11. CONTRA VIENTO Y MAREA

De forma no muy original, éste es el título de numerosos libros, cuentos y films. Contra viento y marea es el retrato mismo de la adversidad, en la tierra como en la mar, allí por extensión y aquí, por cruda realidad, en suma, la expresión por excelencia del sufrimiento y el máximo obstáculo cuya superación ha de ser nuestro principal objetivo. Contra viento y marea es, también, el enfrentamiento contra el entorno y los que nos rodean, mantener una opinión divergente y sustentarla hasta el final, marchar a contracorriente del río filosófico y metafísico de la vida. Como se ve, la literatura ha aprovechado muy bien lo que, para los marinos, no es sino la navegación contra el viento, de ceñida.

Navegar ciñendo, o ceñidos al viento, no es exactamente navegar contra el viento (puesto que debemos formar un pequeño ángulo con él); lo que sucede, bien sabido, es que si vamos cambiando, a un lado y a otro, de forma periódica, el costado por el que recibimos el viento, el efecto final resultante es que conseguimos remontar contra él. A ésto se le llama hacer bordadas sin que la borda tenga nada que ver con ello, salvo subir y bajar de altura según lo haga la amura de la que naveguemos. La expresión exacta puede que fuera «hacer costaladas» (¡tumba, Morales!), mucho menos elegante, por lo que hay que servirse de otra ilustre ausente de la acción, la amurada, para decir que vamos amurados a babor o estribor según sea la bordada, resultando el último caso el más favorable para contar con el beneplácito del Comité de Regatas en el caso de que otro barco que marche por la contraria decida abordarnos —entonces sí, literalmente, entrarnos por la borda— aunque no resulte un gran consuelo de cara a la reparación de los desperfectos del barco, en especial si fue la amura del contrario la que embistió contra nosotros. No obstante, la expresión más bonita es la clásica, navegar de bolina, bolinar, empleada en unos barcos que, realmente, no ceñían ni para atrás; mas la poesía siempre fue bella.

Ceñir sólo es cuestión de dos cosas: el plano de deriva y las velas, que no son sino planos aerodinámicos de sustentación. Reducido así, el barco intermediado por ambos, a la mínima expresión, encontramos que los veleros modernos, los súper ceñidores, tienen una curiosa similitud con las cometas. Cometas puestas en vertical, sustentadas sobre la mar por un casco mínimo, que no vuelca gracias a un bulbo cada vez más lejano y profundo (máximo par de adrizamiento), el cual navega cada vez con mayor velocidad y forma de supositorio, poniendo en serio peligro la anatomía de delfines, cetáceos y otros seres. Ajab batió noblemente a Moby Dick mirándole al rostro; hoy, lamentablemente, la famosa ballena blanca podría verse embestida por cualquier Copa América u Open 60 de tres al cuarto. Y no digamos si el afectado es el temido tiburón blanco, al que una vez se llegó a engañar —cinematográficamente, claro— travistiéndole de canapé una bombona de butano. Pero a los que peor les sentaría, si aún siguen por ahí, es a los seguidores del mítico Jacques Cousteau, cuyo Mundo Submarino resulta cada vez más perturbado por las nuevas y profundas quillas de diseño.

Éstas son las cosas que los navegantes no vemos de la ceñida, pero que, por lo que pudiera pasar, ponemos en evidencia para los seres de allí abajo pintando quillas, bulbos y timones de llamativos colores naranja. Con ello, realmente, sólo conseguimos que vean éstos últimos los espectadores y helicópteros, a quienes se enseña descaradamente las vergüenzas de los bajos igual que antes se ocultaban con pudor y discrección, añadiendo morbo al asunto. Pero, en fin, en ésto como en todo, el «destape» ha llegado también a los modernos barcos de vela. Por lo demás, los efectos de la ceñida son conocidos por todos. Escoras terroríficas que hacen imposible la vida a bordo, golpes de mar estruendosos, velas cazadas a rabiar con superficies tensas y turgentes como la piel de una jovencita… Aún hay veteranos de la vieja guardia que piensan que, cazando las escotas hasta retorcer los winches, mientras las velas aguanten henchidas pueden hacer proas espectaculares y navegar mejor. Sus no muy convincentes resultados en las clasificaciones —siempre achacables a los demás— y algún consejo de bienintencionados observadores, acaban al fin por convencerles de que, en definitiva, no por mucho madrugar amanece más temprano, es decir que, por mucho que se cacen velas y aproe al viento, de nada sirve si se navega de lado, derivando, cuando los demás lo hacen hacia la baliza de barlovento. Es decir, apuntar a la baliza no sirve si cada vez no la ves más grande, evidenciando así, por métodos rupestres pero eficaces, que te estás acercando a ella.

Aquí es donde la electrónica entra en liza, trayendo a cuento el inefable concepto de la VMG, o «velocity make good» que, lejos de la traducción libre de «velocidad puesta cachonda», habría que descargar al castellano como «velocidad óptima conseguida». En otras palabras, se trata, para cada rumbo y cada barco, de definir la velocidad óptima a la que se debe navegar para ceñir contra el viento. Esta velocidad no siempre será la mayor y para alcanzarla, debemos ir jugando con el ángulo de ceñida hasta dar con ella. En ése momento, por increíble que parezca, el barco está sufriendo la mínima deriva posible y por lo tanto, asciende a barlovento con una rapidez mucho mayor que la señalada por la cachazuda corredera. ¿Cómo es posible este prodigio? Para seguir desliando el ovillo, debemos ahora penetrar el difícil campo de las curvas polares, que nada tiene que ver con los osos blancos aunque el nombre nos haya producido un extraño escalofrío a la altura de la cintura. Las polares, facilitadas por el astillero y casi siempre inexactas, son las curvas que nos muestran la velocidad que puede alcanzar cada barco en cada rumbo para cada velocidad de viento; constituyen, pues, el alimento, los cereales con leche de los que se nutre, cada mañana, la VMG, que no es más que esta recopilación de datos optimizada informáticamente. De la puesta a punto de ambos, el barco, y el reflejo de su comportamiento en la VMG, derivará una notable mejora de las prestaciones navegando contra el viento. También, en la ceñida, resultará de gran ayuda disponer de cualquier tipo de sistema informático —hay varios modelos, desde el portátil en la mesa de cartas hasta el que se puede llevar en cubierta— que nos señale, para nuestro barco, las correspondientes lay-lines, o, en otras palabras, que nos diga cuándo tenemos que virar para no perder terreno por exceso o por defecto. Como cada barco tiene su propia deriva, y su propia capacidad de trepada, según las diferentes velas y el viento, encontrar la lay-line con precisión es un proceso de ajuste fino similar al de la VMG. Hay quien piensa que, con todas estas ayudas, el barco navega prácticamente solo; ya no hay sitio para el instinto y el olfato marinero de otros tiempos. Nada más lejos de la realidad; lo que hace toda esta parafernalia es afilar y afinar ese instinto, convertirlo en algo mucho más exacto, al precio, claro está, de tener que aprender a manejar una máquina mucho más compleja; éso es todo. Como en otras cosas de la vida, se gana por un lado, y se pierde por otro.

No obstante, los nostálgicos aún pueden encontrar auténticos cavernícolas catamaranísticos, que vienen con la película de que, para ceñir, hay que largar escotas y «seguir el viento». La escuela en la que se coció esta filosofía data de los primeros catamaranes, que ceñían menos que una carabela. Para dejar de abatir, no tenían otra que abrirse al viento y largar escotas, tratando de compensar en velocidad lo que no se podía hacer con el ángulo, lo que obligaba a navegar más millas que el baúl de la Piquer, y encontrándose con el obstáculo de las viradas, muy lentas en barcos como éstos, que tienen su masa alejada del centro de gravedad (gran momento de inercia). Pero tratar de trasplantar esta forma de barloventear a cualquier barco resulta algo verdaderamente peregrino. Ceñir al viento es entrar al ángulo y jugar con el aparente para lograr el máximo rendimiento. Lo demás son historietas.

Hablamos, claro está, hasta el momento, de regatas de circuito o de media altura, en condiciones manejables. Con viento fuerte, el fino puntero informático acaba convertido en el grosero teorema del punto gordo, inevitablemente. El barco escora mucho y se necesitan todas las manos —y todo el peso— en cubierta, lo más cerca posible de la banda de barlovento. En estas condiciones, algunos se rompen la cabeza intentando difíciles trimados de la vela mayor. Con viento duro y los rizos tomados, las mayores de hoy día son tan grandes —leer artículo número 3— que es casi imposible mantenerlas embolsadas y con el barco en líneas. ¿Qué hacer? Es sencillo: se ciñe con la vela de proa, y la mayor, cuando va, va, y cuando no, esperemos que aguante y no se rompa con el flameo. Si nos obsesionamos con hacerla portar, perderemos ángulos, energía y tiempo; hay, pues, que endurecer el corazón, y dejarla que se las apañe como pueda. Una noche tuvimos que remontar contra un fuerte levante del Cabo de Berbería a la Punta Rotja de Formentera con un barco de 9 metros, y lo hicimos así, sin ningún problema, aun cuando fue agotador.

Vemos, pues, que la ceñida puede ser algo eficaz si sabemos trabajarla; en el océano abierto, más vale ni intentarlo. Allá por 2002, trajimos una goleta de las Azores a la Península, sumergiéndonos para ello en el inmenso meandro —1.000 millas de ancho—, del famoso anticiclón de estas islas, en concreto, el ramal «oriental», un gigantesco río marítimo que, cuando el anticiclón está estable, mueve millones de toneladas de agua de mar de norte a sur, a lo largo del Atlántico. Nuestro prudente patrón, consciente del hecho, decidió apuntar a Lisboa para compensar el abatimiento, cuando nuestro destino era el Estrecho. Oportunamente contactado el oráculo oceánico de Rafael del Castillo, nos recomendó no andarnos con chiquitas y poner proa, por lo menos, al puerto de Vigo. Una semana después, el anticiclón, después de proveernos de cuanto viento necesitábamos, nos depositaba exactamente en el cabo de San Vicente. La precaución, pues, fue atinada, pero la conclusión es aterradora: ¿qué hubiera sucedido si hubiéramos tenido que ceñir rumbo a La Coruña, por ejemplo? ¿Imposible? Aunque nuestra proa hubiera apuntado hacia el destino deseado, el inmenso río oceánico nos habría depositado mucho más al sur. Cazar escotas, la VMG, las lay-lines, o «seguir el viento» es un vocabulario de colegialas llegados a este punto. Cuando Colón buscó sus rutas marítimas favorables, cuando Maury marcó para la posteridad los «caminos» de los veleros sobre los océanos, sabían muy bien lo que hacían: justo lo que la mayoría de los navegantes de pequeños veleros costeros desconocen, es decir, la génesis de las «pilot charts», que no son otra cosa que la forma más hábil de no ir nunca contra viento y marea.