Cuando escribo estas líneas, acabamos de venir de la salida de la Volvo Ocean Race 2008-2009, la que será décima regata Vuelta al Mundo por etapas con tripulación. En situación de «gota fría», Eolo ha obsequiado a todos los participantes y espectadores con un consistente aperitivo de vientos entre 30 y 35 nudos y olas de entre uno y dos metros para amenizar el espectáculo. Los grandes veleros de 70 pies han tenido que salir con la mayor rizada y pequeñas trinquetas camino de la baliza de barlovento. Se había pensado que se diera la salida desde la venerable reproducción de la nao Victoria, pero, vistas las condiciones y los tachables antecedentes de este barco —léase Expo 92—, que resultan ciertamente indecorosos no sólo para ejercer como buque-comité, sino también para recordar a aquél otro, heroico y ejemplar, primero en dar la Vuelta al Mundo al mando de Elcano, ha sido finalmente la fragata Navarra la que ha servido a S.M. el Rey al efecto; teniendo ésta una gemela, también de nombre Victoria, hay que convenir que la Armada puede haber acertado con la medida, pero ha perdido una inmejorable ocasión de apuntarse juego y set.
Los veleros, nada más montar la baliza de Campello, han izado —no todos se han atrevido— velas de portantes, saliendo disparados hacia la isla de Tabarca. Con habilidad, el patrón de nuestra motora ha logrado situarse en paralelo a uno de ellos, sin molestar: 16 nudos. A esta velocidad, habrán llegado a media tarde al cabo de Palos y antes de medianoche, al cabo de Gata; puede que ni se enteren de que han montado estos célebres hitos de las rutas de cabotaje mediterráneo peninsular, ocupados, como estarán, en enjundiosos asuntos informáticos u otros aún más exigentes.
Pero no todos los navegantes tienen ésa condición; quienes navegan en embarcaciones deportivas normales saben que, detrás de un cabo, las condiciones de viento y mar pueden variar considerablemente, a mejor, o a peor. Famosa es la afirmación de que, si se rodea Ibiza en sentido contrario al de las agujas del reloj, el viento se va abriendo en cada cabo, cerrándose en sentido contrario, afirmación que insondables arcanos de barra de club naútico discutirán acaloradamente dependiendo de las unidades etílicas ingeridas. En fin: si, para los deportistas de alto nivel y la marina mercantes el cabotaje (de cabo en cabo) ha pasado a la Historia, para los pequeños veleros sigue siendo una cosa seria; algo que hay que superar, de día o de noche, a toda costa, y que da la pauta, y puede ser piedra de toque, en la forja del marino auténtico. En suma, tal vez un navegante no sea tal hasta que no se haya apuntado en su casillero unos cuantos cabos de Primera División.
¿Cuáles son éstos? Posiblemente, todos tengamos alguno no muy lejos de la bocana de nuestro club naútico, pero hay nombres que resuenan en el subconsciente colectivo ocupado en la navegación: Creus, Bagur, la Nao, Cabo Palos, Gata, San Vicente, el incorregible Villano, o la severa Estaca de Bares. Igual que en navegación oceánica se pronuncia con respeto y cierta circunspección, los nombres de Buena Esperanza, Agujas, Leeuwin o el mítico Cabo de Hornos, auténticos Clase Especial, en costera deportiva peninsular hay que ser consciente de que cualquiera de aquéllos puede hacerte sufrir, padecer y llorar; incluso es muy capaz de ganarte la batalla. Difícilmente pasarán desapercibidos, quedando en la memoria el dedo de luz de un faro colocado sobre un cabo que nos negó sus favores, nos angustió o, simplemente, quedó en la lejanía para siempre.
Nuestro cabo doméstico es el cabo San Antonio. Las noches que nos hemos escurrido bajo su haz luminoso, amparándonos en la encalmada —en una ocasión, en medio de una espesa niebla— ya casi ni las cuento, bien a sabiendas de que luego, a plena luz del día, tarde o temprano, pasará su factura con una marejada o marejadilla vespertina que vapuleará el barco, calará hasta los huesos y tumbará por mareo a más de un tripulante. Es un cabo conocido, casi de familia. No sucede así con otros, cuyo conocimiento fue más o menos indiferente, o resultó pletórico, como el cabo Formentor, en Mallorca, que doblamos una tarde de viento fresco a base de bordadas, una tras otra, con el barco vibrando hasta la última fibra. Favaritx, en Menorca, resultó el cabo mágico, superado una noche de calma sepulcral, rodeados de delfines…
Los cabos más «malos» de esta película son, sin lugar a dudas, los de las esquinas, puede que por su condición de extremos de la invisible frontera entre dos mares o cuencas: Villano, Prior, Ortegal y la Estaca separan el Atlántico del Golfo de Vizcaya. San Vicente media entre el Atlántico y el Golfo de Cádiz; Gata, entre el Mediterráneo y el Mar de Alborán. Y Creus, separa este mismo mar del Golfo de León. Esta condición geográfica los convierte en viejos veteranos, expertos en la elaboración de pérfidas estrategias. La especialidad de Gata es la «defensa en profundidad»: antes siquiera de ver el cabo, ya darán comienzo los problemas, en forma de levantes o ponientes, que la habilidad felina de este cabo situará directamente en nuestra proa, haciendo imposible el avance. Viento de proa en un pequeño velero equivale a un desafiante «No pasarás» y, en efecto, si Gata dice no, más vale buscar puerto en el Golfo de Vera si vamos de bajada, o en la bahía de Almería en caso contrario. La especialidad de San Vicente son las nieblas; uno se ve metido en un peligroso juego del gato y el ratón con enormes mercantones que van surgiendo de improviso de una atmósfera de algodón. San Vicente, sin un buen radar, es jugarse el velero en una peligrosa ruleta rusa. Pero tanto Gata como san Vicente son cabos «limpios»; no tienen ningún obstáculo ante ellos como otros cabos, presuntamente de menor categoría, pero que pueden «ascender» de golpe.
El cabo de Palos con viento de levante puede llegar a ser de éstos últimos. Para nosotros fue el cabo del insomnio, la tercera vez que lo doblamos, trasladando el barco de Almería a Torrevieja. Había sido un día de sofocante calor africano, que llevamos pegado a nosotros las 70 millas desde Almería, hasta que se nos hizo de noche. Con el alivio por la temperatura, llegaron las ansiedades de la navegación: a las once de la noche, teniendo a la vista la luminaria de faros del cabo Cope a Cartagena, comenzó un molesto viento de proa, 60°, y olas; nos internábamos, así, en un incierto cañizal naútico lleno de peligros, un cabo alzándose en la oscuridad, y ésas pequeñas islitas, las Hormigas, que tiene ante él, el tráfico marítimo, el cansancio, y —cómo no— el viento y la mar de proa.
No quedaba sino resignarse a no dormir, pues las adversas condiciones y la difícil navegación nocturna con los islotes allí en medio exigirían máxima atención. Todo se inició poco a poco, en «crescendo», como una película de terror. Cuatro horas de molesta navegación nos aproximaron a poco menos de veinte millas del cabo de Palos; ya no pudimos más. Aun yendo a motor y vela, tuve que abrir hacia el este para empezar las bordadas. Aquello iba a ser largo y difícil, así que, preparándonos para el combate, rellené completamente el depósito de combustible, dejando sólo 7 litros de reserva. Bordo a tierra, rumbo 20°, algo mejor, pero lejos del rumbo al faro. A poco más de tres millas de tierra, la ensenada de Portman aparecía negra y siniestra; decidí regresar al bordo de mar, puesto que el cabo no resguardaba del viento en absoluto.
Cuatro de la madrugada; cansancio, agotamiento. Rumbo al este (90°), el barco vuelve a sacudirse contra la marejada. Aquí están, por la proa, los actores secundarios, toda una fila de cargueros bajando pegados a la costa. Tengo que dejarlos pasar, antes de poner nuevo rumbo norte. Nuestros esfuerzos nos han llevado a sólo 8 millas del cabo, a poco más de tres nudos de velocidad; es cuanto la mar y el viento nos dejan hacer, y, así, no tendré otro remedio que pasar entre Palos y las Hormigas. Un estrecho paso de apenas milla y media, el ojo de la aguja que tengo que enhebrar.
Cinco de la madrugada. Complicaciones: me estoy quedando sin baterías, luces de navegación, el piloto automático trabajando de firme. Apago el frigorífico para aliviar el alternador. Voy a dar una bordada al norte, rumbo 20°, en demanda del cabo. Los golpes de las olas son agotadores. Un mercante nos alcanza por la popa, muy rápido; ¿bueno, o malo? El desconocido entra en escena, y, cuando está cerca, vira bruscamente, poniendo rumbo hacia Cartagena. Alivio, cansancio, sueño ¡ahora, no! La aparición del asesino se presiente, es casi inminente. Se ven a lo lejos, como una filita de pesqueros saliendo de Cartagena hacia el cabo de Palos. Salen a faenar a primera hora de la madrugada. Son cuatro y cortan directamente nuestro rumbo. Pasa el primero, el segundo… aquí está el tercero. El criminal paranoico. Viene a toda máquina, directo a colisión y no va a desviarse en absoluto. Hasta es posible que no haya nadie en el puente; un tipo sin escrúpulos, que cree que por vivir de la mar puede hacer allí lo que quiera. Desconecto el piloto automático; no sin dificultad, maniobro a duras penas, por su popa. Se aleja arrojándonos una estela que parece un alarido de rabia. El cabo de Palos, cabo de insomnio para mí, escondía su letal secreto.
Amanece. Por fin, a las 08:00, logramos pasar entre el faro y la Hormiga. Sólo tendré escasa hora y media de descanso antes de vérnoslas contra el incipiente temporal de levante que encontraremos al otro lado, y que nos obligará a refugiarnos en Torrevieja después de atravesar una piscifactoría a sotavento. Pero ésa es otra historia. La del artículo, el asesino escondido del cabo Palos, fue muy real, y se le puede repetir a cualquiera. Un loco criminal anda suelto. ¿Continuará?