba instrucciones a los hombres que habían encontrado los remos, doce en total. Había catorce remos a bordo; Ulfar miró a su alrededor para ver dónde podían estar los otros dos. Más tarde se descubrió que habían caído por la borda junto a un barril de agua. Evyind ordenó a los doce hombres que apoyaran los remos contra el iceberg y empujaran lentamente para liberar el barco. Evyind les advirtió que lo hicieran con suavidad, pues el iceberg estaba asentado en tierra, lo que iba a su favor. Incluso así, si lo desequilibraban, podían hacer que rodase de repente, haciendo que el barco se sumergiera debajo. Los hombres colocaron los remos con cuidado exactamente donde les había dicho Evyind. Después de varios intentos, los esfuerzos de la tripulación se vieron recompensados. Mientras los hombres empujaban los remos contra el hielo, la proa se fue soltando lentamente hacia arriba hasta que pareció colgar sin apoyo. Durante un momento pareció que el barco podía volcar, pues la cubierta estaba ladeada de manera más peligrosa que antes. Evyind ordenó otra colocación de los remos. Cuando empezaron a empujar, hubo un estremecimiento y el sonido de la madera astillándose cuando el barco se soltó del plano de hielo. En cuanto el Vinlandia estuvo derecho, los hombres colocaron los remos y remaron incansables contra la corriente para deshacerse del hielo.
Mientras los remeros hacían avanzar el barco, Ivar y Uni revisaron los daños. Los hombres apartaron las balas y levantaron el tablazón. Tres tracas de proa estaban sueltas y muy astilladas. El hielo había entrado por una de las tracas. La luz de la luna era tan brillante que Ivar y Uni podían ver el agua entrando por el agujero y por varias grietas. Uni cortó un trozo de velamen embreado y se lo tendió a Ivar, que lo enrolló formando un tapón y lo introdujo en el agujero. Eso solucionó el problema en parte, pero todos los que estaban a bordo eran conscientes de que tendrían que achicar a fondo durante todo el viaje, ya que el agua llegaba ya a la altura de los tobillos. Incluso achicando, los groenlandeses tendrían suerte si evitaban que el agua les llegara a las rodillas. Evyind instó a todos los que se encontraban a bordo a que achicaran con cualquier recipiente que pudieran encontrar. Los groenlandeses no necesitaban que los apremiaran. Ninguno quería llegar al punto en que ahogarse o no dependiera sólo de unos pocos cubos de agua. Ulfar usó un cubo para leche y se puso a trabajar junto a Oddi el Canalla, que usaba uno de los cubos para excrementos. Los demás achicadores usaron diversos cubos y tazas y trabajaban como si sus vidas dependieran del agua que sacaban del barco, cosa que era así. Pero el aire no se movía y la vela permanecía arrizada. Cada hombre hizo turnos con el remo, no una, sino muchas veces.
Ulfar prestó escasa atención a la niebla que desaparecía y a la luna y las estrellas que se desvanecían. Cuando el amanecer iluminó el cielo, estaba frenético de tanto trabajar. Aunque le dolían los brazos y la espalda, se sentía ligero y alegre. Pensó en los monjes que un día se habían abierto camino por los mares remando y achicando. Sólo con un currach de ramas y pieles, santa Columba y san Brendan se lanzaron a sus viajes convencidos de que Cristo los guiaría. Ulfar pensó que quizá el Dios de los Cielos había mandado las tormentas para probar su fe, y al ver que desfallecía, le había enviado la niebla y el hielo. Tal era su júbilo que Ulfar pensó que una serpiente podía surgir de los fondos marinos y tragarse el barco, que su fe inquebrantable en Dios Todopoderoso no vacilaría. Imaginó que viajaba, no con granjeros paganos, sino con los pocos escogidos de Dios en busca de las islas de los bienaventurados.
A Ulfar le parecía que en el momento en que había reafirmado su fe, el Señor había respondido enviando dorados rayos de sol, pues mientras los groenlandeses achicaban febrilmente con cubos y tazas, el agua que había a su alrededor empezaba a brillar con luz gloriosa. Ahora podían ver claramente en todas direcciones. Poco después de que apareciera el sol, Thrand arrojó su taza y gritó: «¡Tierra!». Todos miraron a la vez y vieron un gran cabo que se alzaba delante de ellos surgiendo del mar.
Empezaron a ver aves marinas revoloteando sobre el agua. Evyind ordenó que se cambiaran los remeros, Ulfar entre ellos. Cuando se sentaron en sus lugares sobre los cajones, Evyind comentó que, a menos que se equivocara, lo que los groenlandeses veían a lo lejos era una gran isla que estaba al este de Leifsbudir. Si era así, las casas de Leif estaban al otro lado. Continuó diciendo que si así era, habría lugares en las islas, así como en diversos islotes, donde podrían desembarcar. Pero opinaba que deberían continuar hasta Leifsbudir, pues una vez la tripulación bajara a tierra, pasarían varios días antes de que quisieran continuar. Freydis estuvo de acuerdo con Evyind.
—Si estamos cerca de Leifsbudir, es mucho mejor continuar en vez de tomarnos un descanso —dijo—. Espero que los islandeses estén ya allí. Sin duda su timonel noruego podrá reparar nuestro barco. Si no, quizá Ulfar pueda hacer el trabajo.
A última hora de la mañana, los groenlandeses avanzaban hacia el oeste a través de un estrecho paso en el extremo sur de la isla. La tierra que había a ambos lados era sobre todo colinas verdes y afloramientos de roca. Inclinado sobre su remo, Ulfar no podía ver la tierra. Finalmente Evyind ordenó a Falgeir que lo sustituyera y Ulfar se puso de pie y miró.
A lo largo de la costa vio varias calas y ensenadas con pastos en medio. En algunas de aquellas calas había grandes icebergs. Como en Groenlandia, aquellos icebergs brillaban con una paz y una belleza tales que no se podía sospechar el peligro que escondían. El paso se ensanchó y Ulfar vio varias islas pequeñas delante, una de ellas mucho más alta que las demás. El paso acababa en una ancha bahía. Al entrar en aquella bahía, los groenlandeses llegaron a dos grandes cabos que sobresalían hacia el mar. La costa entre los cabos se abría ofreciendo una panorámica del país. Había varias montañas bajas en tierra, pero estaban tan apartadas que parecían como ballenas gigantes que habían encallado allí y se habían vuelto de piedra. La mayor parte de la tierra era baja, tan baja que parecía una con el mar.
Después de que el barco rodeara el segundo cabo, Evyind anunció que habían llegado a su destino, pues delante de ellos, más allá de una isla verde y llana, en un largo escollo que señalaba hacia el mar estaban los dos mojones de piedra que había erigido Leif Eriksson. Una vez pasaran una punta de tierra, dijo Evyind, verían claramente Leifsbudir. Más o menos en ese momento Teit trepó al mástil y gritó que podía ver casas y un arroyo que corría a través de un prado desde un lago que brillaba a lo lejos. El barco de los islandeses, dijo, estaba amarrado en la costa.
Cuando los groenlandeses rodearon la punta rocosa, dejaron de achicar. No tenían que ir muy lejos y había llegado a una cala de aguas poco profundas. La cala era tan baja que si no hubiera habido marea alta, el barco podía haber encallado antes de anclar. Cuando miraron hacia la costa, los groenlandeses vieron una terraza verde que se alzaba sobre una estrecha tira de playa gris. Leifsbudir: un ancho prado barrido por el viento que se extendía hacia el interior, hacia un bosque de abetos. Una playita que se arrodillaba humilde, penitente, con la cabeza inclinada hacia el poder del mar. La tierra, demasiado desolada a la vista para ser habitada por seres humanos, era llana y estaba desnuda de vegetación, excepto unas cuantas hierbas y arbustos enanos doblados en dos por el viento.
Algunos de los hombres que iban a bordo recordaban haber visto a Leif Eriksson volviendo a Brattahlid desde ese lado del agua, con su barco cargado de madera y vino. Los hombres, que tendrían por entonces ocho o nueve años, recordaban a sus padres borrachos de vino. Había habido muchas discusiones sobre si la bebida estaba hecha de arándanos, como muchos pretendían, o de uvas. Un viejo sajón canoso llamado Tyrkir, que había ido en la expedición con Leif, insistía en que la bebida era vino y pasó su cuerno a los chicos para que lo probaran. Los hombres recordaban los festines y la alegría que había acompañado a la bebida, así como los resultados. Durante días las vacas se dejaron de ordeñar, los campos de abonar, los niños quedaron abandonados, mientras sus padres yacían con la cabeza demasiado pesada y las rodillas demasiado flojas para trabajar. El vino puso de mal humor a algunos. Se desataron las disputas y más de una nariz sangró antes de que se acabara la bebida. Fue durante esas orgías cuando empezó a usarse la palabra «Vinlandia». Si Leif usó esa palabra en broma, porque la bebida era amarga, o si escogió el nombre por las uvas, nadie lo sabía. Como Freydis, habían oído las discusiones sobre Vinlandia y Leifsbudir. Ahora ninguna de aquellas discusiones importaba. Lo que importaba era que se estaban acercando a tierra firme. Después de haber sido maltratados por la tormenta y el hielo, los groenlandeses se sentían agradecidos por no haber caído en el Gran Abismo o haber sido chupados hacia el Reino del Infierno. Lo que era más importante que los nombres era que la nueva tierra ya no era una forma oscura que se cernía en la periferia de sus mentes, sino que se extendía sólida y real ante sus ojos. Allí estaba: tres largas casas de brezo sobre una extensión herbosa, grandes casas, además, construidas con postes y vigas. Con humo que surgía de los agujeros de los tejados, lo que significaba que dentro había fuegos ardiendo. Postes de madera secándose en el exterior. Un amplio prado y más allá algo que no habían visto nunca, un bosque de árboles. Eso era suficiente. Con respecto a las desventajas del lugar, ya se enterarían a su debido tiempo. Hasta los groenlandeses que se habían convertido al cristianismo creían que las Nornas no los habrían traído a través de los peligros del mar a menos que estuvieran tejiéndoles un destino mejor.