Tres son, ni una más ni una menos, las famosas películas de este título o parecido, referidas todas a la misma historia, es decir, la odisea de la corbeta que, al mando del capitán William Blight (oficial que había acompañado al famoso explorador inglés James Cook en su periplo por el Pacífico), fue remitida a la Polinesia en el siglo XVIII para que se trajera de allí el árbol del pan y cuyo resultado fue una juerga de aquí te espero en Tahití, el más famoso motín de la historiografía naútica y la fundación de la colonia de la isla de Pitcairn, además de los tres films antedichos, por lo que, si no se logró el objetivo, no puede decirse que Blight, Christian y los suyos desaprovecharan el tiempo. Lo que sucede es que el destino escribe con renglones torcidos y si Colón iba en busca del Cipango y fue a dar con América, la gente de la Bounty zarpó en busca del pan y acabó de regalo del roscón de reyes que ellos mismos se organizaron.
Si de algo puede estar segura una tripulación que perpetra un motín, estadísticamente, es de que la cosa no acabará bien. La Historia lo demuestra y si bien no garantiza que el que incurra en ello termine colgando por el cuello de la verga mayor, sí puede asegurar que acabará teniendo graves problemas, puede que mayores que los que pretendían conjurarse con la rebelión y de los cuales tal vez él mismo sea víctima en plazo sorprendentemente breve. Lo que sucede es que la mayor parte de las tripulaciones que se amotinan no están para pensar en semejantes sutilezas, pues han alcanzado un nivel de desesperación que pocos seres humanos, salvo los sometidos a guerras, enfermedades o esclavitud, han experimentado alguna vez. Si un motín es justificable, indudablemente lo es por la situación límite alcanzada; nunca por un quítame allí estas pajas, la lamentable tendencia del ser humano a querer llevar la razón a cualquier precio, o cometer el intolerable acto de soberbia de erigirnos en jueces de los demás.
Ésta, y no otra, es la diferencia que media entre los motines de otros tiempos, memorablemente protagonizados por el magistral Charles Laughton, el histriónico Trevor Howard, o el antropofágico Anthony Hopkins y los actuales, interpretados por centenares de tripulaciones de yates. Evidentemente, no es lo mismo una tripulación de analfabetos embrutecidos y propensos a creer en leyendas de malos auspicios y holandeses errantes, que otra constituida por personas del siglo XXI, con educación universitaria e informáticamente solventes a nivel de usuario; una dura disciplina impresionará a los primeros e indignará a éstos últimos y un proceder arbitrario dejará perplejos a aquéllos, pero pondrá en el disparadero a los segundos, al borde de sentirse obligados a tomar cartas en el asunto.
Normalmente, la gente suele sorprenderse cuando digo que el estado habitual de una tripulación moderna es el motín. Después de la sonrisita condescendiente, las personas decentes y bien educadas disienten apelando a los principios básicos de la autoridad, el obligado liderazgo y la disciplina imprescindible en un barco solvente. Los más bohemios, encantados, ven en este estado de cosas el paraíso náutico igualitario, a semejanza de la Cofradía de los Hermanos de la Costa de la caribeña Isla Tortuga, mientras que los más pasotas vuelven el rostro hacia otro lado, concentrados como están en expeler, más o menos groseramente, cierta cantidad de gas por uno de los extremos del tracto digestivo. Pero es rigurosamente cierto: las tripulaciones de los barcos de vela actuales carecen de disciplina, se burlan de la autoridad (de hecho, muchos patrones son diana del cachondeo a bordo) y el liderazgo puede ser ostentado por el que dice los chistes más incisivos, o la que tiene la voz más autoritaria y dominante, secretamente admirada por los demás. En fin; en un barco moderno pueden darse todo tipo de situaciones de motín, pero las clásicas —por reiteradas— son las siguientes: la discrepancia pura y dura, el efecto «caja de grillos», o el síndrome papá —o mamá— Gallina. Ello no significa que un desacertado fichaje de media docena de drogatas, o las dos zorras más putas del escaparate barco-estopista, no puedan armar la de Dios es Cristo a bordo, pero, desengañémonos, son casos excepcionales; a pesar de las calmas totales, Nicole Kidman tiene cosas mejores que hacer que navegar últimamente, sobre todo, después del susto que le pegó el travieso Billy Zane. Con las precauciones convenientes, pues, podemos decir que muchas de las situaciones de motín son o derivan de las tres primeras.
El clásico por excelencia es la discrepancia pura y dura, el mismo rostro del traidor, que ejerce abierta o soterrada oposición sobre la ejecutoria del capitán. Resulta de lo más desagradable, pues suele provenir de amigos de toda la vida, o personas que estimábamos pero no conocíamos aún bien. Se forma el típico grupito, un núcleo de crítica y conspiración, desde el que el traidor acribilla cómodamente al patrón, mientras éste se desvela y sobrecarga con las tareas del barco, ejerciendo de auténtico «sufridor». Si la familia de éste también viaja a bordo, formará, naturalmente, de parte de la autoridad legítima, formándose así dos bandos que se amargarán mutuamente las vacaciones. La despedida del último día será de las que se recuerdan, con ira o alivio, durante mucho tiempo. Si la travesía es de largo recorrido, la animadversión habrá aumentado en progresión geométrica y resulta curioso el afán justificativo de todos cuando al fin se alcanza puerto. No obstante, la conclusión que no se alcanza es que no se estaba preparado para la convivencia en un barco y que posiblemente, los juicios prematuros y poco ponderados sobre los demás debieron evitarse a toda costa.
El efecto «caja de grillos» deriva a veces del anterior, es decir, el patrón, harto de tripulantes impreparados, sólo encuentra comprensión en otros patrones a los que les ha sucedido lo mismo y, lógica pero desacertadamente, del consuelo a la invitación sólo hay un paso. Resulta así un ingobernable barco tripulado sólo por patrones que sólo saben hacer un papel y se limitan a gritarse y mandarse entre ellos, insultándose en las situaciones de alta tensión. Un patrón sólo vale como patrón; si no es capaz de adaptarse a tripulante, más vale que jamás se enrole en otro barco que no sea el suyo. El síndrome del papá o la mamá Gallina viene dado por la propensión de uno de los tripulantes a tratar al resto como si fueran sus hijos o sus alumnos, autoinvistiéndose de una autoridad que nadie le ha dado, ni siquiera el patrón. Así, todo en el barco son lecciones sabias y continuas correcciones, además de inmiscuirse en la vida de los demás, organizar las actividades a bordo y permitirse dar las órdenes hasta provocar la exasperación y el enfrentamiento. La intención del papá o mamá Gallina no tiene porqué ser mala, al contrario, normalmente les impele la mejor voluntad para que todo marche bien, pero su absoluta inadaptación a la vida a bordo, la flagrante falta de respeto y la incapacidad para «cambiar el chip» de su rutina diaria (incurren en ello, infaliblemente, los padres y madres de familia de cierta edad) son la chispa que prende el motín, actuando contra la armonía a bordo y, a veces, las determinaciones del patrón, que es al fin y al cabo y según su óptica, un niño más. Un papá o mamá Gallina es un elemento peligroso, al que hay que evitar embarcar.
De todo lo antedicho, puede que se piense que la dificultad de formar una tripulación de un yate que, además, no se amotine, es un problema serio. Lo es, pero no hay que desanimarse. Muchos barcos navegan con tripulaciones armónica y felizmente amotinadas y en buen entendimiento hasta que no se llegue a una situación límite. ¿Les escandaliza? Si no puedes con tu enemigo el motín, no tienes otra que unirte a él. En realidad, con las tripulaciones pasa como con los alquileres, cuando uno ya desespera de encontrar la que desea, es que está a punto de dar con ella. Además, las tripulaciones son como las plantas, hay que hablarles, cuidarles, regarles todos los días, y retirarles el estiércol podrido que otros les han aportado a nuestras espaldas. Como todo en la vida, es cuestión de tiempo, experiencia y no precipitarse; respetar —respeto, qué palabra— los territorios de los demás y saber hasta dónde se puede llevar una exigencia, empezando por nosotros mismos. Por otra parte, si usted desea ser tripulante de un barco durante largo tiempo, además de sus habilidades naúticas, practique algo de comprensión hacia su patrón; lejos del tótem autoritario y dispuesto a todo que parece, apuntalado contra la rueda del timón, se trata de una persona normal, frágil, que comete errores y espera de usted ayuda antes que crítica. Si él percibe que usted se hace cargo de sus numerosos problemas y actúa en consecuencia, descuide: tiene usted barco para toda la vida. Acaba de firmar un contrato, un contrato virtual pero muy real, que puede llevarle a las mejores experiencias de su vida, además de forjar una sólida y duradera amistad.
Algunos extremistas piensan que, para evitar el motín, la navegación en solitario es la solución. Hubo uno que se equivocó con este razonamiento: en los devaneos alucinatorios que produce la soledad prolongada, le surgió una doble personalidad y acabó saltando por la borda; no me pregunten quién de los dos era el amotinado.