Si el terreno seco es el vestido, ella es la auténtica piel de la Tierra. Puede evaporarse, pulverizarse, licuarse y hasta enfrascarse, pero nada tendrá más efecto que congelarla y arrojarla, así, sobre algo, de lo que no quedará mucho. Precisamente, lo que salva al barco es que, cuando le cae encima, lo hace en la habitual forma líquida y, por ello, se segrega, separa y desmembra en millones de partículas, cada una de las cuales no tiene peligro alguno. Pero si, imprudentemente, un barco tiene la mala fortuna de que le alcance en masa sustancial y homogénea, lo barrerá y arrasará sin consideraciones. Más aún, si una incauta embarcación comete el error de subirse a ella, tal vez lo tenga difícil al otro lado, pues quedará suspendida en el aire, y, luego, se despeñará, encontrando que caer en ella es como hacerlo sobre un firme de hormigón.
El terror y la fascinación pueden apoderarse de nosotros si a esta masa le da por enrrollarse como si se hiciera una croqueta, pillando al barco por medio y de costado. Llegará entonces el famoso vuelco de las dos zetas consistente en que zozobra, y un barco que zozobra puede que no se hunda, pero, de hecho, no lo tiene muy claro, porque problemas, desde luego, le sobran. Y, para cerrar este somero abanico de posibilidades, digamos que, congelada en sólidos cubitos flotantes, puede llegar a ser blanco de determinados transatlánticos desventurados que, tratando de evitarlos, se hagan una tremenda brecha en el vientre y provoquen una escalofriante catástrofe, además de dar origen a una de las más taquilleras y cinematográficas historias de amor, un poco pasada por agua, inevitablemente.
De ella hablamos: de agua y de olas. El líquido e indiferente elemento sobre el que marinos, peces, pingüinos, cetáceos y aves pescadoras hemos de movernos, siendo, por lo tanto, obligado trabar un profundo conocimiento con él, que nadie debería soslayar. Y qué mejor contacto que el de piel a piel, tú a tú, íntimo y absorbente. De hecho, la vida naútica constituye, en realidad, un alejamiento del agua, pues mientras que, de pequeños, en las playas, el agua y las olas son tus compañeros de juegos, luego el barco de vela ligera pone el leve y abordable bordillo del frágil casco entre ella y nosotros, para que, finalmente, con la edad, el seguro francobordo del velero marque finalmente distancias alejándonos un buen trecho. Algunos, incluso, van más allá, poniendo de por medio el margen insoslayable del ordenador cuando navegan por Internet: ven las olas, pero el agua no puede alcanzarles, a no ser que se rompa una tubería cercana, o se les caiga el vaso de agua descuidadamente puesto cerca del ratón. Con la edad, la prudencia, la sensatez, y un indudable hálito de acomodaticia cobardía, nos alejamos del agua, pues sabemos de lo que es capaz. Incluso algunos guarros llegan a cogerle aversión a la ducha. Dime a qué distancia quedas del agua, y te diré cuánto marino eres.
Los rompeolas gozados en la infancia son el primer impacto brutal, la demostración del carácter del mar y las olas, por el método simple y directo de su tremenda fuerza. Las primeras experiencias, en aquellos tiempos, se abordaban con las inefables directrices de aquel manual del Jurásico impreso en las catacumbas naúticas del pasado milenio, que decían que los botes tenían que aproar a las olas para llegar a las playas; ni que decir tiene, mostrarles la popa, con el impulso de las velas, era mucho más divertido, aun asumiendo el pequeño riesgo de atravesarse y pegar el morrongazo de rigor. Se esperaban las olas y uno se dejaba arrastrar con aquella palabra ¡qué palabra!, el surf. Incluso con los vela ligera, si uno estaba identificado con los hallazgos de las piraguas de Moitessier —¿quién no se ha sentido identificado alguna vez con este hombre?—, aprendíamos a levantar la orza cuando la ola no te cogía bien, haciendo el surf de costado. Increíble. Los clásicos veleros de aquella época y luego, los más avanzados como el Láser y los catamaranes, te enseñan que no hay que esperar las olas, sino atraparlas con velocidad, planear sobre ellas y adelantarlas, para llegar indemnes y entusiasmados a la orilla. Fantásticas sensaciones, aquellas internadas a toda velocidad en la jaula de fieras peligrosas de los cachones y las rompientes, para emerger victoriosos, enteros y muy mojados; y qué frustración cuando una corriente de resaca atrapaba al velero y nos dejaba allí, parados, en medio de la pista por donde el camión de una rompiente iba a irrumpir en breve. Tras torear estas «vaquillas» en el pequeño ruedo de los rompeolas playeros, se comprenden mucho mejor los problemas del velero navegando con temporal, bien con velocidad, o bordeando el suicidio cuando se queda a la capa. En el fondo, se trata del íntimo conocimiento del agua, con todas sus consecuencias.
Pero dejémonos de impresiones juveniles y vayamos al grano, el examen del enemigo y su tamaño. El Invierno de 2008-2009 fue especialmente crudo en las zonas marítimas en torno a la Península. Durante él, se batió el récord de ola detectado en el Cantábrico, 26 m. y medio de altura, es decir, un edificio de seis o siete pisos. Este monstruo, desde luego, no se ciñó mucho a la pauta que dice que las olas más grandes que podemos encontrar, en el Indico, Pacífico y Atlántico meridional, no exceden los 18 m. de altura. No está mal. Para el resto, el límite está en los 13 m., y, para el Mediterráneo, en 6, ola que, todo hay que decirlo, a la mayor parte de nosotros ya es capaz de dejarnos plenamente satisfechos.
No obstante, si me preguntan cuál es la ola más impactante que he visto, respondería, sin dudarlo, que la ola piramidal. Estas olas no proceden de trenes unidireccionales, sino que resultan del cruce de varios trenes de ondas —a veces, hasta cuatro o cinco—; el efecto es que la embarcación es vapuleada por todos lados, resultando difícilmente gobernable. Cuando los trenes de ondas son perpendiculares, el curioso efecto —contando con la colaboración de los parámetros físicos del fenómeno— es una ola piramidal, con cuatro costados o vertientes, cuya cresta rompe en un estallido blanco y afilado; antiguamente, cuando los marinos veían este «colmillo», decían que la mar «tiene dientes». Y así pude identificarlas en plenas Bocas de Bonifacio, al ver el increíble incisivo blanco y transparente surgiendo de la negra masa cónica de la ola. Ni que decir tiene, la ola piramidal es ingobernable, pues no hay vertiente por la que estabilizar el rumbo; nuestro barco, de casi 18 m., se las vio y deseó en aquellas condiciones, pegando escoradas posiblemente récords en su historia, hasta que no hubo más remedio que rizar velas, meter la máquina, y correr delante del temporal hasta el primer puerto disponible, Santa Teresita de Galliura, entrando, a mano derecha.
Así es la mar, desde el punto de vista técnico; altura, fuerza, peso y gravedad. La mar es bestial, pero, también, palpable, mesurable y, hasta cierto punto y con lo que sabemos hoy día, predecible, mientras se mantenga dentro de unas pautas normales. Pero lo más importante sobre el elemento líquido tal vez no sea lo que es, sino la percepción que el marino tiene de ella. Reconozcámoslo, si algo nos asusta de veras de una ola, es que la sabemos muy capaz de atrapar nuestro barco y ponerlo patas arriba. La mayor parte de nosotros nos limitamos a rogar que esto nunca suceda; parafraseando a Marisol en su célebre canción, le pedimos a la ola que no venga a visitarnos. No vengas, ola. Tengo un amigo que dice que, si de veras crees que tienes un barco seguro, imagínatelo boca abajo y cambiará tu opinión. Hay que reconocer el peso de esta afirmación imaginando las baterías voladoras, los cientos de cachivaches que tomarán vida propia, los cuarteles que se liberarán de sus trincas, las panas del fondo que obstruirán la cabina, el combustible que se derramará, los depósitos de agua que se moverán, todo lo que golpeará los instrumentos electrónicos —dejándolos fuera de servicio— y lo que es peor, cuántos heridos tendremos a bordo. Por éso, si de veras queremos que no venga la ola, puede que lo mejor sea no ir a su encuentro. Las modernas técnicas de navegación proponen no dejar que te atrapen jamás las olas y hacer lo que sea por evitarlo. ¿Fácil de decir? Al fin y al cabo, dos no pelean si uno no quiere.