Es un hecho completamente demostrado, no discutible, que en los veinte siglos en que de forma completamente arbitraria se ha definido nuestra era (como viene comprobándose en Atapuerca y otros yacimientos), tan sólo escasamente uno largo —ciento y pico de años— ha visto la corriente eléctrica controlada a flote, es decir, a bordo de los barcos. De noche a oscuras se descubrieron los océanos, de noche a oscuras se toparon don Cristóbal y Erik el Rojo con el continente americano, de noche y a oscuras exploraron Urdaneta, Quirós, Mendaña, Cook y Bouganville la inmensa extensión del Pacífico y de noche y a oscuras —todo lo más, alguna vela o candelabro, luego evolucionables a quinqués de petróleo— dieron Juan Sebastián Elcano y Joshua Slocum la Primera Vuelta al Mundo en sus respectivas categorías. Todo ello no pareció repercutir en su psique, crearles el menor trauma, ni sintieron de la electricidad necesidad alguna, no suponiéndoles esta carencia obstáculo para llevar a cabo a todo trance sus titánicas hazañas.
Pero vayan a pedirle hoy día a cualquier barco de recreo que zarpe de puerto para una travesía nocturna de no más de 5 millas que apague su electrónica y el GPS de mano y se conduzca como los barcos se han conducido siempre. Un frío sudor perlará la frente del patrón correspondiente, la inseguridad puede que se apodere de su ánimo y, si miran bien, hasta será posible detectar un cierto temblor paranoico en el dedo que, aproximándose a la tecla de OFF, no acaba por decidirse a oprimirla. Reconozcámoslo: nos hemos hecho no dependientes, sino superdependientes de la corriente eléctrica y la electrónica a bordo de nuestros barcos. Y sin embargo, los accidentes no han dejado de producirse, el otro día, en pleno auge de los sistemas de navegación, posicionamiento y comunicaciones, un tipo ha conseguido subir su hermosa motora a caballo del dique norte del puerto de Dénia, donde se pudo observar a modo de extraña campaña de publicidad; sí, en efecto, el mismo que se tragó el año pasado el ferry Bahía de Málaga de Balearia, según reciente sentencia, por responsabilidad del Estado. Si en época de Colón, Elcano o Bouganville esto hubiera merecido un severo insuficiente, en nuestros días, jurisprudencia aparte, el ejecutante es digno candidato al más absoluto suspenso cum laude.
La corriente eléctrica no llegó al barco de golpe y porrazo, o, como se diría en el argot electrotécnico, de un chispazo. Todo comenzó por la inefable vía esotérica, cuando el fuego de San Telmo se apoderaba de los palos haciéndolos fosforescentes; desconocedores nuestros antepasados del fenómeno de la polarización electrostática en dosis intensivas, se contentaban con echar mano de fantasmas, milagros, vírgenes y santos para justificar estos singulares eventos. Luego se descubrió que aquella emanación energética podía ser controlada —en efecto, los Reyes Magos eran los padres— llegándose a la conclusión de que, para disponer de corriente eléctrica a bordo, hay dos actuaciones imprescindibles y complementarias que llevar a cabo: producirla, y conservarla, cuan piedra preciosa, en electrolíticos depósitos emplomados. Según tengo entendido, para generar electricidad no hay nada como hacer girar un inducido de alambre de cobre arrollado dentro de un inductor de imanes, cuanto más gordos, mejor. A trazo grueso, ésta es la misión del alternador, pero ¿quién mueve al alternador para producir corriente? Ya lo han adivinado: el motor, papel que, en su momento, olvidamos al tratar de él, puede que obnubilados por el arrebato literario. En otras palabras: sin motor, en un barco no habrá corriente, puesto que no podremos producirla, a menos que la llevemos conservada en alguna mágica cajita de Pandora, también conocida con el prosaico nombre de batería.
Para un navegante moderno, es decir, electrodependiente, o electroadicto, como se prefiera, no hay objeto a bordo más precioso que las baterías, o, mejor dicho, lo que éstas contienen: el mágico fuego de San Telmo domesticado. Aunque un navegante clásico las habría tirado por la borda sin saber qué hacer con ellas. ¿Se imaginan a Colón o a Cook en presencia de un hermoso ejemplar de gel, o marinizado de larga duración? ¿Habrían metido el dedo por algún agujero del gorgoteante electrolito? ¿O habrían unido el polo negativo con el positivo, generando no la corriente eléctrica, sino la correspondiente catástrofe? Llegados a este punto, puede resultar interesante el siguiente juego: tenemos que llevar un barco de vela de la Península a las Islas Afortunadas y podemos elegir entre 100 litros de agua potable, 200 de gasóleo o dos baterías nuevas. ¿Qué elegirían? Un navegante de raza cogerá el agua; un marino mercante puede que eligiera el gas-oil, y un moderno marino deportivo tal vez se decantara por las baterías; con ellas, al menos, llevará luces de navegación, sabrá dónde está y podrá morir de sed hablando por radio. ¿Pone esto las cosas en su sitio? La electricidad a bordo es muy importante, pero no fundamental. Hay cosas más importantes. De hecho, podemos desarrollar un protocolo de navegación, en nuestro barco, para el caso de quedarnos sin baterías, o sufrir un grave fallo eléctrico; el GPS de mano lleva pilas y eso ayuda, pero pronto veremos que podemos navegar sin electricidad, aunque no sin dificultades y molestias.
Éstas aumentan cuanto más intensivo y eficiente sea el uso de la embarcación. Los yates de navegación de altura y oceánica conceden la máxima importancia al apartado eléctrico, pues de él dependen la seguridad, la navegación exacta, las comunicaciones, e incluso la maniobra, extendidos como están esos brazos invisibles llamados winches eléctricos. Para este tipo de barcos, es imprescindible un medio alternativo de generar corriente eléctrica, que se clasifican en más o menos estéticos, como los generadores eólicos y las placas solares (caracterizados por su baja producción), y los verdaderamente capaces, como el generador eléctrico, que no es más que un segundo motor especialmente adaptado para las características de la instalación eléctrica del velero en cuestión y que producirá una luz a raudales digna competidora del repetidamente mentado San Telmo, pero con el grave inconveniente de tener que disponer a todas horas del gas-oil imprescindible para su sustento, sin el cual no será capaz de producir ni el más miserable kilovatio. Existen también unos curiosos aparatitos llamados generadores de arrastre, pequeños torpedos con una hélice cuyo giro al avance del barco produce corriente, pero que tienen la lamentable costumbre de terminar sus días indigestando al tiburón o depredador de turno como un vulgar curricán cualquiera, circunstancia contra la cual el fabricante no suele ofrecer garantía alguna, salvo tal vez facilitarle al escualo un poco de bicarbonato. Plantearse, con uno de estos barcos, el hecho de quedarse sin corriente eléctrica, es enfrentar psicológicamente al patrón a una crisis como la que podría darse con un abordaje o una vía de agua; no obstante, en las regatas oceánicas en las que he participado, se comprueba que un importante porcentaje de la flota se queda sin baterías —el síntoma inicial es que dejan de transmitir por radio— y no les sucede nada especial mientras (exactamente, tengan un poco de paciencia y no se me adelanten) no suceda nada, como una emergencia en la que haya que pedir ayuda. Todo mejoraría si subiera el nivel de carga de las baterías, o se dispusiera de algo más de gas-oil, o el maldito motor se dignara arrancar, pero no es tan grave; al fin y al cabo, así es como se ha navegado siempre.
En las regatas de circuito sucede algo parecido; la electrónica que se lleva en estos barcos, no siempre de primera calidad según qué presupuesto, expuesta siempre a la humedad interior y al aire y ambiente salino en las pantallas exteriores, falla estrepitosamente y es entonces cuando el buen oficio, olfato y talento de las tripulaciones entra en juego; sorprendentemente, la electrónica, que ha convertido en una ciencia casi exacta al milímetro la navegación a vela, no inclina la balanza a favor sino en alguna regata puntual y previsible. De esto y de lo anterior tal vez alguien pueda deducir que se halla ante un escéptico de la electrónica a bordo; nada más lejos de la verdad. Lo que sí creo es que somos excesivamente dependientes y que abusamos de ella, habiendo proliferado en los veleros de forma tan innecesaria como potencialmente generadora de problemas. Una electrónica austera y contenida, robusta, que necesite poco abastecimiento y ofrezca suficientes garantías de seguridad y navegabilidad es todo lo que se necesita. ¿Cuántas de las prestaciones de nuestro súper equipo electrónico hemos usado antes de que se estropeara para siempre? ¿Cuántos técnicos son capaces de reparar y mantener al día un equipo electrónico complejo? Al final, los folletos de prestaciones están bien para el Salón Naútico, pero, a la hora de la verdad, lo que se usa es sólo un pequeño porcentaje. El sextante, ese objeto arcaico que permite navegar de una de las formas más bellas que existen, referenciándose por el movimiento de los astros, el almanaque, y una tabla de tipeos, tal vez sean hoy objetos arcaicos o decorativos, pero los únicos con los que se puede navegar sin depender de la corriente eléctrica.
Sólo en la navegación en solitario de alto nivel la electrónica se revela como absolutamente indispensable, pues de ella forma parte el radar, cuyo correcto funcionamiento salvará al solitario durmiente de un abordaje o los icebergs del Antártico y el piloto automático. ¡Ay, el piloto automático!, objeto querido y deseado de muchos navegantes, que consume baterías a porrillo, pero tan apreciado como un buen y fiel tripulante. En plena época de la robótica, las frías barras de bañera, o los sectores de la bitácora embragables, puede que sean sustituidos por una mucho más sugerente Afrodita al estilo Mazinger, con pechos lanzables (¿bengalas?), o una especie de listillo y autosuficiente C3PO tipo Guerra de las Galaxias, acoplable, con su ojo ciclópeo, a un recipiente en la bañera. Pero les confieso que lo que a mí más me enternecería y partiría el corazón es salir a cubierta y encontrarme a la caña, valiente, modesto, abnegado, y perdiendo el rumbo cada dos por tres, a un robotito sobre orugas como el de la película Cortocircuito.