15. FLIPPER

Fue en el Mar de Alborán, ésa estrecha franja de agua que media entre el Atlántico y el Mediterráneo, entre España y Marruecos o, de forma más precisa, entre el Estrecho de Gibraltar y el Cabo de Gata. Habíamos salido de Ceuta a primera hora de la tarde con una ponentada de 35 nudos que, tan sólo con el tormentín, nos hacía dar planeadas entre 7 y 9 nudos. Atravesábamos el Mar de Alborán —un mar con nombre de pirata, Al Borany, que se dice utilizaba como cubil la pequeña isla que lleva su nombre— y el viento amainó con la llegada de la noche, dándonos un respiro en nuestro camino hacia la Península. Navegábamos a oscuras (con las luces de navegación) frente a las costas de Málaga, Granada y Almería, ruta tradicional de las pateras de inmigrantes, por lo que había que mantener una atenta guardia. Sólo éramos dos a bordo, con el consiguiente cansancio; en caso de encontrar una patera llena de gente, lo teníamos muy claro: nada de dejarles pasar a bordo. Llamaríamos a Tarifa Tráfico y esperaríamos a que llegara ayuda. La noche era clara y el silencio, sobrecogedor. Nuestro pequeño barco de 33 pies avanzaba sin impedimentos, contento de su ruta. Una de esas extrañas noches de mar llenas de presagios, preñadas de imponderables, avatares e incertidumbres.

Llevaba ya varias horas de guardia solitaria, cuando, de pronto, sucedió, no fue una patera lo que llegó a visitarnos, sino un fantasma, un maravilloso espíritu reluciente que avanzaba raudo y feliz junto al costado de babor del barco. Supongo que, si en aquel momento, se me hubiera hecho una foto, mi rostro habría mostrado el mismo dibujo de las rosquillas, la letra O. Era un delfín, un precioso cetáceo de tamaño no muy grande —como suele suceder en el Estrecho— pero que, completamente cubierto de plancton fosforescente, brillaba como una bombilla que nadara luciendo a plena potencia dentro de la mar. Es más, era como si el vidrio, moldeándose por arte de magia, hubiera adquirido las precisas e hidrodinámicas formas del delfín, marcando sus contornos, la robusta cola, el cuerpo, las aletas, y… los ojos. Se le veían perfectamente los rasgos faciales, la frente, la boca y, como a menudo sucede con los delfines, uno habría dicho que sonreía. Estuve tentado de llamar a mi compañero, que dormía dentro pacíficamente, pero la aparición pareció estremecerse, como diciendo «soy sólo para ti».

¿Qué tienen los delfines que nunca han dejado de maravillar y sorprender al hombre con su conducta? Las primeras e inesperadas apariciones de ellos, en el Canal de Ibiza, cuando cruzábamos de la Península a las Pitiusas, rodeando al barco en la noche con sus saltos y situándose en la proa, su lugar preferido, siempre provocaban la reacción de alguien a bordo, gritando, saltando, intentando provocarles con silbidos, como si fueran perritos; luego, uno se acostumbra, y aprende que, tal vez, lo que haya que hacer con los delfines es observar en silencio. Porque ellos te observan a ti. Una tarde, saliendo de la Cala de San Miguel, al norte de Ibiza, rumbo a Mallorca, ciñendo a rabiar con dos veleros de siete metros, una bandada de delfines se metió entre ambos barcos escorados, y se pusieron a nadar y saltar fuera del agua. La escena era pletórica; en el costado de barlovento de mi barco, a la caña, podía ver perfectamente cómo el delfín que había allí, a la sombra de la mayor, me miraba con una expresión indefinible; tal vez se daba cuenta de que aquel gran pez con dos aletas que se desplazaba cachazudamente por la superficie del agua era un pez de pega y que el ser vivo iba encima, sobre él, conduciéndolo. No se le podía engañar; por eso me miraba, fijamente, tal vez pensando o diciendo con los ojos: «sé que eres tú».

La ligazón y convivencia de los delfines con el hombre viene de tiempos ancestrales; aparecen dibujados en los frescos micénicos, retratados en estatuas griegas y romanas, continuamente mencionados en nuestra literatura y obras de arte, hasta que, por fin, llegó la película, la serie Flipper, que trataba de la amistad entre el delfín de este nombre y un niño; lo cierto es que, desde que el hombre se aventuró en la mar, los delfines estuvieron allí para acompañarlo y existe la leyenda de que marcan el camino a la ciega proa de los barcos, porque ningún delfín nada junto al que navega hacia los arrecifes. En la costa de África, los delfines cazan en colaboración con los hombres desde tiempos inmemoriales, acorralando los bancos de peces contra la orilla y las redes de los pescadores. Son depredadores natos, no debemos olvidarlo; una vez, navegando entre Bermudas y Azores en una goleta, vimos cómo, a lo lejos, se formaba una numerosa bandada de «algo» que emprendió rápidamente nuestra caza, rodeándonos y cercándonos. Aunque, cuando vimos que eran delfines, nos sentimos más aliviados —las orcas han llegado a desventrar barcos de fibra como el nuestro—, sus tácticas y movimientos de grupo eran los típicos de una manada de cazadores, no las desordenadas y atrevidas fintas que estábamos acostumbrados a ver en el Mediterráneo.

La cualidad más sorprendente de los delfines es su capacidad de aparecer para prestar ayuda; se han descrito casos de nadadores y pescadores salvados por los delfines. Pero también pueden ofrecer otro tipo de apoyo: recuerdo una vez, navegando del Puerto de Ibiza a la Península, pasamos de la encalmada cruzando los Freus, a un duro y frescachón viento del sur en el plazo de unas horas. Lógicamente, fuimos reduciendo velas, y acabamos tan sólo con el tormentín a proa, y el pequeño motor fueraborda, para que nos diera velocidad de gobierno entre las olas. Pero se había levantado una mar que impresionaba para un barco tan pequeño como el nuestro (7 m.). Varias olas, muy cortas y escarpadas, nos agarraron con verdadera mala intención, pretendiendo volcarnos. Teníamos que estar muy atentos al gobierno del barco; después de unas horas, recuerdo el dolor de espalda por los golpes de las olas que rompían en la aleta. La situación era tensa, y nos hallábamos muy solos en la vasta extensión de crestas blancas. De pronto, sucedió. Estaba en el interior del barco, cuando escuché al timonel profiriendo gritos desencajados. Lo primero que pensé es que se había vuelto loco; salí a cubierta, y allí estaba, una preciosa manada de delfines nadando junto al barco y ascendiendo por las escarpadas olas que teníamos al costado.

—Es como si estuviesen en un escaparate.

Así era y, en las olas más grandes, llegaban a estar a alturas sorprendentes respecto al barco cuando éste descendía al seno. De pronto ¡ZAS!, cogían carrerilla, y «rompían el cristal» saliendo despedidos por el aire, acompañados de un grito nuestro irreprimible. Incluso llegué a temer que alguno cayera a bordo. Transmitían una sensación de optimismo y diversión absolutamente contagiosa, algo así como si dijeran:

—¡No pasa nada! ¿Qué pasa? ¡Nada!

En un momento bastante comprometido de la travesía, lo cierto es que su aparición fue un regalo de simpatía y «buen rollo». Años después, leí que, durante el temporal del Canal de La Mancha de Octubre de 1987, el yate Muddle Thru, de 34 pies, dio la vuelta de campana, sufriendo diversos desperfectos. Cuando de nuevo pudieron ponerse en marcha, su patrón, Harry Whale, cuenta que llegaron los delfines:

«Como esquiadores jóvenes en una carrera magnífica, jugaban y revoloteaban alrededor de nosotros, a menudo saltando directamente desde la cara de las olas que avanzaban».

Así que nuestro caso de «romper el cristal» es una diversión frecuente y habitual de los delfines que, de esta manera, contagian con su buen ambiente a los barcos en aprietos. No se les puede pedir más. A cambio de todo ésto, nosotros nos hemos dedicado a pescarles en almadravas para meterles en latas de atún, dejar por ahí redes de deriva para que se enreden en ellas y mueran, dispararles desde la proa del barco (Ver «El Motín de la Bounty»), exterminarles por la competencia que representan para el hombre con sus cacerías en los bancos de pesca (Japón), encarcelarlos en acuarios, convertirlos en payasos amaestrados de los delfinarios, secuestrarlos e incorporarlos a la armada (rusa y americana) para que actúen como «kamicaces» llevando cargas junto a los barcos enemigos, y un sinnúmero de atrocidades peores. Desde luego, arrimarse al ser humano y poder ser amaestrado es un pésimo negocio para cualquier especie.

Por fortuna, no todo es malo. Científicos de diversas nacionalidades están avanzando notablemente en el estudio y conocimiento de los delfines como individuos y no como «bichos», tal como se hacía anteriormente. Se ha descubierto que se estresan y ponen nerviosos como nosotros, que cada uno posee su propia identidad y se comunican entre ellos. Disponen de un potente sistema de sonar, la «ecolocación» y son merecedores de un lugar en los mares sin que nadie les moleste, como cualquier otra especie. Tal vez éso haga posible que próximas generaciones —la nuestra es demasiado bestia— les respeten y mantengan protegidos al margen de politiqueos e hipocresías internacionales.

Un último aspecto curioso que pudimos comprobar de los delfines es que dan celos. En la regata Ceuta-Azores, navegando al norte de la isla de San Miguel, una bandada de delfines vino a nadar en la proa y nuestro perro, un foxterrier impenitente con instinto de escorpión, saltó sobre ellos desde la gatera sin pensárselo dos veces; por suerte, llevaba el arnés, y pudimos recuperarlo a bordo. Sin duda que los delfines tienen un mensaje propio que merece la pena. Por mi parte, voy a seguir escuchando.