13. WATERWORLD

El título de esta producción madmaxiana de Kevin Costner y Cía. viene que ni pintado para encabezar, de un modo discreto, lo que es un problema cotidiano no sólo de los barcos, sino de los edificios domésticos, las infraestructuras, corporaciones locales y ayuntamientos, aparte de las empresas de recogida de residuos, en otras palabras, el mundo de la basura y la caca, próximo al inodoro: waterworld.

Recordarán, los que la hayan visto, que, en aquella película, se aprovechaba todo, siendo un puñado de tierra el bien más preciado y mejor pagado; la mar tiene, en efecto, una más que considerable capacidad de asimilación del residuo orgánico, pero también carece por completo de ella para otro tipo de productos. A bordo del yate, es bien sabido, impera la ley de que al inodoro no se echa nada que no entre por la boca, cuya principal finalidad es evitar el emplaste y atasco de papel higiénico que distingue, de forma inequívoca, la mano del neófito, pero que resulta ciertamente inexacta, pues un inodoro se descompondrá lamentablemente si arrojamos en él una dentadura postiza. De todas formas, y a no ser que gustemos de la cocina radioactiva, plástica, o de la nueva escuela, es muy difícil que por el inodoro de un yate salga algo que no sea perfectamente aprovechable para esos pececillos característicos, las llisas, que algunos, luego, se deleitan en pescar desde los diques de los puertos para cocinarlos en casa, cerrando así el círculo ecológico, por mucho asco que les dé a los típicos finolis (a saber lo que comen las angulas que ellos tragan, a precio de oro, en Navidad). Lo que sí puede perjudicar a la mar, eso es evidente, son las basuras y sobre todo, los vertidos derivados del petróleo procedentes del combustible y la lubricación del motor.

El tratamiento de las basuras a bordo ha mejorado mucho con el paso del tiempo. En mi primera travesía transatlántica, recuerdo cómo, sin pudor alguno, nos veíamos obligados a desprendernos de las gigantescas bolsas tirándolas por la borda; no se escandalicen: los buques de guerra norteamericanos y los mercantes, han venido haciendo lo mismo multiplicado por un millón y nadie se les ha acercado ni tan siquiera para darles un folleto. Quedaba, no obstante, en aquel acto, un desagradable sentimiento de culpabilidad, a la vez que cierto regusto filosófico por la brevedad de la existencia, al ver lo rápidamente que la bolsa se perdía por la estela, dándonos una idea aproximada de lo que sucedería si uno de nosotros se caía al agua. En la siguiente travesía, la cosa mejoró notablemente: se hizo un esfuerzo notable por habilitar un espacio en el pique de proa, donde se almacenaba todo lo inorgánico, mientras que lo orgánico, inevitablemente, iba a parar, sin bolsa, a la mar. Sé lo que están pensando: la mar como inodoro. Mucho peor habría sido tener que meterse aquello en la boca, pues, literalmente, en el atestado barquito no había otro sitio, aparte del trastorno que, con el paso de los días, habría significado el olor. Ya en el tercer viaje, con un barco más grande, la selección de residuos mejoró notablemente, al disponer de un pique de proa espacioso. No obstante, a media travesía se nos escacharró el water, lo que, aparte de una memorable sesión de materia orgánica para el recalcitrante ecologista que siempre se lleva a bordo, implicó, a partir de entonces, el inevitable balizamiento orgánico de nuestra derrota, con los mejores deseos para el siguiente en la clasificación. Llegados a puerto, todo lo inorgánico fue puntualmente depositado en el contenedor.

Evidentemente, todos estos sistemas pueden mejorarse notablemente con la práctica y el día a día, mientras al velero no se le pida lo mismo que a un domicilio particular. Es lo que dicta el sentido común, mas no los sátrapas de Bruselas, que, desde hace unos años, han impuesto una normativa según la cual los barcos de vela han de llevar depósitos y acumuladores de mierda para no verterla a la mar; supongo que si a ellos se les obligara a llevarse a casa, en su bonita cartera comunitaria, todo lo depuesto después de una agotadora sesión parlamentaria, comida de trabajo, almuerzo y tentenpié incluidos, no tardarían en votar por mayoría un texto refundido que les absolviera de tan absurda pretensión. La mantienen, no obstante, con tozudez digna de mejor causa, para los yates y embarcaciones deportivas, con la excusa de mantener la posidonia y la pureza de las calas mediterráneas, pero olvidándose —demasiado trabajo para el intelecto— de obligar también a los puertos, marinas y clubs naúticos a tener bien dispuestos y desodorizados, los depósitos de mierda al efecto, para poder librar al pobre barco, lo antes posible, de tan apremiante cargamento. Al final, para no tener necesidad de ir así, la gente se aguanta durante toda la travesía diaria, provocándose las típicas carreritas hacia los saturados servicios una vez llegados a puerto. ¿No sería más lógico prohibir los vertidos en determinadas aguas y dejarnos en paz? Por no hablar de la nueva veda que se les abre a los innombrables que venden los depósitos, los instaladores, y los que certifican la correcta instalación del depósito en la ITB.

Personalmente, tuve ocasión de sumergirme en el perfumado mundo de waterworld con mi primer barco, que venía con una magnífica instalación de baño (taza) escamoteable en los mamparos tipo caravana, que, a la vez, era convertible en mesa de cartas. Así, mientras se hacía la navegación, uno podía aliviarse simultáneamente, o, en caso de comprobar que el buque se dirigía a los arrecifes, no necesitabas manchar los pantalones pues disponías de instalaciones al efecto. Todo el apañado cambalache se vino abajo cuando se comprobó la existencia de una vía de agua en el polifacético local, que fue origen de un contencioso entre cliente, astillero y distribuidor, hasta que un diligente experto descubrió que el causante era el pasacasco del water, cuyo orificio tenía un diminuto poro por el que el agua se abría camino a través de la fibra largo trecho, emergiendo prodigiosamente en surgencia en medio de la nada. Como consecuencia de la búsqueda, el WC quedó desconectado y, habiéndonos visto obligados a comprobar las virtudes del cubo regatero en cubierta, así se quedó; hasta que, un día, se mareó una tripulante y, urgiéndole vomitar, lo hizo sin pedir permiso e importándole un bledo si la manguera estaba enchufada o no. Llegados a puerto, tuve que desmontar la taza y cargar con ella por todo el pantalán, hasta el punto de agua más cercano. ¿Será eso lo que nos reserva el futuro? ¿Una multitud de pobres desgraciados cargados con mochilas, depósitos de mierda y tazas del water vagando por las palancas, muelles y pantalanes, sin encontrar dónde vaciarlos, ni nadie que les brinde un mínimo consuelo? Desde luego, la imagen clásica del yachtmen, señoritos bien vestidos y mejor cuidados descendiendo elegantemente por la pasarela, se habrá hecho trizas, jirones —o grumos— a puro golpe de ariete del waterworld.