UNO

No hay árboles en Groenlandia. Cuando Erik, el Rojo llegó a la isla en 986, crecían unos cuantos grupos de abedules aquí y allá, pero pronto se usaron para hacer postes y vigas para las casas de los colonos. Se intentó plantar abedules en una zona protegida en el fiordo que había junto al asentamiento de Gardar, pero los arbolillos eran tan finos y ligeros que a duras penas podía llamárselos árboles. Había algunas mimbreras, matorrales de alisos y arbustos de enebro, pero ninguno lo suficientemente grande o robusto para usar su madera. De vez en cuando llegaba a la costa madera traída por el mar, ramas de árboles arrancados, a veces el mismo árbol, normalmente un pino empapado que permanecía frágil y rígido incluso después de meses de estar secándose junto al fuego. Se podían hacer bancos y taburetes con aquellos maderos flotantes, así como cubos y cuencos y otros enseres domésticos.

Si se manejaban con cuidado, se podía hacer una barca pequeña con dos o tres troncos, pero la madera traída por el mar no era adecuada para construir lo que más deseaban los groenlandeses, y lo que los habitantes de los países del sur daban por hecho, es decir, barcos y casas de madera. Aunque tenían más hielo del que querían, los groenlandeses no vivían en casas de hielo. En cualquier caso, las casas de hielo del lejano sur se derretían durante el corto verano groenlandés. Los skraelings, feas criaturas enanas que llevaban pieles de animales sobre la suya, vivían en casas de hielo muy al norte, pero ni siquiera los groenlandeses que iban a las tierras de caza de Northsetur cada año solían verlos. Los groenlandeses eran escandinavos cuyos antepasados procedían principalmente de Islandia y Noruega. Eran europeos, o al menos lo pretendían, y preferían construir ellos mismos casas de piedra y hierba antes que vivir como los skraelings.

Como vivían en el extremo del Mar Occidental, lejos de Noruega, los groenlandeses no tenían que pagar un diezmo al rey noruego. Aunque codiciaba riquezas, el rey Olaf no estaba dispuesto a enviar un barco cada año a cruzar el traidor Mar de Groenlandia para recoger el tributo de unos pocos miles de granjeros pobres repartidos por el lado occidental de una isla muy a menudo helada. Cada dos o tres años uno de los barcos del rey se apartaba para mandarlo a comerciar con Groenlandia, pero eso era todo. El barco llegaba por el fiordo de Erik hasta el principal asentamiento de Brattahlid en pleno verano. A bordo solía haber una cuba de miel, tres sacos de cebada, seis barras de hierro, virutas de madera, ocho o nueve planchas de madera apolillada, algunos objetos de plata: una taza mellada, cuatro cucharas, un puñado de brazaletes, un vaso quizá, o un cuenco. Una vez hubo un anillo de oro entre las mercancías del rey. Pero pronto se lo llevó Gudlaug Herjolfsson, que era más rico que los demás. Por esas mercancías el rey esperaba que le pagasen por centuplicado con pieles y halcones, cuerda de piel de foca y marfil, así como rollos de áspero estambre usado para hacer toldos y tiendas.

El barco del rey rara vez se quedaba más tiempo del necesario para desembarcar las escasas mercancías que los groenlandeses apreciaban mucho más de lo que valían, no porque procedieran de un barco real, sino porque bastaba con muy poco para dar algo de brillo a sus vidas. Igual que el agua magnificaba un guijarro en el lecho transparente de un arroyo, del mismo modo una cuchara de la más gastada plata iluminaba la habitación más oscura. La cebada y la sal se iban sacando con una taza de hueso hasta que los sacos y barriles quedaban vacíos. Después se vendían los propios recipientes. De igual modo se vendía la miel por tazas. Los granjeros más acomodados acababan llevándose la mayor parte del hierro y la madera.

* * *

El verano antes de que Freydis Eriksdottir cruzara el Mar Occidental, oyó que uno de los barcos del rey acababa de llegar a Brattahlid. Se apresuró a salir de su casa en Gardar, que estaba cerca de Brattahlid por el suroeste, en el fiordo de Einar, a menos de medio día de viaje de Gardar con buen tiempo. Después de caminar por tierra desde el fiordo, Freydis fue conducida a remo a través del fiordo de Erik hasta Brattahlid por sus esclavos, en esa ocasión Kalf y Orn. Freydis se llevó seis rollos de estambre que había tejido ella misma. Freydis era una avezada regateadora y se manejó tan bien con los noruegos que sólo les tuvo que dar cuatro rollos de tejido, volviendo con dos de ellos, así como con dos barras de hierro.

Al día siguiente llevó una de las barras a un herrero que vivía a un día de viaje de Gardar: al otro lado del fiordo de Einar, y después a cierta distancia hacia el sureste. Freydis podía haber usado los servicios de Nagli Asgrimsson, el herrero itinerante que a menudo acudía a Gardar, pero sabía que Nagli se iba fácilmente de la lengua y no quería que su viaje se conociera por toda Groenlandia. Prefería que un extranjero hiciera el arnés que había diseñado ella misma. Era una fina placa de hierro que se adaptaba cómodamente entre sus piernas e iba sujeto por una cadena que le pasaba entre las nalgas desde un cinturón y le subía hasta el vientre para cerrarse en la cintura. Ahora que su tercera hija, Asny, se había destetado, pensaba llevar el arnés de hierro cada vez que su marido estuviera cerca.

Para mejorar su suerte, Freydis pretendía acudir a Vinlandia, donde su hermano Leif había construido algunas casas y las había llamado Leifsbudir. Tal era la determinación de Freydis de hacer el viaje hacia el oeste que decidió vencer cualquier obstáculo que se atravesara en su camino, aunque fuera la llegada de otro hijo. Una vez Freydis se había adentrado en los páramos a buscar a la bruja Hordis Boldofsdottir, de la que se decía que sabía qué plantas de las que crecían cerca de los glaciares, cuando se cocían con agua, evitaban la concepción. Cuando Freydis le dijo para qué había ido, Hordis la increpó y la echó golpeándola con un palo. Por entonces Hordis se había contagiado de los sermones del sacerdote cristiano, que decía que, en lo referente al nacimiento de los niños, las mujeres debían seguir los deseos de su Iglesia. Freydis se burló del sacerdote y de su Iglesia. ¿Por qué iba a seguir los dictados de un extraño que no sabía nada de agricultura ni de caza y dependía de la buena voluntad de los demás para llevarse la comida a la boca? ¿Como iba a aconsejar semejante hombre a la gente sobre el modo de mejorar su suerte? Era mucho mejor mantener de tu parte a los antiguos dioses y confiar en ti mismo para mejorar tu destino.

Después de que Freydis cruzara el fiordo remando, mandó a Kalf y a Orn a que la esperasen en el bote. Después se dirigió a la casa de Hafgrim Sigurdsson. Cuando llegó a lo alto de la colina donde estaba la cabaña de Hafgrim, el herrero ya había salido.

Los ojos del anciano habían perdido el color, pero aún veía bastante bien. También su oído era bueno y, como tenía tan pocos visitantes, los oía mucho antes de que pasaran la cresta de rocas que le tapaba la vista. En cuanto oyó un pie golpeando el sendero de roca, salió a esperar al visitante. Le agradó ver que el visitante que se acercaba por el sendero era una joven, y que venía sola. No la reconoció, lo que era de esperar, ya que la mayoría de la gente a la que conocía había muerto hacía tiempo. Era una mujer de aspecto agradable, de estatura mediana, con rizado cabello rojo y una orgullosa cara altiva enrojecida por la caminata colina arriba. En una mano tenía un saco que parecía pesado; en la otra mano llevaba la redecilla que se había quitado del cabello. La redecilla le permitió saber que era una mujer casada. Su pelo suelto y sus mejillas enrojecidas excitaron a Hafgrim; se metió la mano en la abertura de sus pantalones y empezó a acariciarse.

La mujer pareció no advertir el pene creciente y le preguntó si era Hafgrim Sigurdsson.

—Lo soy. ¿Y quién eres tú? —Siguió acariciándose.

Ella no lo dijo. En lugar de ello sacó una gran barra de hierro de su bolsa y se la tendió, obligándolo a retirar la mano.

—Quiero que me haga esto.

Sacó una prenda de mujer hecho de retales de tela y lo alzó para que él pudiera ver su forma y tamaño. Estaba claro que la prenda estaba destinada a ajustarse entre las piernas de una mujer. La esposa de Hafgrim había muerto hacía diez años, pero él recordaba bien el arnés de retales que ella había llevado mucho después de que su flujo mensual hubiera cesado para disuadirlo —o al menos eso pensaba él— de ponerle el pene entre las piernas. Cuando su mujer se estaba muriendo, los harapos se volvieron tan apestosos y pútridos que había que cambiarlos dos veces al día junto con el resto de sus ropas. Por fortuna, aquella mujer parecía saludable. Le preguntó si podía hacerle un arnés del mismo tamaño y forma que el trapo.

—Será pesado para la que lo lleve —dijo él, para descubrir si era para ella.

—Eso es lo que menos me preocupa. Sólo quiero saber si puede hacerse.

—Creo que sí.

—¿Cuánto tardará?

—Un mes. Soy demasiado viejo para trabajar deprisa.

Como el arnés era para ella, a Hafgrim le parecía excitante prolongar el trabajo.

—Entonces volveré dentro de un mes.

Antes de que se volviera para marcharse, le dijo que se asegurara de hacer los aros de la cintura lo bastante grandes como para sujetar un candado.

—Una pregunta más. —Quería retenerla. Tenía unos ojos peculiares, tan pronto redondos e inquisitivos como estrechos y entrecerrados.

Por su ropa de lino, Hafgrim supo que era de buena cuna, pero le excitaba pensar que todas las mujeres eran prostitutas.

—¿Dónde va a meter un anciano como yo, que aún no es lo bastante débil como para dejar de satisfacerse —su voz quejumbrosa subía y bajaba— su pene erguido después de que su mujer haya fallecido?

Ella lo miró con ojos entrecerrados.

—¿Por qué no lo mete entre las piedras? —Se puso la redecilla y miró hacia las colinas rocosas—. Por ahí hay huecos y grietas de sobra.

Como él pensaba, la mujer era una zorra; ninguna mujer bien nacida hablaría de manera tan ruda.

Ella había desaparecido tras la cresta antes de que Hafgrim recordara que había olvidado pedirle una señal. Sopesó la barra con la mano para comprobar si habría hierro suficiente para el encargo. Su almacén de metal estaba vacío. El único hierro que le quedaba eran unos pedazos de metal y dos cuchillos. Tendría que hacer la cadena pequeña y estrecha y la placa de la entrepierna fina, aunque no tan fina como para que le cortara las piernas y le hiciera sangrar. ¿Tendría el pelo del coño tan rojo y rizado como el de la cabeza? ¿Quién era ella para ir por ahí con la cabeza descubierta? ¿Qué clase de mujer cerraría el paso a su marido, negándole lo que era suyo por derecho?

* * *

Leif Eriksson, fundador de Leifsbudir, explorador de Vinlandia, era hijo de Erik, el Rojo, explorador y colonizador de Groenlandia. Erik era hijo de Thorvard, que era hijo de Ulf, que era hijo de Oxen Thorir, que era pariente de Naddod, el Vikingo, explorador de Islandia y colonizador de las Faroe. Erik, el Rojo se casó con Thjodhild, hija de Jorund Ullfsson y Thorbjog, Pecho de Barco. Erik, el Rojo tuvo tres hijos de Thjodhild: Leif, Thorvald y Thorstein. Erik tuvo una hija, Freydis, de Bribau Reistsdottir.

Leif Eriksson abandonó Groenlandia y navegó hacia el oeste, hacia el Océano Exterior, buscando las tierras que Bjarny Grimfolsson había encontrado unos años antes cuando perdió el rumbo a causa de una tormenta. Leif encontró una isla bendita llamada Vinlandia, de la que trajo miel y uvas, así como frutas y madera de varias clases.

El hermano menor de Leif, Thorvald, también cruzó el Océano Exterior, pero murió en una expedición de Leifsbudir, cuando una flecha skraeling le traspasó el cuello. Un tercer hermano, Thorstein, intentó cruzar el Océano Exterior, pero una tormenta lo arrastró cerca de Lysufjord y murió de peste.

* * *

Leif Eriksson no sabía leer ni escribir. Nadie sabía en Groenlandia excepto Geirmund Gunnfard, el sacerdote enviado desde Thingeyvar, Islandia, para convertir a Cristo a los groenlandeses, y el esclavo Ulfar, que había sido escriba en Iona antes de ser secuestrado por el vikingo Harek Tragaanguilas y más tarde vendido a Leif Eriksson.

Leif poseía varios pergaminos y de vez en cuando dictaba palabras que quería que Ulfar escribiese con su pluma de ganso. Leif podía hablar de varias generaciones de sus antepasados y quería que quedara escrito que su familia era la que era y lo que había conseguido. Leif tenía en alta estima la palabra escrita y parecía pensar que su familia aumentaba de categoría si sus hechos quedaban registrados por escrito.

Ulfar también creía que las palabras aumentaban de valor cuando se escribían. Por eso desde su niñez había querido convertirse en escriba como el hermano Ambrosio, que había glorificado las palabras de Cristo escribiéndolas en pergamino. Pero las escrituras en las que se había afanado el hermano Ambrosio en Iona estaban embellecidas con dibujos de Cristo y los evangelistas. Había dibujos de pájaros, ángeles y dragones entrelazados con espirales y lacerías que se rizaban y formaban imágenes fabulosas. Luminosos colores adornaban cada página: amarillo, verde, carmín, violeta y azul. En ocasiones, cuando Ulfar acababa de copiar un escrito, le permitían pintar una hoja, un ojo, a veces un ala. Esas veces Ulfar sentía que había entrado en el mismísimo paraíso. Tan gloriosos eran los colores, tan ricamente texturadas las pinturas de animales y plantas, que Ulfar era capaz de transportarse de la cabaña de ramas entrelazadas que servía como scriptorium en Iona hasta el sagrado jardín del Señor.

Los pergaminos de Leif no tenían colores así. En Groenlandia había pocas cosas que pudieran usarse como pintura. Había musgos y líquenes que las mujeres usaban para teñir tejidos, pero no eran adecuados para colorear pergaminos. Ulfar usaba una tinta grisácea hecha con un trozo de plomo que Leif había conseguido de un comerciante islandés, que se lo había comprado a un sueco. Como nadie en Groenlandia, excepto el sacerdote y Leif, mostraban interés alguno por lo que hacía, Ulfar encontraba cierta satisfacción escribiendo sobre sí mismo, aunque sólo fuera para convencerse de que su esclavitud no era un sueño terrible del que nunca despertaría, sino que era el resultado de la mala suerte que esperaba poder cambiar un día, si el Señor de los Cielos lo deseaba. A veces Ulfar no registraba ningún acontecimiento, sino que hacía afirmaciones de varias clases. De joven, en Iona, Ulfar había pasado muchas horas con eruditos y escribas, de países hacia el este que no sabían nada de Groenlandia. Como Groenlandia era un espacio vacío en la cabeza de los hombres civilizados, Ulfar pensaba que era su deber registrar sus pensamientos y opiniones sobre lo que veía y oía en la isla, por si llegaban a oídos de hombres cultos algún día. No se le ocurrió que sus juicios eran duros y sesgados; la justicia era un lujo que ni siquiera los hombres con suerte podían permitirse a menudo.

* * *

Los groenlandeses tienen muchas características que no me gustan, pero una de las peores es la sobrevaloración de Erik, el Rojo. Se jactan de que Erik descendía de Naddod, el Vikingo, dejando a un lado el hecho de que Naddod se marchó y sin duda asesinó a los anacoretas irlandeses que vivían en Islandia antes de que él llegara. Y con respecto al antepasado de Erik, Oxen Thorir, sólo la gente dispuesta a ignorar la manera con la que conseguía sus fines puede considerarlo como un hombre sobresaliente. Si oímos hablar a los groenlandeses, pensaremos que Erik, el Rojo había sido honrado por el propio rey Olaf. Aunque Erik lleva muerto unos trece años, su reputación entre aquella gente sigue creciendo. A los groenlandeses les conviene ignorar el hecho de que Erik y su padre fueron asesinos proscritos de Noruega e Islandia. Me han contado que Erik hablaba de los islandeses que lo acompañaban como de colonizadores, como si fueran gente valiente e intrépida en lugar de renegados que se negaban a vivir según las leyes de la tierra. Más de una vez he pensado que los mejores de aquellos colonos murieron en el mar. De los veinticinco barcos que zarparon de Islandia con Erik, el Rojo, sólo catorce llegaron aquí a salvo.

Puede ser que la gente que vive lejos de las influencias civilizadoras de abadías y cortes estén destinados a ser héroes a su modo. A los groenlandeses les gusta contar historias sobre sí mismos, contándolas con tal placer y bravuconería que a cualquiera que escuche le resultará difícil conocer la verdad.

Los groenlandeses tienen un primitivo sistema de justicia corrompido con traiciones de todo tipo. Cada verano, la gente de remotos emplazamientos se juntan en el prado de Leif para celebrar lo que llaman el Althing a fin de juzgar pequeñas disputas de cualquier clase. Normalmente, es la muerte de la vaca o el cerdo de alguien, que un caballo se haya quedado cojo o que alguien haya sido herido en un brazo o una pierna cuando las disputas se les escapan de las manos. Pretendiendo ser justos, los groenlandeses se dan bombo a expensas de los demás. Exponen sus casos con la falsa creencia de que son capaces de establecer la verdad, cuando hasta donde yo puedo ver, en realidad es cuestión de ver quién es capaz de contar la mejor mentira.

* * *

Antes de que su marido volviera —estaba fuera pescando salmones—, Freydis volvió de nuevo a Brattahlid, esta vez para visitar a su hermanastro Leif Eriksson, con el que se encontraba en buenos términos. Leif vivía en la casa construida por su padre. Era la mejor casa de Brattahlid, tenía un gran vestíbulo lujosamente amueblado y numerosas habitaciones. Freydis había vivido en otro tiempo en la casa, pero después de la muerte de su padre, se había visto obligada a marcharse debido a una disputa con su madrastra, Thjodhild.

Después de atravesar remando el fiordo de Erik, Freydis envió a Kalf a decirle a su hermanastro que estaba esperándolo a la orilla del mar. Aunque Thjodhild solía estar en la cama debido a sus dolores articulares, Freydis no se acercaba a la casa por si la anciana pudiera aparecer de repente cuando ella estuviera conversando con Leif. Freydis no podía arriesgarse a que su madrastra interfiriera con los importantes asuntos que pretendía tratar con Leif.

Aunque nunca había sido objeto de su ardiente amor como su hermanastro Thorstein, Freydis sentía cierto afecto por Leif. De sus tres hermanastros, siempre había sido el más generoso y el que más la había ayudado. Sabía que no era probable que fuera a negarle lo que le pidiera, mientras fuera una petición razonable. Freydis sabía que nunca llegaría a Vinlandia sin la ayuda de Leif. Aunque era poco más que una doncella cuando el barco de Leif, el Vinlandia, volvió del viaje occidental cargado con uvas de vino y madera, había decidido hacer algún día el mismo viaje. Incluso de niña tenía claro que un viaje a Vinlandia era la única manera que tenía un groenlandés de mejorar su suerte.

Leif Eriksson se parecía a su madre, lo que significaba que era alto y había tenido alguna vez la piel clara. Ahora, como la mayoría de los groenlandeses, tenía las manos y el rostro curtidos por el sol y el viento. También su cabello se había oscurecido hasta adquirir el tono del agua de un estanque en un día lluvioso. Freydis nunca juzgaba a Leif por su belleza o fealdad; nunca se había parado a pensar en su aspecto. Esto era porque el carácter de Leif estaba por encima de su aspecto. En esto, como en la mayor parte de las cosas, era diferente a su hermanastra, que podía ser guapa o fea, según las ocasiones, y era muy temida por sus repentinos cambios de humor. En ese momento Freydis estaba sonriendo y canturreando, arrancando hierbas en la costa y arrojándolas al fiordo, que brillaba tranquilo y azul a su lado. Este comportamiento, que ella suponía relajado y amable, tenía la finalidad de dominar su impaciencia, que rara vez dejaba de expresar.

Cuando Leif llegó al lugar donde estaba sentada Freydis, se inclinó y la besó ligeramente en la mejilla. Después se sentó a su lado y se dobló hacia delante, hacia el agua, con los codos sobre las rodillas. Freydis dejó de arrancar hierba y dijo que deseaba hablar sobre la situación en la que se encontraba.

—Pues habla.

—Desde que me casé, he sido bastante pobre. Mi marido no es granjero y nunca lo será. Pero como cazador no tiene igual.

—Todos tenemos nuestros puntos fuertes —dijo Leif—, y nuestros puntos débiles.

—Mi marido tampoco es constructor, y por eso no tenemos una casa como es debido. —Freydis hizo una pausa, no para que Leif asintiera, sino para cambiar de tema. No quería explotar su condición de hermanastra pobre; no podía soportar la autocompasión. Tampoco era propio de ella admitir la derrota. No podía decir que su matrimonio con Thorvard Einarsson había hecho empeorar su suerte. Se había dado cuenta de que a los que se quejaban se les solía culpar de sus desgracias. En lugar de ello prefirió hablar de cómo pensaba reunir riquezas y mejorar su fortuna.

—Hasta ahora en mi matrimonio, he estado ocupada pariendo y criando tres hijos, y dirigiendo la granja. A partir de ahora pretendo ocuparme mejor de mi destino. Deseo ir a Vinlandia antes de ser demasiado vieja o estar demasiado ocupada para hacer el viaje.

Leif, por supuesto, sabía a dónde quería ir a parar Freydis. Teniendo en cuenta la decisión y ambiciones de su hermanastra, le sorprendía que no se lo hubiera pedido antes.

—Así que quieres utilizar mi barco y mis casas en Leifsbudir.

—Sí. —Como hija de Erik, el Rojo, Freydis pensaba que tenía derecho a ello.

—¿Has pensado en alguien que te pueda servir de timonel?

Leif era un timonel experimentado, pero Freydis sabía que no era probable que volviera a Vinlandia, pues lo había dicho muchas veces. Como godi,[1] no podía abandonar fácilmente Groenlandia, sobre todo porque su hijo mayor, Thorkel, era demasiado joven para ser jefe en su lugar.

—No he pensado en un timonel, ya que necesitaba tu permiso antes.

—Evyind Hrodmundsson sería una buena posibilidad aunque, como yo, está haciéndose mayor. Fue timonel de Rodrek Hognisson antes de que Rodrek muriera. Evyind nunca ha ido a Vinlandia, pero cualquier timonel que haya cruzado el mar de Groenlandia puede hacer la travesía hacia el oeste. Evyind ha llevado dos veces mi barco hasta Northsetur. Estoy seguro de que puede llevar el Vinlandia a salvo por el agua. Si no puede ir, prueba con Ivar Sorlisson. Es un buen timonel. Como Uni Magnusson. —Leif miró hacia el cobertizo que estaba un poco más allá, donde el Vinlandia estaba en dique seco; hacía tres años que el barco no navegaba.

Leif preguntó lo que pensaba Thorvard del viaje.

—Como sabes, mi marido no es más marinero que granjero o constructor. Pero hará lo que le pida, sobre todo cuando considere las ventajas de la propuesta.

La gente comentaba cómo manejaba Freydis a su marido, y cuán a menudo él escapaba de sus imposiciones. Freydis se apresuraba a negar esas acusaciones; no sólo la dejaban mal, sino que los comentarios que la hermana de su marido le contaba no eran más que una parte de la verdad.

—Si puedes convencer a tu marido de que vaya y a Evyind para que sea el timonel, te dejo mi barco. No te daré mis casas en Leifsbudir, pero te las dejaré mientras estés allí. También conozco a varios hombres que estarían dispuestos a formar parte de la tripulación. Puedo hablar con Eyvind e Ivar si quieres. De un modo u otro te ayudaré a marchar. —Leif hizo una pausa—. Pero hay una complicación. Como sabes, el islandés Thorfinn Karlsefni se llevó dos barcos y a sesenta y cinco personas a Leifsbudir hace dos años, lo que significa que está usando mis casas así como los demás edificios. No habrá sitio para ti hasta que vuelva.

—¿Cuándo esperas que vuelva?

—¿Quién sabe? Supongo que el próximo año, pero si ha tenido mala suerte allí, puede haber decidido volver éste.

—He esperado demasiado tiempo la oportunidad de ir a Leifsbudir —dijo Freydis—. Espero que vuelva este año.

—Entonces tendrá que ser pronto, mientras no haya hielo.

* * *

Cuando el marido de Freydis, Thorvard Einarsson, volvió de pescar, le contó que cuando se había refugiado en la costa una noche, se había encontrado con dos hermanos, Finnbogi y Helgi Egilsson, que habían venido de Islandia en un barco llamado Corcel de Sigurd. Los hermanos le dijeron que pasarían el invierno en Groenlandia y pensaban ir a Brattahlid a ver a Leif.

—Tienen un constructor de barcos noruego a bordo y quieren utilizar Leifsbudir para construir barcos. —Thorvard hablaba tranquilamente, como si estuviera contando el número de salmones que había pescado. Thorvard tenía una voz nasal que casi nunca variaba, sino que hablaba de lo extraordinario y de lo corriente como si fueran de la misma importancia. Tampoco ayudaba mucho su expresión. Sus oscuras cejas nunca se arqueaban para mostrar sorpresa o disgusto. En ocho años de matrimonio, Freydis aún no lo había visto fruncir el ceño. Los rasgos de Thorvard eran tan poco notables que en cuanto desaparecía de su vista, ella se olvidaba de su aspecto.

Aunque llevaba casi un mes ausente, Thorvard no intentó abrazar a Freydis. Excepto para acoplarse casi nunca se tocaban. Tampoco ella le ofreció un abrazo. Estaba dentro de la cabaña de la lechería cuando él entró, y siguió vertiendo leche como si él llevara mucho tiempo allí de pie. Thorvard se sentó en el taburete de ordeñar mientras le hablaba de los Egilsson.

Cuando acabó de fregar los cubos de la leche, Freydis los puso boca abajo en el suelo de piedra.

—Es interesante que me hayas hablado de esos islandeses —dijo, sentándose en uno de los cubos de hierro—, porque acabo de hablar con Leif para organizar nuestro viaje a Leifsbudir.

Thorvard había dicho a los hermanos Egilsson que su mujer anhelaba ir a Vinlandia, que nunca perdía la oportunidad de acosarlo para que hicieran el viaje, pues él no deseaba ir. Les había dicho que era cazador, sobre todo de grandes animales marinos y osos blancos, que abundaban en Northsetur. ¿Por qué iba a ir a un lugar lejano que ni siquiera sabía dónde estaba ni lo que se iba a encontrar cuando llegara? Sí, le había dicho al hermano llamado Helgi, había oído historias de Vinlandia. No había escasez de historias de ésas, alrededor de los fuegos de invierno. Pero las historias se contradecían demasiado unas a otras para su gusto. Thorvard le dijo a los Egilsson que a veces seguía la corriente a su mujer escuchando su plan de viaje a Vinlandia, pero nunca se había tomado el asunto en serio. Thorvard no había hablado de las peroratas y regañinas de su mujer. ¿Cuántas veces la había oído quejarse por tener que dormir sobre pieles y cueros amontonados en el suelo? ¿Era demasiado, decía, esperar que sus hijas durmieran en un banco? ¿No sabía Thorvard que a los niños les salen gusanos y abscesos por dormir en el suelo? Thorvard opinaba que su mujer se había ablandado mucho durante los años que había vivido en casa de su padre, donde había tenido un compartimento para dormir para ella sola y otros lujos. La mayoría de la gente en Groenlandia dormía sobre ramas y trapos. Él a menudo dormía sobre piedras y pensaba que había hecho suficiente al proporcionar pieles a Freydis. Freydis también se quejaba de que ella y sus hijos no tenían mesas, que tenían que comer con la comida en el regazo, sentados en el suelo. ¿Cuánto tiempo tendría que soportar un matrimonio sin muebles? Thorvard había oído todo aquello y mucho más. Así que no dijo nada en la cabaña de la lechería cuando Freydis le habló de su intención de viajar a Vinlandia.

Freydis, por su parte, estaba cansada de intentar convencer a Thorvard sobre las ventajas de hacer un viaje a Vinlandia.

—Si te niegas a ir a Leifsbudir, haré el viaje sola con Evyind Hrodmundsson como timonel —dijo. Acercó el cubo de la mantequilla—. Escúchame bien, Thorvard Einarsson, pues voy a decir esto sólo una vez. Me niego a acostarme contigo como esposa hasta que nos encontremos en Leifsbudir.

Freydis era muy consciente de que Thorvard reaccionaría violentamente ante este ultimátum. Apenas decía gran cosa cuando se sentía frustrado; en lugar de ello, la castigaba de diferentes maneras.

Para fastidiarla esa vez, Thorvard se trasladó a la granja de su hermana Inga y ayudó a su marido, Guttorm, a cortar turba. La turba estaba al fondo del prado de Thorvard, e Inga y Guttorm, que la querían para aislar su casa, la habían codiciado durante mucho tiempo. Ahora Thorvard les iba a dar turba que había cortado él mismo, algo que nunca había hecho para Freydis. No le preocupaba que Freydis y él se quedaran cortos de turba en su propia casa cuando llegara el tiempo de construir. Thorvard también llevó parte del ganado de Guttorm a su prado, sabiendo que eso enfurecería a Freydis, que siempre se peleaba con Inga y Guttorm por culpa del ganado. Poco después de que Thorvard se fuera a cazar renos con Guttorm a Hrensey, Freydis volvió a llevar el ganado al prado de Guttorm.

Cuando pasó un mes, Freydis volvió a ver a Hafgrim Sigurdsson con la segunda barra de hierro, que le entregó a cambio del arnés. Hafgrim se había visto obligado a fundir un cuchillo de hierro para terminar la cadena, pero estaba satisfecho del resultado. No le agradaba separarse del arnés una vez lo hubo acabado, pues se había acostumbrado a acariciar sus partes. Por otra parte, codiciaba la nueva barra de hierro, y tras acariciar el candado del coño —que es como él lo llamaba— se lo tendió a su dueña sin una palabra. Cuando Freydis llegó a su cabaña en Gardar, encerró el cinturón en su arca de bodas para el día en que Thorvard volviera.

Tres días más tarde, llegaron dos extranjeros por el fiordo de Einar a Gardar. Eran islandeses que habían estado con Thorfinn Karlsefni en Leifsbudir y habían traído de vuelta varias mercancías. Freydis no les compró nada. Ya le habían dado lo que quería, que era la esperada noticia de que Thorfinn y sus hombres habían vuelto. Incapaces de atravesar el hielo del fiordo de Erik, los islandeses habían decidido pasar el invierno más al sur. La expedición a Leifsbudir, dijeron, había tenido éxito, excepto por los skraelings que habían encontrado más de una vez. Freydis preguntó si aquellos encuentros habían sido en Leifsbudir.

—No, en un lugar más al sur —contestó uno de ellos—, un lugar llamado Hop, donde Thorfinn intentó establecerse. Parecía que cuanto más al sur viajáramos en Vinlandia, más skraelings había.

La presencia de skraelings no empañó el entusiasmo de Freydis por cruzar el mar Occidental, ya que no tenía interés en viajar más al sur que Leifsbudir en Vinlandia. Era un golpe de suerte que Thorfinn Karlsefni hubiera vuelto aquel año; ahora podía empezar a hacer preparativos para realizar el viaje el verano siguiente.

* * *

El mismo verano en que Thorfinn Karlsefni volvió de Vinlandia, un barco capitaneado por dos hermanos, Helgi y Finnbogi Egilsson, llegó a Groenlandia. Los hermanos eran islandeses de nacimiento y venían de los Eastfirths.

Un día Freydis Eriksdottir viajó desde su hogar en Gardar para visitar a los hermanos. Les preguntó si querían unirse a ella en una expedición a Vinlandia el verano siguiente, compartiendo igualmente con ella el provecho que pudieran sacar. Ellos estuvieron de acuerdo. También acordaron que cada parte debería llevar a bordo treinta hombres capaces, además de las mujeres.

* * *

Los Egilsson se alojaban en una granja cuyo dueño se había ido a Noruega durante un tiempo. La granja estaba en la parte sur del fiordo de Erik, lo que significaba que Freydis no tenía que cruzar el agua para visitar a los hermanos. Lo único que tenía que hacer era caminar por tierra hasta Gardar. Quería hacer planes para el viaje para que, cuando su marido volviera de Hreinsey, le resultara difícil detenerla.

Los Egilsson no parecían hermanos. No se parecían nada y por lo visto tenían caracteres distintos. Helgi tenía el rostro rojo y una nariz lo bastante grande como para ser fea, pero tenían una manera de ser muy amistosa. Finnbogi tenía el pelo oscuro y era robusto. Por desgracia, la amargura de su rostro estropeaba su hermosura. No mostró placer alguno al ver a Freydis, aunque ella se presentó como hermana de Leif Eriksson. De hecho pareció considerarla una intrusa cuando apareció en la puerta. Fue Helgi quien la invitó a pasar y le ofreció un vaso de agua caliente endulzada con miel.

Cuando ella aceptó, Helgi le dijo a una mujer que cogiera una copa de cuerno. Había cuatro o cinco esclavas dentro de la habitación, que era dos veces del tamaño de la cabaña de Freydis, y también varios hombres. Excepto por el tamaño de la habitación y de la chimenea, la habitación no tenía más comodidades que la de Freydis. No había bancos para dormir ni mesas, y casi nada como decoración. Helgi señaló un taburete y Freydis se soltó la capa y se sentó.

—¿Vuestra tripulación duerme aquí por la noche o tenéis otro recinto? —dijo Freydis haciendo un esfuerzo para descubrir cuántos hombres habían traído los Egilsson.

—Somos treinta, sin contar a las mujeres —dijo Helgi amablemente—, demasiados para esta casa. Nos hemos repartido entre aquí y la casa del vigilante, que está más abajo junto al fiordo.

La mujer que trajo la bebida de miel estaba demasiado bien vestida para ser una esclava. Llevaba una túnica de lino marrón con una llave de plata que le colgaba de un broche de plata. Tenía el cabello castaño trenzado con cintas rojas.

—¿Es tu esposa?

Helgi rió.

—Aquí no hay esposas, sólo esclavas.

Freydis llevaba una túnica de lana azul lisa. No mostró su envidia hasta más tarde, cuando le habló a Thorvard de la visita. Preguntó si Helgi había hablado con su hermano.

—Todavía no —dijo él—. Hemos sacado a tierra nuestro barco y lo hemos tapado con su protección para el invierno. Nos han aconsejado que esperemos hasta que el fiordo de Erik se hiele antes de cruzar a pie para hablar con Leif.

Freydis pensó que los islandeses habían sido demasiado cautelosos al cubrir su barco tan pronto. Por otra parte, habían tenido suerte al llegar al final del fiordo de Erik ahora que las noches eran tan frías como para que el agua se helara. El fiordo había empezado a helarse junto a la costa y había trozos de hielo flotando aquí y allá, por lo que era imprudente cruzarlo.

—He venido a veros ahora para que podamos llegar a un acuerdo respecto al uso de Leifsbudir —dijo Freydis—. Como sabéis por haber hablado con mi marido, pretendo hacer el viaje a Vinlandia el verano que viene, tan pronto como pueda organizarse. Ahora que Thorfinn Karlsefni ha vuelto y las casas de Leif están vacías, utilizaré el barco de Leif para hacer la travesía. Si podemos llegar a un acuerdo que me convenga, estaré dispuesta a compartir una de las casas de Leif con vosotros.

Finnbogi hizo un sonido al fin, algo entre un ronquido y un ladrido, que Freydis interpretó como que no le gustaba la idea de compartir las casas de Leif. Quizá había esperado tenerlas para él solo. Pero Helgi siguió siendo amable y preguntó en qué tipo de acuerdo estaba pensando.

—He oído que tenéis un constructor de barcos —dijo Freydis. Miró a su alrededor por la habitación, esperando que uno de los hombres dijera que él era el noruego. Cuando nadie lo hizo, sus ojos se fijaron en una esclava de cabello negro que más parecía una niña que una mujer. Quizá fuera mayor de lo que parecía. La niña estaba sentada con la cabeza inclinada y el cabello tapándole la cara.

—En Groenlandia, sí —dijo Helgi—, pero no en esta habitación.

Una mujer sentada lejos, entre las sombras, detrás de los hombres, rió de una manera grosera, que sorprendía en una esclava.

—Está en la granja del vigilante.

—Me gustaría verlo —dijo Freydis.

—Está demasiado enfermo para tener visitas. —Volvió a oírse la risa—. Quizá más adelante.

—El acuerdo tiene que ver con él —dijo Freydis—. Querría que me construyera un barco.

—Eso puede ser posible —repuso Helgi—, sobre todo si podemos llegar a un acuerdo contigo que nos proporcione las cosas que necesitamos. Voy a construir un barco para mí, ya que el Corcel de Sigurd pertenece a mi hermano.

—Deberíamos poder acordar algo entre nosotros —dijo Freydis. Lamentó enterarse de que el barco era del hermano desagradable.

Se trajo más agua con miel mientras Freydis y Helgi hablaban de cómo podían intercambiar mercancías y de cuántos hombres habría que llevar como tripulación. Hicieron arreglos para conseguir tejido para velas y aparejos para los barcos que construirían. Freydis dijo que tejería estambre suficiente para dos velas; su marido proporcionaría la cuerda para los aparejos de los barcos. Finnbogi no hizo intento alguno por participar en la conversación, sino que estuvo todo el tiempo allí sentado en silencio. Sólo cuando Freydis se disponía a marcharse, habló.

—Parece que vas a hacer el viaje sin tu marido. Él nos ha dicho que no desea ir a Vinlandia.

—Estoy segura de que cambiará de opinión cuando piense en nuestra propuesta —dijo Freydis, poniéndose su capa.

—No estaría demasiado seguro de eso.

—¿Puedo preguntar si pasaste una o dos noches conversando con mi esposo? —Freydis mantuvo la voz educada pero firme. No deseaba ponerse de malas con el dueño del barco, pero Leifsbudir se había puesto antes a su disposición. Si Finnbogi esperaba usarlo al mismo tiempo que ella, tendría que considerarla como a una igual. Por desgracia, el hermano mayor mostraba la falta de respeto que algunas personas reservaban a la gente que consideraban inferiores a sí mismos.

—Una noche. —Finnbogi miró al suelo.

—Entonces seguramente yo, que he pasado con él innumerables noches, seré más capaz que tú de conocer su mente. —Freydis salió inmediatamente seguida por Helgi, que fue lo bastante cortés como para caminar con ella un rato antes de regresar.

* * *

Thorvard, Guttorm y otros cuatro cazadores volvieron de la isla de Hreinsey un mes antes de Yule. Entre ellos llevaban sesenta renos que era todo lo que podían cargar en sus barcazas. Con un barco habría podido volver con el doble, ya que la manada era numerosa en Hreinsey y un barco habría podido soportar más peso. De momento, las barcazas iban tan hundidas en el agua que eran difíciles de maniobrar, sobre todo desde que debían ir más lentas a causa del hielo. Contrariamente al fiordo de Erik, el fiordo de Einar estaba libre de placas de hielo a mediados del verano, pero ahora que el invierno estaba cerca, también se estaba llenando rápidamente de hielo.

El mayor de los hijos de Freydis, Thorlak, vio llegar a los hombres por el fiordo mucho antes de que arribaran a la costa. Thorlak, un niño con siete inviernos, no se parecía nada a su padre, pues era pálido de cabello y de complexión delicada. Era un niño nervioso que a veces se despertaba gritando y agarrado a sí mismo. Freydis pensaba que su hijo probablemente se parecía a su difunta madre, pero lo quería igual. Cuando Thorlak entraba en la cabaña donde Freydis tejía y le decía que su padre estaba en casa, ella le decía a su esclava más vieja, Groa, que envolviera a sus hijas en sus capas y las sacara fuera.

—Necesitan airearse —decía Freydis—, demasiado humo es malo para sus ojos.

De hecho la habitación apenas tenía humo. Tanto la puerta como el agujero del segundo tejado estaban abiertos. Freydis había colocado su telar bajo este segundo agujero para aprovechar al máximo el aire fresco y la luz. En esta época del año mantenía ardiendo un pequeño fuego de turba, que era suficiente para eliminar el fresco. Cuando la nieve caía fuera y un viento cortante gemía a través de la oscuridad, usaban lámparas de grasa de ballena para iluminarse y tener más calor. La grasa de foca era más limpia, pero las focas habían escaseado los últimos dos años. Las lámparas de grasa de ballena llenaban la habitación de un humo tan pegajoso que Freydis a veces se veía obligada a dejar de tejer. A pesar de ello, había hecho dos rollos de estambre para el viaje el invierno anterior. Ahora estaba tejiendo telas para la ropa de sus hijos: túnica y pantalón para el niño, camisas y túnicas para las niñas.

Signy había visto pasar cinco inviernos y Asny dos. Asny sabía andar, aunque mal, lo que significaba que tenía que ir de la mano de Groa. La propia Groa caminaba despacio. Encogida y coja, se arrastraba como si tuviera un pie en la tumba. Freydis observó a las tres figuras el tiempo suficiente para ver a Signy corriendo delante de Groa y su hermana pequeña, cuesta abajo hacia el fiordo. Después cerró la puerta y la aseguró con un candado. Abrió su arca de bodas y sacó el arnés de hierro y un pequeño candado. Aunque estaba sola, Freydis fue tras la cortina que escondía el cubo de los orines para ponerse el arnés. En esta época del año usaban el retrete de fuera, pero durante la noche Thorlak a menudo necesitaba orinar. Freydis cogió un poco de musgo seco de una bolsa que colgaba sobre el cubo de los orines y lo colocó sobre la placa de hierro. Recogiéndose la camisa y la túnica debajo de la barbilla, se metió en el arnés de hierro y tiró de él hasta que estuvo firmemente colocado entre sus piernas. Trató de meter los aros en el candado, jurando por Freya y Freys, dos dioses a los que alternativamente adoraba y desafiaba, hasta que finalmente el candado se deslizó en su sitio y ella pudo darle la vuelta a la llave. El candado y la cadena eran modestos y necesitaban ser engrasados, pero aparte de eso, el arnés se adaptaba bien. La placa era más estrecha de lo que le hubiera gustado, pero lo bastante ancha como para servir para el propósito que tenía en la cabeza. Con la amplitud de su camisa, nadie sospecharía lo que llevaba debajo.

Antes de cerrar con llave el arca de bodas, Freydis sacó las colgaduras que había tejido con ayuda de su madrastra, las sacudió, las volvió a doblar y las guardó de nuevo. Las colgaduras estaban coloreadas con rayas rojas, amarillas y moradas de lana que Thjodhild le había enseñado a teñir. También había un mantel de lino bordeado de encaje, un rollo de tela gris destinado a cubrir bancos para dormir, así como varios trozos pequeños de tela de fino tejido con estampados geométricos. Había un juego de ropa interior de lino y una camisa bordeada rematada con una cinta, destinada a su lecho nupcial. Freydis nunca había usado aquella prenda pues, justo después de su boda, había visto la pobre cabaña en la que iba a vivir. El padre de Thorvard, Einar, les había dado aquella cabaña —que anteriormente había albergado a sus esclavos— como regalo de bodas. Podía haberles dado algo mejor, pero como mucha gente que es rica, no le gustaba separarse de sus bienes.

Con el borde de su camisa, Freydis limpió un gran cuenco de bronce bordeado con oro batido que estaba dentro del arca. Leif le había regalado aquel cuenco el día de su boda, además de una dote de postes y vigas que habían sido utilizados como leña para el fuego antes de que Thorvard llegara a usarlos para construir una casa. Freydis se negaba a usar el cuenco o las colgaduras hasta que tuviese una casa construida con postes y vigas.

Durante ocho años Freydis había vivido en aquella miserable cabaña. En el suelo de tierra, contra las paredes, había montones de ramas de madera de aliso sobre los que se extendían pieles y cueros para dormir. Freydis hacía que Groa moviera las ramas todos los días y barriera debajo. Las pieles y cueros se sacudían fuera para deshacerse de los bichos y el polvo atrapados dentro. En el centro de la cabaña había un largo hogar sobre el que colgaban varios utensilios de ganchos atados al techo de la cabaña. Los cubos y las cazuelas se almacenaban en una caja de piedra junto al hogar. Contra una de las paredes, Freydis había construido un armario abierto, usando piedras planas que Kalf y Orn habían traído de los páramos. Había tardado meses en hacer aquello, mientras estaba embarazada de Thorlak, pero estaba decidida a tener un lugar lejos del suelo donde pudiera guardar pequeños cuencos y tazas, tajos y cucharas, así como peines y otros objetos domésticos. Aparte de aquella estantería de piedra y su arca de bodas, el único mueble de la habitación era un estrecho banco inclinado hecho de trozos irregulares de madera traída por el mar, y un taburete. La ropa de vestir y de cama también colgaba de ganchos de hierro atados al techo con hatos de ramas, angélica y bolsas de musgo. Cualquier cosa que no cupiera en la estantería colgaba de arriba, donde absorbía el humo del hogar que había debajo. Cuando se movía por la habitación, Freydis tenía que apartar la ropa que encontraba en su camino. A menudo le decía a Thorvard que el techo soportaba tanto peso que un día u otro se acabaría hundiendo.

La comida se almacenaba en las edificaciones exteriores cercanas, que estaban cerradas para evitar que los esclavos y los niños de dedos ágiles, sobre todo los de Inga, robaran en ellas. La leche y el queso se guardaban en la lechería, y el salmón que había pescado Thorvard en otra cabaña. La mayor parte del salmón se había ahumado y secado para el invierno, así como el bacalao. A partir de ese momento Freydis pretendía esconder una parte de su comida en la cabaña que se utilizaba para los aperos de labranza. Aquel era un lugar en el que Thorvard apenas miraba. Parte de la comida se usaría en el viaje y el resto se guardaría para los niños. Freydis no se iba a llevar a sus hijos a Leifsbudir. En lugar de ello pensaba pedirle a su madre adoptiva, Halla Eldgrimsdottir, que los cuidara. Halla tenía una pequeña granja en los páramos, por encima de Brattahlid, pero con la suficiente antelación, podía encontrar un arrendatario que se la cuidara. Ni por un momento pensó Freydis en llevarse a sus hijos, ya que su propósito no era establecerse en nuevas tierras, sino hacerse rica. Sus hijos eran demasiado pequeños para ser útiles y estarían mejor en la tierra de su padre, donde su presencia recordaría a la gente que ella y Thorvard pronto iban a volver.

Freydis cerró la tapa de su arca de bodas y la cerró con llave. Después cogió un delantal de carnicero de un gancho. Estaba hecho de trapos cosidos. A pesar de los lavados, el delantal estaba muy manchado de sangre y grasa. Salió al cobertizo de las herramientas a buscar tres cuchillos y un desollador que se trajo a la cabaña y afiló con la piedra de afilar. Cuando las herramientas estuvieron lo bastante afiladas para desollar renos, se dirigió al fiordo colina abajo.

Aquella noche, cuando sus hijos estaban durmiendo y Groa roncaba sobre un montón de ramas, Freydis y Thorvard se sentaron junto al fuego, uno en el banco y el otro en el taburete. Thorvard estaba sólo medio despierto. Freydis también estaba sólo medio despierta, pero rara vez tenía demasiado sueño para hablar.

—Me alegro que hayas traído tanta caza —le dijo a su marido—. Significa que puede guardarse mucha carne para el viaje del verano que viene.

Los ojos de Thorvard estaban cerrados y se le ladeó la cabeza. No habló ni alzó la cabeza.

—He hablado con Evyind Hrodmundsson. Está de acuerdo en hacer el viaje si puede venir su hijo Teit. Evyind me asegura que no habrá escasez de hombres que quieran ir, incluidos Ivar Sorlisson y Uni Magnusson, que son ambos buenos marineros. Nagli Asgrimsson también ha accedido a venir. Necesitaremos un herrero para hacer clavos para el barco y cosas así. Leif dice que hay una mena de hierro en Leifsbudir, cerca de sus casas. No es muy abundante, pero será suficiente para nosotros. He dispuesto que Nagli nos haga algunas herramientas este invierno, ya que necesitaremos una gran cantidad de hachas para talar y trabajar la madera.

Thorvard no dijo nada; era como hablar con el taburete.

—También he llegado a acuerdos con los islandeses. Compartiremos beneficios y las casas de Leif con ellos si su constructor nos hace un barco. Ivar y Uni lo traerán de vuelta.

Thorvard seguía en silencio.

—Hemos acordado llevar treinta hombres cada uno, además de las mujeres. Los Egilsson tienen varias esclavas, como supongo que ya sabes. Están muy ricamente vestidas para ser esclavas. Los Egilsson deben tener una mala opinión de las mujeres bien nacidas para permitir que sus esclavas se vistan tan bien. Una de ellas era una muchacha de pelo oscuro que más parecía una niña que una mujer. —Freydis no sabía por qué había añadido aquel último comentario. Quizá quería saber si Thorvard estaba despierto o dormido. Más tarde pensaría en el comentario, preguntándose si había sido imprudente o sensato.

Thorvard alzó la cabeza y miró hacia el fuego.

—No sabía que los Egilsson tenían esclavas con ellos, pues fueron a mi campamento solos —dijo—. No tuve la oportunidad de subir a bordo de su barco.

—El llamado Finnbogi parece creer que conoce tu mente —dijo Freydis.

—¿Y eso por qué?

—Será mejor que se lo preguntes tú, aunque puedo decirte una cosa: quiere las casas de mi hermano para él solo.

—Quizá le pregunte —dijo Thorvard—, mañana.

Bostezó y extendió la mano para coger las tenazas. Removió el fuego, sacó los rescoldos más grandes, los colocó dentro del brasero de piedra y colocó la tapa. Era una tarea que sólo hacía cuando esperaba yacer con Freydis como marido y mujer.

Freydis se quitó la túnica y se acostó junto a Thorvard, debajo de la piel de oso con una áspera camisa de lino. Su marido le rodeó la cintura con el brazo.

—¿Qué es eso que llevas?

—Una cosa para recoger mi sangre menstrual.

Eso pronto sería cierto.

Thorvard palpó la cadena sobre su vientre hasta que llegó a la placa de hierro que tenía entre las piernas.

—¿Dónde conseguiste esto?

—Lo hizo alguien muy lejos de aquí.

—Entonces piensas seguir sangrando.

—Al menos durante un tiempo.

Thorvard no dijo nada más e hizo como que dormía. Freydis sabía por su respiración que estaba despierto. Ella también lo estaba. La cadena le impedía recostarse de espaldas como solía hacer. En lugar de ello, tenía que tumbarse de lado.

Cuando despertó por la mañana, Thorvard se había ido. Estuvo fuera el día siguiente, y el otro, lo que significaba que Freydis tenía que terminar de desollar y cortar con sólo dos esclavos, Kalf y Orn, como ayuda; Thorvard se había llevado a Oddi el Canalla consigo; Gorm estaba en los páramos cuidando a las ovejas. La tarea era aburrida y lenta; no podían apresurarse sin que les saliera mal. Los esclavos usaban los cuchillos para cortar. Freydis usaba una herramienta de hoja curva y una ancha empuñadura de hierro para desollar. La anchura del mango y su distancia de la hoja hacía que fuera más seguro trabajar con ella que con los cuchillos.

La matanza, hecha en el espacio abierto entre las edificaciones, duró dos días. Cuando acabaron, encendieron un fuego dentro y la carne se colgó encima para que secara. Freydis también hizo encender un fuego dentro de una de las edificaciones exteriores de piedra y ahumó el resto de la carne allí. Se quedó satisfecha con el resultado. No sólo ninguno de ellos se había cortado sino que había una gran cantidad de carne para el invierno y además suficiente para el viaje y para sus hijos.

Tres días después de que se acabara la matanza, Thorvard apareció a mediodía y anunció que había visitado a los Egilsson y había decidido hacer el viaje. Le gustaban los islandeses, sobre todo Helgi. Aunque no pudo subir al barco de los Egilsson, había podido calcular sus dimensiones yendo a verlo al cobertizo de invierno.

—Es tan grande como el barco de Leif. Si podemos conseguir que nos hagan uno de ese tamaño para nosotros, no tendré que depender de Atli Loftsson para ir a Northsetur.

Freydis, que estaba trabajando en el telar, no habló por si decía algo que pudiera hacer cambiar la opinión de su marido. Se mantuvo de espaldas a él y siguió tejiendo.

—Podemos hacernos comerciantes y llevaremos nuestras mercancías a Noruega nosotros mismos. Vivimos cerca de terrenos de caza ricos en pieles y marfil, mercancías valiosas para los noruegos y los daneses como así también para los sajones. Y me han dicho que también los frisios. Los mercaderes vienen aquí con sus barcos y se llevan nuestras mercancías para revenderlas a un precio mucho mayor del que nos pagan a nosotros. ¿Por qué tenemos que ser peones de los islandeses y los noruegos?

Freydis mantuvo la cabeza apartada para esconder la sonrisa que se había instalado en sus labios; sabía que su satisfacción fastidiaría a su marido.

—Me dije a mí mismo: ¿por qué van a venir los extranjeros y convencernos para que acabemos cediendo más de lo que queremos para conseguir hierro, lino, miel y cebada, cosas que por lo visto son corrientes en otras partes pero artículos de lujo aquí? Ya se han aprovechado bastante de nosotros. Con un barco propio, esos beneficios serán nuestros.

Thorvard esperó que Freydis contestara. Como ella permanecía en silencio, él preguntó:

—¿No es verdad?

Freydis era lo bastante astuta como para no recordar a Thorvard que acababa de decirle algo que ella le había dicho más de una vez, casi palabra por palabra. Recompuso sus rasgos para ahuyentar su vanidad. Luego se volvió y dijo:

—Estoy de acuerdo con cada palabra que has dicho.

—Bueno, pues entonces así será —dijo Thorvard—. Será mejor que continuemos con nuestros planes.

* * *

Más adelante, después de Yule,[2] cuando el hielo del fiordo de Erik era lo bastante seguro como para caminar sobre él, Freydis y Thorvard fueron hasta Brattahlid para hablar con Leif sobre la organización del viaje. Durante esa visita, Leif les ofreció que dispusieran de Ulfar durante un año, con el argumento de que el esclavo era un buen trabajador de la madera así como escriba. Leif le recordó a Freydis y a Thorvard que, debido a la escasez de árboles en Groenlandia, les costaría encontrar suficientes carpinteros para satisfacer sus necesidades. Leif consideraba el préstamo de Ulfar como un modo de compensar la desaparición de la dote de Freydis, pero fue lo bastante prudente como para no mencionarlo, ya que sabía que la quema de los postes y las vigas aún escocía a Freydis.

—Los Egilsson tienen carpinteros —dijo Thorvard—, podemos utilizarlos. Tienen pocos cazadores y se alegrarán de poder usar a los nuestros a cambio.

—Me alegra oír que has podido arreglar las cosas con los islandeses —dijo Leif—. Vinieron a verme hace dos días para preguntarme si podían usar mis casas en Leifsbudir. Les dije que había prometido prestárselas a mi hermanastra, y que ellos pudieran usarlas o no dependía de lo que acordase con vosotros.

Freydis habló entonces del asunto de Halla Eldgrimsdottir con Leif. Como la granja en la que Halla vivía había pertenecido al padre de ellos, Erik, el Rojo, a Freydis le pareció prudente conseguir la ayuda de Leif para encontrar a alguien que trabajara en la granja de Halla. Como godi, sabía quiénes serían buenos arrendatarios. Halla ya había accedido a vivir en Gardar durante un año. Quería a los niños y siempre le había costado negarle nada a Freydis; Freydis había sido siempre mucho más para ella que una hija de leche.

Después de que hubieran acabado de organizar las cosas con Leif, Freydis y Thorvard volvieron a su granja, que estaba por entonces helada. No había animales en los campos, sólo unas cuantas ovejas que habían traído hacía tiempo de los páramos y que ahora se movían por la semioscuridad como espectros; la mayor parte del rebaño de Freydis se arremolinaba contra las paredes de piedra del corral junto a la casa. Desde Yule, habían encerrado al ganado en el establo para protegerlo del frío. Además de darles una escasa ración de hojas y hierba seca, necesitaban poca atención, pues habían dejado de dar leche. Enviaban diariamente a los esclavos de Freydis a cortar todas las ramas y trozos de turba que se pudieran encontrar debajo del hielo. El arroyo que alimentaba el estanque de montaña que suministraba agua fresca a Gardar estaba helado, de manera que la gente tenía que beber nieve derretida.

Para pasar el tiempo, Freydis se sentó junto a una lámpara de grasa de ballena e hiló lo que quedaba de la lana que se había esquilado y lavado el verano anterior, así como la lana que había comprado a otros granjeros. Junto con la lana que esquilaría el verano siguiente, tendría bastante para las dos velas que pretendía tejer en Vinlandia. También hizo zapatos y calzas con piel de ciervo. Cosió mitones y gorros de estambre para sus hijos. Dio palmadas con Asny y enseñó a hilar a Signy. Jugó a adivinanzas con los niños mayores, pero había tan pocas cosas dentro de la cabaña que los sorprendieran que los niños pronto se aburrieron tanto del juego como su madre. Si el viento estaba en calma a mediodía cuando el cielo estaba más luminoso, Freydis y Thorvard se llevaban fuera a los niños con sus cubos y palas a divertirse en la nieve. La luz del día era gris, pero podían ver lo suficiente para jugar. Thorvard y Freydis tiraban de los niños en los trineos que Thorvard había hecho con piel de foca y cuerda de morsa. Freydis disfrutaba más de sus hijos aquel invierno de lo que lo había hecho nunca, no por nada que dijeran o hicieran los niños, sino porque tenía por delante la perspectiva de una suerte mejor.

Thorvard pasó la peor parte del invierno repasando sus armas de caza. Tenía un surtido de hachas, lanzas y cuchillos que había que afilar. Y tenía gran cantidad de cornamentas de ciervo para hacer nuevas flechas y arpones. Cuando acabó de trabajar con sus armas, hizo un juego de caza para Thorlak y nuevas cucharas para sus hijas. A Thorvard le disgustaba tener que estar encerrado en invierno y a menudo estaba taciturno y de mal humor. Si el tiempo era claro, a veces visitaba a los Egilsson con el pretexto de ponerse de acuerdo en algún aspecto del viaje. Cada vez que iba ver a los islandeses, estaba fuera tres o cuatro días. Freydis se dio cuenta de que nunca dejaba de volver de esas visitas de mejor humor. Pensó que quizá estaría sirviéndose de alguna de las esclavas islandesas, ya que nunca le había vuelto a preguntar si llevaba su cinturón de hierro.

A finales del invierno, cuando ya una luz suficiente iluminaba el cielo como para hacer que los días se distinguieran de las noches, Thorvard recogió sus aperos de caza y se marchó en el barco de Atli Loftsson, que se dirigía a Northsetur. Thorvard iba detrás de las morsas cuyas pieles serían necesarias para hacer cabos para los barcos. Estaría fuera tres meses. Tenía por delante una caminata de varios días para llegar a la cabeza del fiordo, donde Atli Loftsson guardaba su barco. El fiordo de Einar seguía muy helado. Cuando los cazadores volvieran de Northsetur, el fiordo estaría lo bastante abierto como para que Atli llevara a Thorvard de vuelta a Gardar.

Mientras Thorvard estaba fuera, Nagli Asgrimsson fue a Gardar y se quedó unos días en la granja de Freydis, haciendo herramientas en una de las edificaciones exteriores y durmiendo junto a su fuego. Por esa época Freydis hizo un segundo viaje para visitar a los hermanos Egilsson, para conocer al constructor de barcos noruego, Hauk Ljome. Para la visita se puso el vestido azul con broches de bronce, la túnica roja y las cuentas de cristal que su hermanastro Thorstein le había regalado. Sabía que causaría mejor impresión si iba vestida como una mujer rica. Aunque el noruego estaba confinado en la cama, a Freydis no le pareció enfermo. De hecho, le pareció un hombre vigoroso de rápido ingenio y se quedó muy impresionada en muchos aspectos. No pudo resistirse a coquetear con él ya que era evidente que él disfrutaba de su compañía y lo demostraba de un modo que Thorvard no lo hacía nunca. Hauk Ljome habló de las diferentes clases de barcos que había construido en Noruega y describió el que iba a construir para ella. Dijo que lo que necesitaba era un skútur, que era un barco robusto de costados altos, más apto para el comercio que un barco largo. Podía construirle un skútur que pudiera llevar ocho remeros a cada lado, o doce. Un barco así era adecuado para los viajes oceánicos. Freydis dejó muy complacida a Hauk Ljome, pues él le había prometido construirle un barco que pudiera navegar en el océano que iba a ser de lo mejor. Le dijo que cuando fuera a Bergen en el barco, sería la envidia de todos los noruegos. Como ésa era una escena que Freydis había imaginado a menudo, pensó que de algún modo el constructor de barcos le había leído la mente.

* * *

Había un hombre llamado Reist Gunnarsson que fue a Groenlandia desde el fiordo de Breida, Islandia, poco después de la Colonización. Reist se casó con Vigdis Hallvardsdottir, con la que tuvo una hija, Bribrau. Reist era amigo de Erik, el Rojo y se estableció frente a Eiriksey en Dyrnes, en unas tierras que Erik le había dado. Bribrau se casó primero con Grettir Gormsson, y después, con Illugi Arnkelsson.

Tuvo una hija, Freydis, con Erik, el Rojo.

* * *

Cuando era más joven, Freydis solía imaginar que su concepción había tenido lugar cuando un macho cabrío con cuernos rojizos y estrellas por ojos había bajado de los cielos y se había acoplado con una hermosa doncella que yacía en un prado. La doncella, que llevaba una túnica azul y una corona de flores blancas, yacía de espaldas y había estado todo el tiempo durmiendo. Cuando se despertó, era por la noche y el macho cabrío se había ido de su lado. Al alzar la vista la doncella vio al macho cabrío a lo lejos, dos estrellas rojizas que le guiñaban un ojo. Con el tiempo, la mujer dio a luz a una hija. Un día la mujer alzó la vista y le dijo al macho cabrío: «Llévame contigo». El macho se inclinó para que ella pudiera agarrarse a sus cuernos. Cuando el macho se la llevó a los cielos, la mujer se soltó y cayó al mar, dejando a su hija al cuidado de otras personas.

Ésta era la historia que Freydis empezó a contarse a sí misma cuando murió su madre Bribrau. Cuando Freydis tenía unos cinco o seis años, caminaba colina arriba en Dyrnes hasta la parte de atrás de la cabaña donde vivía con Halla Eldgrimsdottir, la mujer que se convirtió en su madre adoptiva. Freydis escogía una piedra plana donde sentarse y miraba hacia Eiriksey, al otro lado del agua. Trataba de encontrar el lugar donde su madre había desaparecido en el mar. Freydis no sabía por qué eso era tan importante para ella. Quizá pensara que si podía localizar el lugar, su madre reaparecería. Posiblemente estaba buscando una señal, una ligera agitación en el agua, una cabeza o una mano que aparecieran. El caso es que nunca apareció nada. Lo único que veía era el mar moviéndose y tragándose a sí mismo sin cesar. Tampoco veía a su madre por la noche cuando examinaba las estrellas, pero a veces veía claramente al macho cabrío. Finalmente, Freydis dejó de buscar a su madre, aunque siguió sentándose en la colina y mirando al mar.

Después de que Freydis fuera a Gardar y se casara con Thorvard, subía por la colina que estaba detrás de su granja y se sentaba de espaldas a los páramos. Le gustaba mirar hacia las cabañas y granjas desperdigadas. Contrariamente a Brattahlid, Gardar estaba construido en una llanura abierta que descendía en suave pendiente hacia el agua. El asentamiento estaba al final del fiordo de Einar, lo que le daba un aspecto cerrado, pues parecía que las montañas que lo rodeaban le proporcionaban un muro natural; las montañas eran bajas y descendían de un modo que en verano se abrían para recibir la luz. A finales del invierno, cuando el sol volvía y empezaba el deshielo, Freydis se liberaba de sus obligaciones y de sus hijos y trepaba a la colina que estaba sobre Gardar hasta que encontraba un lugar donde poder sentarse y mirar hacia las granjas y el agua. Se quitaba la redecilla, se soltaba el pelo y lo sacudía. Si el viento era suave, se quitaba la túnica y se sentaba con la camisa solamente. Después del encierro en la oscura cabaña con el techo bajo y lleno de cosas y el humo acre y grasiento, daba la bienvenida a la luz y al espacio que seguía al duro invierno. Estar rodeada de tanto espacio abierto la hacía sentirse expansiva y enorme. Sentía cómo su cuerpo entraba en la tierra; su regazo se convertía en un suave hueco, las rodillas y codos en piedras redondeadas, los dedos en ramitas de aliso. Cuanto más tiempo permanecía sentada en lo alto de Gardar —y a veces estaba allí sentada una tarde entera—, más transformada se sentía Freydis, convirtiéndose en algo tan silencioso y poco exigente como una piedra. Si la hermana de Thorvard, Inga, hubiera mirado hacia los páramos mientras caminaba entre las cabañas, no habría visto a Freydis, que se confundía con el paisaje de un modo que hacía que mujer y páramos parecieran uno. Cuando era una piedra, Freydis no quería ni necesitaba nada. Finalmente, el eco del silbato de un pastor o el sonido del cencerro de una vaca atravesaban el aire con tanta claridad que Freydis tenía que recordar que no era de piedra ni de madera, y con cierta insatisfacción, volvía a su ser.

Podía pensar en las dos vacas que había perdido con el frío. Después de que pasara lo peor del invierno y hubieran sacado a las vacas de la cuadra, dos se habían negado a quedarse en pie y a pastar en lugares donde el sol había derretido la nieve, y habían muerto de hambre. O podía pensar en la manía que le tenía a Inga.

A veces, en la colina, Freydis dejaba que su mente soñara con Vinlandia. Freydis tenía catorce años cuando Leif llegó a Brattahlid con sus historias de Vinlandia, que entretenían a la gente mucho después de que el cargamento de miel y vino hubiera desaparecido. Freydis había almacenado las historias, conservándolas del mismo modo que guardaba los objetos en su arca de bodas. De vez en cuando sacaba aquellas historias para saborear su riqueza. Admiraba la complicación de su trama, la viveza de sus colores, la suavidad de su tejido, y luego las doblaba y guardaba hasta el día que pudiera hacer uso de ellas. Vinlandia y Leifsbudir podían haberse llamado riquezas, ya que eso era lo que significaban para Freydis.

Parte de la tripulación de Leif insistía en que ambos lugares eran uno y el mismo, mientras que otros decían que no, que Leifsbudir era sólo uno de los muchos lugares que había en Vinlandia. El propio Leif decía que los lugares eran y no eran el mismo. «¿Cómo puede ser?», decía un groenlandés. «O son el mismo, o no lo son». «Eso depende», respondía Leif. «Si no has estado en ninguna parte más que en Brattahlid, entonces para ti Brattahlid es Groenlandia. Si nunca vas a ninguna parte más que a Leifsbudir, entonces para ti Leifsbudir es Vinlandia. Vinlandia es mucho más grande que las idas y venidas de un hombre».

A medida que los días crecían y el sol seguía abriendo las montañas y el agua, Freydis se sentaba cada vez menos en la colina. Con tantos preparativos que hacer para el viaje, rara vez tenía libre una tarde entera. Pero un día, a mitad de la tarde, después de que Freydis hubiera estado sentada un rato en la colina y se estaba poniendo la túnica para marcharse, la bruja Hordis Boldofsdottir se acercó a ella, Freydis nunca supo si por casualidad o intencionadamente.

Hordis vivía sola en los páramos del este. Allí tenía una cabaña donde guardaba unas cuantas ovejas. Se pasaba todo el año envuelta en gran cantidad de trapos. Lo único que la gente veía de ella era su revuelta melena y sus dientes estropeados. Apenas se lavaba y murmuraba extraños juramentos. Cada vez que la gente de Gardar veía a Hordis acercarse a cambiar su lana por un cuenco de leche o restos de comida, se metían en sus cabañas y cerraban la puerta, pues ninguno de ellos quería que los maldijera o les echara mal de ojo. Tres años antes el padre de Thorvard, Einar, había utilizado a Hordis para maldecir a un vecino después de haber visto que los esclavos de éste cavaban agujeros en los pastos altos de Einar para que sus caballos se rompieran las patas. Los caballos de Einar habían entrado por equivocación en un prado que no era suyo. La maldición de Hordis fue lo bastante poderosa como para que uno de los esclavos del vecino quedara cojo, dejándolo inútil para el trabajo desde entonces.

Hordis se acercó a donde se encontraba Freydis y se apoyó en el palo que usaba como bastón. Hordis había sido una mujer alta, pero ahora estaba doblada casi en dos y tenía que mirar hacia arriba para echar a Freydis el mal de ojo. Hordis empezó a murmurar un encantamiento para evitar que Freydis mirara hacia lo lejos, estaba segura. Freydis trató de apartarse pero la vieja le cortó el paso con el palo.

—Eres una mujer sin suerte, Freydis Eriksdottir —dijo Hordis claramente; ya no murmuraba—. Si abandonas a tus hijos y navegas a través del Mar Occidental, no traerás nada más que daño para ti y para los tuyos.

De nuevo Freydis trató de alejarse y de nuevo el palo se lo impidió.

—Recuerda bien mis palabras —chirrió Hordis—, llévate a tus hijos contigo en el viaje ¡o tu familia sufrirá la ira del dios cristiano! —Alzó el palo por encima de la cabeza de Freydis para que ella supiera que aquella maldición era poderosa. Bruscamente la vieja dejó de mascullar y se alejó renqueando.

Freydis sabía que las maldiciones afectaban sobre todo a aquellos que carecían de la fuerza para luchar contra ellas. A pesar de las piedras que le bloqueaban el camino, Freydis bajó de la colina con rapidez. No se volvió para ver si Hordis la observaba. Se movió deprisa, decidida a proteger a sus hijos y a sí misma. La mejor manera de hacerlo era llevar a cabo un hechizo más poderoso que el que pretendía hacerle daño a su familia.

Freydis mandó a Gorm inmediatamente a espiar el rebaño de Hordis hasta que pudiera esquilar a una de las ovejas sin que Hordis le echara el mal de ojo. Más tarde, aquel mismo día, Gorm volvió con la lana y Freydis se puso a trabajar. Cuanto antes repeliera la maldición de la vieja, menos posibilidades tenía de hacerse realidad. Freydis usó la lana para hacer cinco ovejas de juguete, una por cada miembro de su familia. Primero cortó las formas de estambre y luego las rellenó. Después de coserlas, las cubrió de lana. Usó ramillas para las patas y carbón de la chimenea para los ojos y los hocicos. Cuando las ovejas estuvieron acabadas, insertó una aguja de hueso a través del corazón de cada una y las guardó en el cobertizo de las herramientas hasta el día que pudiera colgarlas de la puerta de Hordis. De nuevo utilizó a Gorm para que la ayudara, advirtiéndole de que le avisara cuando viera que Hordis abandonaba los páramos y bajaba a Gardar.

Pasaron tres días antes de que Gorm acudiera a Freydis con la noticia de que había visto a Hordis renqueando cuesta abajo hacia Gardar. Sin pérdida de tiempo, Freydis recogió las ovejas de juguete y un ovillo de lana y subió a los páramos. Conoció la cabaña de Hordis al verla a lo lejos. De cerca, Freydis vio que la cabaña era poco más que un montón de piedras con una piel colgando en una abertura. Más parecía la madriguera de un zorro que una casa. No era lugar para que Freydis colgara sus muñecos. Vio a las ovejas de Hordis, veinticinco en total, dentro del corral de piedra. Como puerta había una portilla de madera de aliso. Freydis ató las ovejas de juguete a la parte de dentro de la portilla, donde pasarían inadvertidas durante un tiempo al menos. Después se marchó tan deprisa como había venido.

Thorvard volvió de Northsetur. De nuevo la caza de focas había ido mal, pero había traído consigo una gran cantidad de grasa de ballena. Las morsas tampoco se habían dado bien. Las grandes manadas se habían trasladado a otra parte, pero él había conseguido traer las pieles de veinte morsas, que serían cortadas y convertidas en cuerda. El marfil se apartó para comerciar con él. Freydis pensó que la mala caza estaba a su favor, porque así Thorvard se convencería aún más de la importancia del viaje a Vinlandia. Thorvard también parecía pensarlo, pues se puso a trabajar enseguida, fabricando cabos para el barco. Cuando lo hubo hecho, fue a ver a los Egilsson y se quedó varios días.

Llegó el verano. Hubo largos días luminosos cuando el sol abrió tanto las montañas que no había prácticamente sombras, excepto las que proyectaban las nubes que pasaban. Desde que la gente podía recordar, el verano había traído consigo aquella luz tan abierta. El aire era cálido y claro. Los prados nunca habían parecido tan verdes, el agua más azul. A veces, la suave brisa cedía y un viento del noroeste bajaba desde los glaciares trayendo nieve y granizo, pero esos temporales eran de corta duración y desaparecían rápidamente, dejando la llanura de Gardar brillando con más fuerza que antes. Una vez más la gente salía y sus voces podían oírse resonando por el valle.

Ahora que tenían suficiente para comer, las vacas producían leche. Freydis empezó a hacer quesos para que comieran sus hijos el invierno siguiente y para los groenlandeses de Leifsbudir. Ya tenía varios quesos apartados para el viaje, así como una cuba de mantequilla. La mitad de la leche se convirtió en mantequilla y quesos que llevar a Leifsbudir, y el resto lo estaba usando su familia.

Un día, Inga, la hermana de Thorvard, se acercó a Freydis cuando ésta revisaba los muros de piedra del prado de Thorvard, buscando lugares que hubiera que reparar. Era una tarea que Thorvard tendría que haber hecho hace mucho tiempo, pero siempre encontraba algo mejor. Aquel día estaba cazando liebres y pájaros. En cierto sentido Inga parecía una versión más baja y redonda de Thorvard, con el pelo oscuro y embarazada de siete meses. Tenía párpados pesados y una boca caída que la hacía parecer hinchada y retrasada. Esto era engañoso, pues Inga era lista y astuta. Inga esperó que Freydis llegara a la parte de muro que dividía el prado de Thorvard del de Guttorm. Entonces dijo:

—Al parecer, le has hecho algo malo a Hordis Boldofsdottir.

Freydis fingió indiferencia al oír esta noticia. Se inclinó hacia delante y llenó dos huecos con piedras.

—Me han dicho que a cinco de sus ovejas les ha ocurrido una desgracia —continuó Inga.

—A las ovejas siempre les están pasando desgracias —dijo Freydis. Se volvió a inclinar para ocultar su sonrisa. El hechizo había funcionado; había debilitado el poder de la maldición de Hordis.

—Una de ellas se cayó al estanque y se ahogó. El zorro se llevó a una. Tres se escaparon, comieron algo que las hinchó y murieron.

—No me sorprende que las ovejas de Hordis hayan tenido mala suerte —dijo Freydis—, ya que la vieja bruja siempre está deseando mala suerte a los demás.

—Puede ser —dijo Inga—. Pero creo que la pérdida de sus ovejas significa que hay otra bruja en los alrededores. —Miró a través de los campos hacia una bandada de cuervos como si uno de ellos pudiera ser una bruja—. Sólo una bruja puede maldecir a otra bruja —canturreó, y se marchó.

Freydis sabía que a Inga le daban completamente igual Hordis y sus ovejas. Lo que le preocupaba era hacerse con la mayor cantidad de prado de su hermano como pudiera, sobre todo la turbera y la ciénaga de mineral que estaban en el extremo más alejado. A Inga le convenía que Freydis y Thorvard se marcharan a Vinlandia durante un año, pues su ausencia le dejaba el camino libre para hacerse con las tierras de Thorvard. Era más que probable que Inga hubiera sugerido la maldición a Hordis, esperando que Freydis y Thorvard cayeran en desgracia en Vinlandia, permitiendo así a Inga y Guttorm hacerse con el prado de Thorvard. Freydis estaba convencida de que Inga sabía lo de las ovejas de Hordis porque había sido quien había sobornado a la bruja para que la maldijera. De otro modo, no habría sabido el resultado de la maldición de Freydis, ya que la demás gente no tenía nada que ver con Hordis. Inga carecía del poder de maldecir, por lo que usaba a alguien como Hordis para salirse con la suya. La maldición hacía que fuera el doble de importante que los hijos de Freydis permanecieran en Gardar. Freydis ya se había puesto de acuerdo con Leif para que si ella y Thorvard no volvían, sus campos fueran atendidos por un arrendador escogido por Leif hasta que Thorlak fuera lo bastante mayor como para ocuparse él mismo.

Freydis acabó de revisar el muro de piedra y mandó a Kalf y a Orn a reparar los agujeros. Después se sirvió un cuenco de leche agria y, llevándose fuera el taburete, se sentó y observó a dos de sus hijos. Asny estaba dormida dentro de la cabaña, pero Thorlak y Signy estaban jugando al pillapilla entre el ganado. El verano estaba tratando bien a los hijos de Freydis, que tenían las mejillas y los vientres redondos, y la piel de un moreno rojizo. Las ovejas y las vacas estaban engordando.

También estaban gordos los sacos y bolsas de grasa de ballena que estaban dentro de la cabaña de almacenaje. Las provisiones para el viaje de Freydis aumentaban cada día, ya que Thorvard iba trayendo más caza, añadiéndola a la carne de ciervo, truchas de mar, bacalao y salmón ya almacenados. Freydis se bebió su leche y observó la granja con satisfacción. Después alzó la vista hacia la colina, hacia la jabonera y la verónica que crecían allí. Cuando estaba así sentada fuera, mirando hacia la amplia llanura de Gradar con sus prados verdes descendiendo hacia el tranquilo fiordo azul, Freydis se decía a sí misma que no deseaba ver Vinlandia, ya que Groenlandia era muy hermoso en verano. Esa satisfacción le duraba poco. Freydis se volvía y veía la pequeña cabaña en la que vivía, y recordaba que se merecía algo mejor. Veía la larga casa de Einar detrás de la suya, cuatro habitaciones construidas con postes y vigas, y recordaba el primer invierno de su matrimonio, cuando Thorvard había quemado la dote destinada a hacer una casa. Freydis no tenía más que recordar aquello y su decisión de abandonar Gardar e ir a Vinlandia se fortalecía. Como hija de Erik, el Rojo, estaba destinada a vivir en una casa. Freydis sabía que era más decidida y ambiciosa de lo que se esperaba de la mujer de un granjero. La familia de Thorvard solía decirle que era arrogante y codiciosa.

Había sido su padre el que había enseñado a Freydis a ser ambiciosa, a esperar más de lo que tenía a su alcance. Le había enseñado a insistir en llevarse lo que era suyo por derecho. También le dijo que debía vigilar de cerca a los que estuvieran dispuestos a engañarla y después a volverse contra ella cuando les exigiera una compensación, insistiendo en que los engañados habían sido ellos. «La gente siempre te reprochará que tengas más que ellos», había dicho su padre, «por lo que la gente ambiciosa no suele gustar a los demás y siempre buscan el modo de acabar con ellos».

* * *

Erik fue expulsado de Haukadale en Islandia después de matar a Eyjolf Saur y a Hrafn, el Duelista después de que ellos mataran a los esclavos de Erik. Erik se fue al fiordo de Breida y se estableció en la Isla del Buey en Eirikstead. Prestó unos tableros de su propiedad a Thorgest de Breidabolstead, pero cuando le pidió que se las devolviera, el otro no lo hizo, lo que dio lugar a peleas y luchas entre ambos.

Erik fue sentenciado al destierro en la Asamblea de Thorness. Preparó su barco para un viaje por mar. Cuando estuvo listo, sus amigos lo acompañaron hasta más allá de las islas. Erik les dijo que se iba en busca de la tierra que Gunnbjorn, el hijo de Ulf, el Cuervo, había avistado cuando se fue a la deriva por culpa de una tormenta.

* * *

Freydis sabía que su padre había ido a Groenlandia debido al robo de unos tableros; él mismo le había contado la historia. Los tableros habían sido parte del alto asiento que había pertenecido al padre de Erik, Thorvald, y antes de él a Ulf, hijo de Thorir, el Buey. El padre de Freydis nunca los recuperó. Después de que Erik llevara unos años establecido en Brattahlid, compró roble noruego al que dio forma de nuevos tableros para bancos. Hasta entonces había estado usando toscos paneles cortados de madera traída por el mar. Eran los que había echado al fiordo de Erik cuando llegó a Groenlandia por primera vez, siguiendo su paso por el agua, sabiendo que llegarían solos a un lugar donde llegaría mucha madera procedente del mar. Brattahlid había sido escogido por esa razón, y porque tenía a su espalda los páramos.

Cuando Freydis vivía en la gran casa de Brattahlid, a menudo había pulido los tableros de los bancos. El rostro de Erik estaba tallado en uno y el de Thjodhild en el otro, como un modo de señalar sus asientos. Ahora los poseía Leif. Un día Freydis quería tener tableros para bancos y asientos altos cuando tuviera una casa como era debido y madera traída de Finlandia. A Thorvard no le importaban esas cosas, pero Freydis pensaba que a Thorlak podría gustarle sentarse en un asiento alto algún día y dominar sobre los demás.

Cuando Freydis pensó en las riquezas que se traería de Vinlandia, la maldición de Hordis se convirtió únicamente en una irritación menor, la picadura de un insecto, quizá, o un sarpullido. La maldición había demostrado sobre todo la malicia de Inga. A Inga no le gustaba que su hermano se hubiera casado con la hija de Erik, el Rojo y buscaba formas de humillar a Freydis. Erik tenía una reputación mucho mayor que la de Einar, cosa que a Inga no le parecía bien; estaba acostumbrada a hacer que las cosas en Gardar fueran a su conveniencia. Como hija de Erik, el Rojo y hermanastra de Leif, Freydis no tenía que ceder ante los deseos de Inga. Pronto se iría a Vinlandia, la tierra de los sueños y la suerte. Era cierto que había bajado de categoría al casarse con Thorvard, pero su destino estaba a punto de cambiar.

Cuando Nagli Asgrimsson estaba fabricando diversas herramientas para el viaje, Freydis le había dicho que forjara un amuleto para llevarlo alrededor del cuello. El amuleto con forma de martillo de Thor estaba destinado a sustituir uno que su padre le había dado y que se había perdido. Freydis pensaba que su suerte había empeorado como resultado de la pérdida. Ahora que lo había solucionado, su suerte cambiaría. Mientras estaba sentada en el taburete mirando a sus hijos, Freydis cogió el martillo de su cuello y lo sujetó en la mano. En su mente rogó a Thor que le fuera propicio. Lo desafió pidiéndole suerte. Le habló a Thor de las mercancías que pensaba traer de Vinlandia. Los viejos dioses no exigían cosas irrazonables a la gente, como el sumiso dios llamado Cristo que exigía a su seguidores que apartaran de ellos sus bienes terrenales y lo siguieran. Los viejos dioses eran demasiado listos para pedir a la gente que abandonara sus bienes. Sabían que su propia suerte mejoraba si ayudaban a la gente que tenía la astucia de ayudarse a sí mismos.