Por los medios de comunicación —o de desinformación acelerada— nos enteramos de que el entrañable actor navarro Alfredo Landa acaba de irrumpir en el mundo literario con una obra en la que habla de sus amigos como sólo se está autorizado a hacer, en público, de la propia suegra; polémicas aparte, los que ya vamos arrimando la edad a ese feo calificativo de «provecta» sin duda podemos recordar a Landa por aquél inolvidable film, «Cateto a Babor», en el que interpretaba a un sencillo marinero del portahelicópteros Dédalo, cuya desvivencia por su hermanillo pequeño le acababa reportando, como en el cuento, el amor de una buena moza. Estas películas con moralina gozaron de una parafernalia y escenarios de los años sesenta ahora plenamente de moda, lo que se ha dado en llamar «Retro», como el Seat 600, el sofá de skay, las moquetas de plástico o el televisor en blanco y negro; una época ya pasada de opaco esplendor, que también vivió la naútica patria, en lo que se podría denominar como «Retronautia» o, con más precisión, «Cutrenaútica».
Gracias a la longevidad del producto naútico, podemos gozar aún, en nuestros días, de cálidos objetos cutrenaúticos. En vela ligera, el desfile debe empezar, forzosamente, por aquéllos balandros de Poliglás, prácticamente indestructibles, el 350, mezcla de auxiliar, dinghy y pequeño velero, vio los primeros balbuceos de muchos entre los que he de incluirme —sólo los niños pijos, en mi época, aprendían con los Optimist—, un barquito prácticamente imposible de volcar, aunque algunos, muy burros, acababan por conseguirlo. Cuando ya se sabía un poco, era el turno del 420 con palo de madera, a los que se les abombaban las amuras si se les forzaba demasiado. La Escuela francesa de las Glènans trató de colonizarnos con la famosa trilogía del Vaurien, el Cadete y el panzudo Caravelle, todos los cuales podían construirse con tablero de contrachapado; incluso algún astillero intentó copiar el 420 con una cosa rara a la que llamaban Nordet. ¡Qué tiempos aquéllos!
La cutrenaútica del crucero ha de iniciarse por aquellos modelos de Rodman y Taylor que, asimilando a veleros, navegaban a velocidades prácticamente nulas con absoluta seguridad. Estaban construidos con gran robustez, cualidad muy apreciable en épocas de iniciación mientras la peña se va incorporando y eran duros de cojones, lo cual puedo asegurar después de haberme dado de morro contra uno en su día con mi pobre 420. Los pioneros navegaban entonces a bordo de dos nombres legendarios, Puma y Daimio, que eran la ilusión de los soñadores. El Puma 23 de Holman y Pye resultó un velero excelente, aunque la caída desde el tambucho a la bañera podía descalabrar al más pintado y el manejo sobre la borda del fueraborda no era lo que podría denominarse precisamente cómodo. Ambos tuvieron sus versiones «súper», el Puma 26 y el Super Daimio, con el que algún atrevido llegó a cruzar al otro lado del Atlántico (nada de extrañar, después de la memorable vuelta al mundo de Julio Villar a bordo de un Súper Mistral, inmortalizada en el libro «Eh, Petrel»).
Ya como veleros más modernos, hoy absolutas piezas de museo, estuvo la generación de Somos santanderinos. El Somo era el barco que dibuja un niño cuando le pides que pinte un velero; así era la limpieza de líneas y simplicidad de este velero de Fernando Roca, algunos de los cuales siguen en la brecha ya próximos a la cuarentena, después de miles de millas de navegación, muchos dueños, e infinitas satisfacciones. Era un poco el velero ye-yé, de los setenta casi ochentas, y cuya materialización sobre el campo de regatas fue el inefable Manzanita de Ron Holland, modelo con el que España se encaramaba por primera vez a un Campeonato del Mundo y que aún puede verse presidiendo el área de pura sangre abandonados de cualquier club naútico. Un barco muy usado, y también ignorado extrañamente a pesar de su difusión, fue el Hunter 616, con una eslora, tamaño y coste que lo hacía ideal para cualquier pequeño club naútico, e incluso el pantano, donde todavía podemos encontrarlos.
La nueva generación, que a todos nos dejó boquiabiertos, irrumpió en los ochenta para sustituir a los anteriores: en escalas menores, apareció el Cóndor 20 que, con el tiempo, ha pasado a engrosar las filas cutrenaúticas después de ser «la máquina micro» de su época y los velocísimos y puntiagudos Furias, los cuales han tenido la desgracia de ser pasto, en buen porcentaje, de la horrible plaga de la ósmosis, terminando sus días demasiado rápidamente. No obstante, aún se encuentran muchos compitiendo en regatas de club, oportunamente reciclados en su día. Estas aventuras de pequeños astilleros estaban destinadas a la extinción, pues los grandes megafabricantes como Jeanneau y Beneteau estaban prestos a desembarcar con modelos mucho más perfeccionados, rápidos y ajustados de precio. Hoy sólo veleros auténticos como el Decisión 7,5 han sido capaces de mantener el espíritu de independencia y autosuficiencia, siendo, por lo tanto, uno de los más firmes candidatos a ocupar el trono cutrenaútico en próximas décadas, por mucho que se enfade mi amigo Juan Aracil. Incluso el 470, olímpico y que nos fascinara en su día, va ya quedando arrinconado y excluido, acercándose también a este dominio.
Después de contemplar, como el melancólico Fray Luis de León, cómo el tiempo va pasando y dejándonos a todos anticuados, cabe preguntarse qué sucederá con los barcos que usamos hoy día; si la revolución informática y la virtualidad continúa asombrándonos con sus progresos, pronto la naútica de simulación habrá ganado puntos sobre la real —de hecho, ya lo hace hoy en día; ellos se lo pierden—, el uso y fabricación de costosos cascos de plástico y resinas contaminantes se hará por completo innecesario y blancos cementerios de viejos cascos abandonados poblarán los litorales, haciendo necesaria su recogida y eliminación. Puede que el yate del millonario más ostentoso del club, ése que tiene el palo más largo y la proa más alta, acabe de patera en cualquier puerto del tercer mundo, para traer ilegalmente inmigrantes al primero, lo cual no es nada fantasioso si observamos lo que ha sucedido con los otrora flamantes Mercedes. ¿Quiénes quedarán, pues, navegando y mojándose sobre los mares? O una pregunta todavía más aterradora: ¿estará aún permitido navegar y salir a la mar desde un pequeño puerto para deleitarse con un reconfortante día al aire libre, cazando escotas, y escorando al navegar de ceñida?
Los últimos decretos al respecto no hacen concebir demasiadas esperanzas; la Administración, ese monstruo que antes sólo moraba en aquella lejana entelequia ministerial denominada «Madrid», y que ahora, en virtud de la fuerza centrífuga autonómica, lo hace en cada una de las capitales de los países o comunidades anejas al Estado, ha demostrado repetidamente carecer de la más mínima sensibilidad con el navegante, el astillero o el pequeño armador, para limitarse a favorecer su conveniencia o exención de responsabilidad, ahorrar gastos en seguridad de la máquina denominada Servicio de Salvamento Marítimo, que debe costamos un testículo del presupuesto —y parte del otro—, impartir consignas inapelables a ésos restos de la burocracia franquista llamados Capitanías de Marina, y dar con ello patente de corso para que todo tipo de desaprensivos y vulgares chorizos se aprovechen del navegante vendiéndole equipos renovables a precios exhorbitados, pues la legislación, cada día, se los exige más y más abundantes.
Al final, viendo que se navega por Internet y el mundo virtual tan bien como en un barco de verdad —o mejor—, estos descerebrados, apoyados por los de Bruselas y dignos de ser llamados para formar junto a Alfredo Landa a bordo del vetusto Dédalo, decidirán que los navegantes al viejo estilo somos todos unos guarros, que vamos contaminando los mares con nuestras meadas mucho más que sus preciosos petroleros de doble casco limpiando sentinas cuando ellos no miran, que nuestros barcos son un peligro para el tráfico marítimo y los honrados pesqueros de izquierdas que esquilman todos los mares y que, por lo tanto, lo mejor es que no estemos ahí. Lo irán poniendo, como ahora, cada vez más difícil, acorralando a los clubs naúticos para arrebatarles sus concesiones y amilanando con irrealizables requisitos al que quiera adentrarse en el mundo naútico no virtual, para encarrilarlo luego hacia otros hobbys y actividades que dejen más divisas para el erario del que ellos viven como auténticos pachás y asegurados de por vida.
La única solución será estar preparados, si no queremos ser pasto, en un tiempo más breve del que nos creemos, de la cutrenaútica y el recuerdo, más vale tener un barco capaz de marcharse, bien relleno de provisiones. Cuando, en vez del grito ¡cateto a babor!, suene el de ¡funcionarios a colisión!, habrá que largas amarras y poner millas de por medio. Y tranquilos: gracias a su absoluta dependencia virtual, serán tan ignorantes de lo real, que no podrán perseguirnos.