18. ESTA QUILLA ES UN DESASTRE

Hay seres afortunados en este mundo, que gozan de excelente salud, jamás sufren el paro, pocas veces discuten con su cónyuge —y cuando lo hacen, es por cosas sin importancia— no conocen lo que es que la televisión se estropee en lo más interesante de tu programa favorito, tienen vecinos discretos y encantadores, hijos satisfechos con su género y ajenos a las debilidades por sustancias prohibidas, y ni que decir tiene, jamás caen en la calavera cuando juegan a la Oca, ni se les acaba el papel higiénico en inoportunos momentos íntimos. Por supuesto que estos individuos, si se dedican a la afición naútica y en concreto, a la vela, son conscientes de que disponen de una quilla bajo el casco de su barco tan sólo por la estabilidad de éste último, o la capacidad antideriva de la que pueden disfrutar navegando de ceñida. La saludan una vez al año, con ocasión de las engorrosas varadas para limpiar y pintar fondos; pero si a estos navegantes tocados por la arbitraria vara de la fortuna se les pidiera que dibujaran la forma de su quilla en un papel (sin mirar los planos) nos asombraríamos de lo lejos que está el aspecto de lo dibujado de lo existente en la realidad. Lo que sucede, aparte del discutible talento del interesado, es que la quilla jamás les da problemas y por lo tanto, su imagen no les preocupa en absoluto. Hay otros, sin embargo, para los que la quilla de sus barcos ha sido un continuo y permanente quebradero de cabeza, una maldición de la que no hemos conseguido librarnos ni cambiando de barco para cambiar la quilla. Lo confieso, como adicto a las discusiones, la calavera de la Oca es para mí casi un lugar de residencia; mi televisión es digna del contenedor de la basura, de los vecinos ni hablaremos y de lo demás, qué quieren que les diga: mis quillas son un desastre.

La quilla, elemento fundamental y casi podríamos decir sustantivo del barco velero de un solo casco (los astutos catamaranes prescinden de ella sustituyéndola por un segundo casco; los trimaranes, peores negociantes, se comen tres) ha evolucionado con los tiempos cambiando formas, pesos, tamaño y dimensiones, pero nunca su función, estabilizar al velero dotándole de un sólido contrapeso inferior para contrarrestar el par escorante de las velas y evitar la componente antideriva creada por el viento sobre éstas. En realidad, la evolución de la quilla fue el resultado de la evolución de las velas; cuando éstas fueron mejorando y proyectándose hacia las alturas, los navegantes se dieron cuenta de que, cuando ponían un poquito la proa hacia el viento, como quien no quiere la cosa, empezaban a navegar velozmente de lado. Tras asegurarse de este hecho por marcaciones inequívocas y comprobar que quien manejaba la alidada no había tocado la despensa del ron (que suele producir abatimientos considerables), se llegó a la certeza de que al casco le faltaba «algo» que impidiera el desplazamiento de costado. La quilla, de ser el madero estructural que forma la columna vertebral del barco, pasó a ser elemento básico antiescorante y antideriva.

Los lápices de los diseñadores del pasado encontraron solución a este nuevo papel para la quilla diseñando las más bonitas obras vivas que se hayan visto jamás; barcos con formas increíbles, curvas que se alargan o se cierran para terminar agudas, lanzadas, irresistiblemente elegantes, en la proa y la popa. Cascos que se prolongan hacia el fondo para curvarse en la quilla, aplanándose donde parecen cóncavas, limándose allá donde esperamos encontrar volumen. El barco de vela de esta época era bello y era perfecto y aún podemos admirarnos de estas maravillosas creaciones que muchos, con buen juicio, se han resistido a que desaparezcan conservando y manteniendo auténticas joyas del pasado, pues, probablemente, con ellos desaparecería todo lo que entendemos como la magia y el encanto de un velero. Los cascos que, a la vez, eran quilla, son aún, en una palabra, seductores hasta la rendición. Creo que fue Nathanael Herreshoff con el Gloriana, o tal vez fuera Laurent Giles con el Myth of Malham, los primeros que decidieron que la quilla era una cosa y el casco otra y que esta radical separación permitía hacer barcos más potentes, mejor lastrados y más fáciles de construir; la quilla, una vez terminada, se atornillaba al casco y punto. Aparte de la segunda gran revolución de las quillas —en realidad, se creaban dos quillas: una estructural y otra estabilizante y antideriva— el concepto daba paso al barco de vela moderno, largo, voluminoso, ligero y muy, muy rápido, capaz de mirar al viento, a vela, casi con ambos ojos.

Esta «segunda revolución» es la que ha llegado a la mayor parte de nosotros. Pero había un tercer tipo de quilla, concebida no por motivos de ingeniería, sino por temas prácticos, de navegación, pues, cuando el barco navegaba de empopada, no necesitaba tanta quilla, la verdad. Así nacieron las quillas retráctiles, es decir, que se escamotean más o menos dentro del casco, lo cual, aparte de ofrecer menos resistencia, tiene la otra gran ventaja de que pueden izarse en lugares donde no tengamos el suficiente calado, llegando con la embarcación hasta la misma playa. Una maravilla ¿no? La fantástica naturaleza de las quillas retráctiles elevables, o escamoteables, como se quiera, fue una de mis grandes experiencias naúticas, pues mi primer barco estaba dotado con una de ellas. Nada más acabar la regata, bajé a izarla, y el tornillo crujió a rotura con sonido de espantoso diagnóstico. Mientras la quilla partía rauda, atraída por la irresistible fuerza de la gravedad, sufrimos esa característica falta de riego sanguíneo facial que, de forma grosera, se asocia con un rápido ascenso de ciertas glándulas gemelas a la altura de la laringe. ¿Qué iba a pasar a continuación? ¿Se abriría el fondo y nos iríamos a pique? ¿O nos abandonaría la quilla y volcaría el barco? En esta expectante coyuntura —por suerte, de tan sólo una fracción de segundo—, pude escuchar el aldabonazo terrible de la susodicha, a modo de badajo, golpeando contra el casco con sus 300 kilos, sujeta aún por el eje. La campana dobló por el barco otras dos veces más, pero nada sucedió: el eje había resistido la prueba. No quedaba sino enfrentarnos a la siguiente, es decir, reclamar al fabricante y conseguir un nuevo tornillo, lo que, naturalmente, llevó su tiempo.

Mientras esperamos, podemos adentrarnos en la tercera y —por ahora— última gran revolución de las quillas pendulares, que, como las retráctiles, también se mueven arriba y abajo, pero no según la línea de quilla, como estas últimas, sino transversalmente, siguiendo la curva definida por la cuaderna maestra. No cunda el pánico: después de la experiencia antedicha con las quillas que se mueven, el simple instinto animal le pide al cuerpo que, al menos, en el futuro, este elemento estructural permanezca en su sitio y lo más inmovilizado posible. Lo cierto es que las convencionales quillas clásicas, es decir, las que no se mueven, ultraperfeccionadas a perfiles aerodinámicos de máxima sustentación, dieron algunas desagradables sorpresas: antes de la regata Vuelta al Mundo 1985-86, el maxi inglés Drum, del cantante Simón Le Bon (grupo musical Duran Duran) perdió la suya, volcando espectacularmente para deleite de la prensa del corazón, que dejó registrado para la posteridad el húmedo rescate del afamado batería. También el maxi finlandés Martela, durante la edición 1989-90, perdió la quilla del lado atlántico del cabo de Hornos. El pecio, rescatado por los uruguayos, daría ocasión de hacer las primeras armas en regata oceánica a mi amigo Pablito, con el nuevo nombre —me refiero al barco— de Uruguay Natural.

Probablemente, la primera quilla pendular famosa que se fue a hacer gárgaras fue la del Open 60 Exide Challenger, del navegante británico Tony Bullimore, durante la tercera regata Vendeé Globe 1996-97; luego han venido algunas otras, entre ellas, la del VOR 60 vueltamundista español Movistar durante la Volvo Ocean Race 2005-06, que acabó por echarlo a pique en medio del Atlántico. Pero ¿cuál es el principio de las quillas pendulares? Sencillamente, incrementar de forma espectacular el par adrizante del barco y con ello, la potencia (más vela), a costa de una patética disminución de la superficie antideriva, que se compensa dotando al barco en cuestión de unas enormes orzas de sable —sin lastre— a la altura del palo. Este invento no sólo llena de cachivaches y quehaceres unos artefactos ya de por sí sobrecargados de ellos, sino que pone en evidencia la ya más que cuestionada y trajinada estructura, teniendo que echarse mano de los famosos materiales exóticos para la confección de los mecanismos, pues, realmente, hasta de manera intuitiva se hace difícil comprender cómo una quilla de varias toneladas y más larga que un día sin pan puede sujetarse y pendular sobre un pequeño eje instalado en la otra quilla (la estructural), pareciendo de la mayor de las lógicas que, al mínimo impulso de los hidraúlicos interiores, aquello se descomponga miserablemente, desmantelando por completo lo que, antes de tanta innovación futurista, denominábamos «barco velero».

Lo cierto es que, para desgracia de románticos y amantes de la vela clásica, las quillas pendulares están ya experimentadas y son de plena aceptación en ese común irracional y especulativo que podríamos denominar «colectivo regatista de alto nivel». No dudamos que, según afirman sus portavoces, las quillas pendulares acaben equipando los barcos de fin de semana, pero, hoy por hoy, el manejo está restringido a su alcance, el riesgo no muy lejos, pisando los talones y la factura, sólo a nivel de empresas patrocinadores con balances de muchos cientos de millones de euros, o los inefables y omnipresentes Emiratos Arabes Unidos. Así que, mientras éste último entuerto tricéfalo —manejo, riesgo y coste— es resuelto por mentes preclaras, el común de los mortales hemos de seguir navegando con las quillas fijas, o retráctiles.

Habíamos dejado a la mía recién reparada con un nuevo tornillo que venía a reponer el antiguo repitiendo todos sus defectos; así que no tiene nada de extraño que, transcurrido el tiempo correspondiente, el tornillo con su correspondiente casquillo volvieran a las andadas con el CRAC de rigor. Afortunadamente, esta vez lo hizo en el atraque, impactando la quilla contra el fondo con un hachazo que dejó el casco retemblando como si hubiera cogido la gripe. No tenía suerte con la quilla; eso estaba claro. En las travesías a las islas, la oía respirar allí, dentro de su caja, con el agua bañándola feliz, y me preguntaba si no nos estaría reservando una tercera y última sorpresa: la definitiva. Una cosa tenía clara: mi nuevo barco tendría la quilla fija. Una quilla hermosa, antideriva, perfilada, profunda, y completamente inmovilizada.

Así fue mi barco siguiente. Felices y contentos, salíamos por la bocana, cuando el bulbo de la quilla tocó fondo y quedamos embarrancados. Fue tan sólo el principio de otra larga penitencia; cuando la bocana del puerto no tenía el calado de nuestra quilla, quedábamos inmovilizados varios meses cada año. Pensándolo bien, y desde el punto de vista teórico, mi quilla ideal sería la pendular: profunda para navegar, e izable para entrar en puerto. Pero no morderé ese cebo: se trata, sin duda alguna, del pérfido camino que traza el destino para garantizarnos la perdición.