Dicen que los chinos, aparte de inventores de la pólvora y eruditos en el arte de la guerra, eran consumados observadores de la debilidad humana, lo que viene a ser cursillo de iniciación para la más detestable de las disciplinas, la tortura. Así, el martirio chino ha pasado a la Historia como las alfombras persas, la tortilla francesa, el espionaje inglés, o los polvorones de Estepa. ¿Cómo iniciar el perverso camino al sufrimiento para un ser que está a nuestra merced? Primero, sometámosle a la más absoluta incertidumbre, de forma que desconozca lo que va a sucederle y, por lo tanto, piense en lo peor. Después privémosle del sentido del equilibrio, zarandeémosle, de forma que a la absoluta desorientación de la mente se añada la de su propio cuerpo. Sigamos dando crueles vueltas de tuerca haciéndole pasar hambre, frío y por último, lo más perverso; no le permitamos, bajo ningún motivo, poder conciliar el sueño. Si, para entonces, logramos aumentar su angustia obligándole a tomar alguna cruel determinación de la que dependa su vida, no hará falta hacer saltar ni una sola gota de sangre, estamos a punto de acabar con él. Bien, pues, si se fijan, todo esto, en mayor o menor medida, es lo que viene a suceder a bordo de un barco de vela con temporal. Parafraseando la película de pescadores protagonizada por George Cluny, acabamos de materializar «El Tormento Perfecto».
Uno de los mayores éxitos editoriales en los ambientes naúticos ha sido el archiconocido libro «Navegación con Mal Tiempo» de K. Adlard Coles, renovado y puesto al día en su momento por su pariente Peter Bruce. El motivo es evidente, el factor que obsesiona a todo practicante de la naútica deportiva es poder ser sorprendido por un terrible temporal y la pesadilla se vuelve muy seria si es con toda la familia a bordo. De hecho, mucha gente no se acerca a la mar por esta posibilidad, a pesar de que, con los actuales partes meteorológicos, la probabilidad de ser sorprendido, si se tiene un mínimo de sentido común, es prácticamente nula. No obstante, el miedo permanece ahí, instalado en nuestro subconsciente. Los marinos sabemos que un temporal, aparte de las dosis de miedo o angustia, es fundamentalmente, sufrimiento. Un sutil tormento que puede ser aplicado de forma más o menos violenta, más o menos sádica, más o menos rápidamente, pero, en cualquier caso, deliciosa para los aficionados al sadomaso y no es ningún secreto que, detrás de todo veterano armador y practicante honrado de la vela hay un masoquista integral, digno de las mejores cadenas y cueros negros.
Perversiones aparte, a la hora de desatarse el temporal, embravecerse las olas y arreciar el viento, lo que todo el mundo desea, a bordo de un velero, es saber qué hacer, aparte de pasar las cuentas del Santo Rosario compulsivamente. Los libros y tratados clásicos son muy claros al respecto, teoría de la botella. En otras palabras, si una botella cerrada no se hunde, tampoco debería hacerlo un barco que permanezca estanco. Así que manos a la obra: cerrarlo todo, arriar las velas y esperar. Esta teoría da resultado de forma natural. Cuando aumenta el viento hasta niveles escalofriantes y el barco resulta imposible de gobernar en la fiera mar, a uno no le queda más alternativa que quitar todas las velas y meterse dentro a rumiar su propia falta de recursos. Vulgarmente, a este método poco depurado se le conoce como afrontar el temporal «a pelo», o a «palo seco» y aunque nos avergüence reconocerlo, todos lo hemos hecho alguna vez. Tiene el inconveniente, aparte de la incomodidad insufrible, de que los barcos pueden ser estancos, pero no han sido construidos ni calculados para despeñarse desde la cresta de una ola de varios metros de altura, lo que puede provocar —y de hecho, provoca— graves daños al caer como una piedra, al seno. Cuando un velero a palo seco sale volando y luego cae, digamos que está en un serio aprieto y desenterrar el Rosario antedicho puede no ser una mala idea.
Los clásicos avezados y puestos en ésto de la marinería de yates llevaban a cabo esta práctica con algo más de estilo, amarraban la caña a sotavento, con lo que la proa propendía a mirar al viento y ponían en ésta un tormentín que la obligara a escaparse de él. De la astuta paradoja, el barco, totalmente perplejo, concluía por quedarse en una posición que ni chicha ni limoná, escorando, derivando y cediendo así, de costado al viento y la mar, pero creando también un área de deriva donde las olas llegaban rotas, no pudiendo alcanzarle. A esta habilidosa forma de ir de lado a toda leche con cierta destreza, por cierto bastante confortable en el interior, se le conoce por el nombre de «ponerse a la capa» o simplemente, «capear», y permite alcanzar el clímax cuando se dispone a bordo de cualquier tipo de aceite para amansar las aguas, que se bombea a través del inodoro del baño. El pringoso asunto tenía sus límites y todo el sistema fallaba estrepitosamente, cuando las olas rebasan cierto tamaño, pasándose por el forro la zona de deriva y el aceite, echando el guante al velero y poniéndolo patas arriba, situación en la que la búsqueda del Santo Rosario resultaba francamente dificultosa.
Llegamos así a las famosas prácticas de hoy en día, es decir, «correr el temporal», o navegar a su favor con una velocidad y gobierno que impida que lo peor de las olas nos alcance. Los pioneros de este sistema en las altas latitudes fueron el navegante argentino Vito Dumas y el francés Bernard Moitessier, los cuales, con barcos dignos de capear a palo seco o ponerse a la capa, bajaron a aquéllos lugares del globo perdidos entre los 40° y los 60° Sur, los «Cuarenta Rugientes» y «Cincuenta Bramadores», donde vista la situación, prefirieron romper la capa y poner la popa a las olas, encapillándolas por detrás. Las tremendas moles de agua les alcanzaban, pero al ir en su misma dirección y no esperarlas, les causaban menos daños, aunque ninguno de ellos se libró de su correspondiente ración de revolcones. Experimentaron también otro sistema, arrastrar cabos o cadenas —el sado siempre latente— por la popa para evitar la excesiva velocidad, pero acabaron por desecharlo por hacerles exponer mucho las frágiles bañeras a los golpes de mar. Otros famosos, Peter Blake y Robin Knox Johnston, recuperarían humildemente este sistema —las cadenas pecaminosas— para no ponerse de gorro su hermoso catamarán Enza después de haber batido con él el Récord Jules Verne de circunnavegación del globo terráqueo. Así de contradictorios pueden ser los temporales.
La conclusión fue que no había que esperar las olas, sino procurar ir en su misma dirección y a la velocidad más próxima posible a ellas; esta lamparita se le encendió a varios diseñadores franceses e ingleses, encabezados por Jean Marie Finot y fue la que iluminaría la regata «inhumana» (según sus propios participantes) la Vendeé Globe, vuelta al mundo en solitario sin escalas ni asistencia. Finot y sus colegas produjeron magníficos barcos tipo tabla windsurf con tanques de lastre y quillas basculantes, pero eso no libró a los navegantes de seguir sufriendo como auténticos perros (léase la reiterada bibliografía al respecto, una verdadera letanía de sufrimientos y averías), ni de destrozar sus veleros, y perder la vida a veces, experimentando las nuevas técnicas.
Desde luego, se hace difícil creer que algún tipo de embarcación pueda enfrentarse a olas de doce metros y vientos de 50 nudos por la popa, los barcos de la Vendeé Globe lo hacen, sufriendo hasta lo indecible, y pagando un alto precio en riesgos y accidentes con ello, pero, sobre todo, corriendo veloces sobre los océanos del sur como galgos desaforados, que es la razón de ser de esta regata. El problema de andar jugándose la barba intentando navegar a la velocidad de las olas consiste no en quedarse corto, sino, precisamente, en pasarse, momento en que la veloz embarcación alcanza el lomo de la ola precedente, tentando con su proa el orificio por donde atravesarla. El fenómeno que se produce a continuación lo tenemos muy conocido los que, en tiempos mozos, experimentamos la vela ligera radical, y es que entra en juego el llamado Principio de la Conservación de la Energía, que viene a decir que ésta ni se crea ni se destruye, sino que, solamente, se transforma. Cuando la proa se clava en la ola de delante, toda la energía empleada hasta ahora en navegar a velocidades de vértigo —superiores a 30 nudos— se emplea en hacer que la popa acelere sobre una proa que se frena; en otras palabras, la popa trata de adelantar a la proa, y de éste conflicto imposible deriva un mendrugazo de los que hacen época. Para el que tenga la tentación de la experiencia, aconsejo emplear una oración rápida tipo Ave María o Padrenuestro (atentos a sus últimas modificaciones), pues, de decantarse por el tradicional Rosario, los forenses, al diseccionar el cadáver —si es que éste aparece— pueden encontrar, sorprendidos, que la tráquea y el esófago aparecen llenos de sus desperdigadas cuentas. Los vuelcos, atravesadas, saltos de rana, knot-downs, loofs, o, llanamente, hostiazos, originados por estas técnicas, son, desde luego, lo menos aconsejable para practicar con un desamparado barco de 18 metros en sitios por los que no va ni Dios, y, sobre todo, la posibilidad de que suceda, es lo que mantiene al navegante en permanente guardia, sobresaltado de ansiedad, rebosante de angustia y carcomido por la incertidumbre; añádase el hambre, el frío, la soledad, y el no dormir, y podremos concluir que lo tenemos casi completamente hecho (vuelta y vuelta) para el cruel tormento que nos ocupa.
Éste sería un somero repaso de los métodos habituales para enfrentarse a un temporal en alta mar; adoptemos el que adoptemos, puede que salvemos el pellejo, pero no sin sufrir de forma alarmante y desproporcionada. Por lo que los que no deseen sufrir dolor, deberían evitarlos a toda costa, sin escrúpulo alguno. Luego están «Los Otros», como en la película de Amenábar: creyendo que ven fantasmas, no se dan cuenta de que los fantasmas son ellos. ¿Hasta qué punto hay un afán deportivo en alguien que se somete a algo tan atroz sólo por una pizca de gloria? En realidad, y como la Vendeé Globe demuestra, lejos de ser privilegiados destinatarios de la descomunal inversión de su patrocinador y los mejores veleros que jamás se hayan construido, en realidad no parecen otra cosa que objetos publicitarios de los primeros y víctimas propiciatorias de un público ávido de sus desgracias, a la vez que cobayas de unos diseñadores y constructores no siempre muy escrupulosos. Pero, al César lo que es del César: jamás ha habido navegantes a vela tan buenos como ellos. Y es que el progreso, a veces, no tiene más remedio que incrustar sus cimientos en la atrocidad y el sufrimiento de alguien.