9. CON LA ZODIAC Y A LO LOCO

Puede que, con estricto rigor, a este artículo hubiera que llamarlo «Con el chinchorro y a lo loco». Pero los años no pasan en balde. Hoy en día, al imprescindible auxiliar neumático lo conocemos por el nombre comercial de la primera casa que lo fabricó y es así como la llama todo el mundo, la zodiac. La zodiac es uno de los artículos más paradójicos que hay a bordo de un barco de vela. En plena navegación, no sirve absolutamente para nada, estorba más que un cuñado soltero, no hay dónde ponerla y remolcada es un engorro, además de todas las faenas, subirla, bajarla, hincharla, ponerle el motor, ¡ahí va!, ¿has echado gasolina? Gasolina, no gas-oil, o sea, bidoncito aparte bote de aceite y de aditivo de plomo. Vaya rollo. Sin embargo, todo el mundo está de acuerdo en que es imprescindible y un barco de crucero que no lo lleve —o que porte un sucedáneo, como es mi caso— puede ser acusado de miserable, maltratador de la tripulación o, simplemente, de cutre.

Hay que reconocer que el auxiliar se ha abierto un sitio a bordo de los pequeños veleros paso a paso, golpe a golpe, con una trayectoria histórica que nos remonta nada menos que al primer navegante que circunnavegó la Tierra en solitario, Joshua Slocum, con una balandra lastrada con cascarones de tridacna a la que llamó Spray. Este incorregible marino tuvo uno de los momentos de mayor peligro de la travesía en las playas de Uruguay, cuando tocó fondo con su balandra y trató de fondear un ancla para sacarla de allí a bordo de su chinchorro que tuvo la mala ocurrencia de zozobrar. No escarmentado con esta experiencia, de la que saldría bien librado, llegado a las islas Keeling volvió a verse envuelto en un difícil episodio a bordo de un precario auxiliar, cuando un chubasco lo impulsó mar adentro, en compañía de un negro mal encarado. Slocum emplaza al lector a verse en el dilema de estar condenado al aislamiento con un individuo cuyos antepasados posiblemente fueran caníbales, pero nosotros, conocedores de su curriculum, nos habríamos atrevido a apostar por él. Afortunadamente, no llegaría el caso pues Slocum, lleno de recursos, logró, con una pértiga a modo de remo, singlar hasta lugar seguro. Con ello, daba inicio a una extensa e ignorada tradición de aventuras a bordo del auxiliar que perdura hasta nuestros días, pues ¿quién no ha pasado una memorable anécdota a bordo de una zodiac?

En mi caso, sucedió en el incomparable marco de las islas Cicladas, en el Mar Egeo, en concreto, en la isla de Kea, a cuyo fondeadero habíamos llegado la noche anterior con un feo temporal en ciernes en el Estrecho de Makronisos. Como siempre en estos casos, a primera hora, la sección femenina impuso la ineludible necesidad de hacer la compra, por lo que las cornetas tocaron a rebato y el auxiliar hubo de quedar en perfecto estado de revista en el más breve plazo posible, abarloado a la plataforma de baño —ahora muelle de atraque— de popa, seguido lo cual, embarcamos en él mi querida beldad y un servidor, sin sospechar, ni por lo más remoto, la aventura marinera en la que nos íbamos a ver envueltos. Porque, en efecto, el Meltemi penetraba ya por la bocana del puertecito con más de 35 nudos de intensidad, produciendo olas de casi dos metros a las que nuestro fondeadero era completamente ajeno; no así la población, enclavada en la playa —Livadhi— donde rompían con plenitud, tal como las hubiera querido el mismísimo Robert Duvall en su papel de coronel fanático del surf de la película «Apocalypse Now».

Hacia esta población, inevitablemente, teníamos que dirigirnos para hacer la compra y allá fuimos. Ahorraré al lector las múltiples peripecias, los gritos e insultos proferidos, o la modesta pericia exhibida, hasta que, completamente mojados de pies a cabeza, conseguimos desembarcar sin hacernos daño en la Livadhi. Ahora correspondió a mi compañera el brote cinéfilo, pues alzando la mano al cielo, juró que jamás volvería a subir en la zodiac y aquí consto yo de testigo para confirmar que cumplió su palabra. Así que, realizada la dichosa compra, incluida una infusión para tranquilizarla, la bella emprendió el largo regreso a pie por el camino de la costa, mientras que yo hube de prepararme para emprender el incierto regreso, con el viento y la mar de proa, a bordo de la zodiac, hasta el fondeadero.

Nada más lograr salir, puño a fondo, de la Livadhi, me encontré con que, con una precisión digna de mejor causa, el imponente transbordador encarnado de Lavrion entraba en aquel momento viento en popa. El terror se apoderó de mí cuando vi que aquel monstruo rojo que, evidentemente, iba demasiado rápido, largaba las anclas con toda la cadena aun a riesgo de llevárselas puestas, pues tenía que detenerse a cualquier precio. La compra y yo apenas pudimos evadirnos por una decena de metros, prosiguiendo la audaz travesía hacia la enorme bocana, por la que entraban olas dignas del buque que acababa de entrar, no digamos ya para la pequeña zodiac. Pero la embarcación auxiliar y su motor cumplieron; subiendo y bajando por las olas y buscando el redoso del faro del fondeadero, pudimos llegar a aguas más tranquilas, desde las que alcanzar el fondeadero fue cosa de niños.

Aparte del habitual barqueo doméstico veraniego, lo cierto es que los auxiliares han llegado a hacer papeles inestimables en situaciones de emergencia, e incluso a salvar vidas. Cuando Dougal Robertson y su familia (6 personas en total) naufragaron con su yate Lucette, atacado por las orcas, al oeste de las Galápagos, en 1972, aguantaron 37 días en la mar —hasta que los recogió un pesquero japonés— a bordo del chinchorro de la embarcación, amarrado a la lancha salvavidas. Rescatado también del naufragio, el chinchorro pasaría a conservarse, a modo de monumento, en la granja de los Robertson. Diez años después, la familia Aros (3 personas) aguantaron 23 días en el Pacífico, a la salida de Rarotonga, después de perder en un arrecife su balandro Vámonos, a bordo de un «tren de salvamento» compuesto por el chinchorro, la lancha salvavidas y una tabla de windsurf, con los que llegaron a un atolón de las Fidji. Pero, sin duda, el mejor de los naúfragos de todos los tiempos, el auténtico Míster Zodiac, fue el naúfrago voluntario, el doctor Alain Bombard, que en 1952 cruzó el Mediterráneo y el Atlántico a bordo de una de estas embarcaciones, sólo para demostrar que era posible, y hacer valer sus teorías sobre alimentación y bebida de emergencia que podían salvar la vida de un naúfrago. Igual que todas las embarazadas tienen una deuda con el doctor Fleming, los navegantes, hayan naufragado o no, la tienen con el doctor Bombard, que, con una zodiac, transgredió las reglas de la cordura para salvar miles de vidas.

No se detienen ahí, sin embargo, las grandes o pequeñas historias de locuras y zodiacs. Unos amigos se quedaron tirados en medio del Canal de Ibiza, el motor estropeado, en una insondable encalmada; no se les ocurrió otra que botar la zodiac con el fueraborda, y, empujando al velero por la popa, alcanzaban velocidades de 3 a 4 nudos. No sé; da la impresión que nuestro viejo compañero cruzamares espera algo más de nosotros que nos dediquemos a ingeniar la forma de que navegue entrándole por detrás. Puede que heterodoxas actuaciones de este género no acaben de complacerle, y tal vez haya que temer que nos la guarde, para devolvérnosla, por el mismo sitio, en el momento más inesperado. Nunca se sabe.

No obstante hemos visto —estamos viendo— cómo las zodiacs y auxiliares se han abierto camino para cobrar carta de naturaleza en el mundillo naútico. Lo mismo les sucedió a los yates, cuando un excéntrico monarca inglés del siglo XVIII decidió tener su propio barco para la diversión; otros muchos monarcas decidieron imitarle, después los ministros, luego los subsecretarios, y así llegamos hasta hoy en día, en que cualquier proletario asalariado puede llegar a disponer de su pequeño yate. ¿Quién nos dice que con las zodiacs no ha de suceder lo mismo? Ya son muchos los lugares donde, como simple diversión, se organizan regatas de zodiacs, tuneadas a modo de baile de disfraces. De ahí a la competición pura y dura sólo hay un paso, y, luego, el horizonte aparece despejado. Un hecho es cierto: el yate necesita a la zodiac, pero la zodiac, cada vez más y mejor equipada, necesita poco o nada al yate. ¿Se imaginan la Vuelta al Mundo en zodiac? El bueno de Alain Bombard aplaudirá feliz desde el cielo.

Ah, pero, claro, las zodiacs tienen grandes defectos. Vuelcan. Se pinchan. Mojan demasiado a los que van a bordo. Necesitan su propio motor, su propio combustible. Y ¡atención!, a diferencia del yate, son fáciles de robar y muy tentadoras para los chorizos vulgaris. Además, caramba, está el precio, por algo que no es un barco de verdad. Quitémosle la peluca: sólo es un auxiliar. No pasa nada. Nadie es perfecto.