De nuestros profesionales colegas de los mares, es decir, de los marinos mercantes y militares, hemos heredado los navegantes deportivos nuestra afición por las precisas maniobras de atracada. Hay que reconocer que la materia ocupa —u ocupaba— toda una asignatura del temario, la famosa Maniobra, por lo que, al menos en lo que a teoría se refiere, nada se puede reprochar a la Administración al respecto. Todo Patrón o Capitán de Yate con el título en vigor, ha de tener en su memoria y tal vez en su imaginación, los diagramas de barquitos, asemejando pequeñas balas, amarrados a diferentes muelles y boyas. De la teoría a la práctica media un abismo, pero, al menos, cuando te haces cargo de una embarcación, debes saber lo que tienes que hacer para «aparcarla» convenientemente.
Desde luego, para que una maniobra llegue a buen fin, es menester estar hasta cierto punto familiarizado con la embarcación maniobrada. Aquí es donde, en los últimos tiempos, se ha introducido una distorsión con el alquiler de barcos, cuyos arrendatarios no cumplen con lo dicho e incluso, inconscientemente, siguen pensando que el barco responde en el agua de forma parecida al vehículo que conducen de forma habitual. El peso que este hecho ha arrojado, durante los últimos años, sobre fingers, pantalanes, atraques e incluso muelles de hormigón, excede probablemente todo lo que el plástico reforzado con fibra de vidrio de alquiler es capaz de soportar. Casos prácticos los hay estremecedores. Con ocasión de una «rissaga» coincidimos en Ciudadela con una potente motora alquilada cuyos ocupantes nos adoptaron amistosamente. Era evidente que en su vida habían manejado artefacto como aquél; el día de la despedida, después de entrañables saludos, largaron amarras y la motora tomó el incorrecto camino del martillo del espigón del puerto. A la angustiosa pregunta «¿Qué hago?», y viendo que derivaban ostensiblemente, les aconsejé «¡Dale gas!», y de tan importuna instrucción resultó una aparatosa colisión, a toda máquina, contra el mentado martillo, que abombó hacia el interior el costado de plástico, rebasado el cual, recuperó su forma con el ¡plop! de rigor, mientras la luz de posición de babor salía catapultada por los aires. Al fin siguieron su camino y, sinceramente, deseamos para ellos felices vacaciones, aunque puede que la rissaga y la colisión coadyuvaran para que, al año siguiente, la elección del período vacacional se decantara por la montaña.
No obstante, para consuelo de los habituales del estropicio y la trapisonda en las atracadas estivales —hay auténticos profesionales— recomiendo una película de culto, «PT-109», en la que el mismísimo John Fitgerald Kennedy, J.F.K. para los amigos, al mando de la mencionada lancha torpedera de los E.E.U.U., se lleva por delante todo un pantalán, con garita y muelle incluido, en una atracada no del todo ajustada al manual de la Marina. De donde se deduce que, de ser cierto históricamente el incidente, uno puede andar por ahí cargándose pantalanes y llegar, a pesar de todo, a Presidente de los Estados Unidos.
En general, y atendiendo a los casos anteriores, decir que se suele sacar más provecho en las maniobras haciendo caso del modesto instructor que tenemos bajo los pies —es decir, el barco—, que al barullo de voces, gritos, jadeos, berreos estentóreos y desatinadas instrucciones que le llueven a uno, en este tipo de situaciones, desde todos los rumbos. Muchas veces hay que hacer todo lo contrario, es decir, nada; el propio y noble barco, para nuestra sorpresa, asume resignado la dirección de las operaciones, ofreciéndonos el inestimable regalo de una salida. De ahí que los marinos bregados desarrollen una filosofía hasta cierto punto curiosa: «Procura enterarte de lo que quiere hacer tu barco y luego, le ayudas». Créanme, mano de santo y garantía segura de éxito que, una vez puesta en práctica, he tenido la satisfacción de compartir con patrones de veleros veteranos, ésos que de veras pesan más de muchas toneladas y con cuyas hélices no se puede hacer gran cosa por evitarlo. Miran dónde quiere ir el barco y allá le llevan; si luego terminan en un atraque no indicado, todo es cuestión de poner a tirar de amarres y cabos a la tripulación, que hasta incluso puede que agradezca el ejercicio.
Sigue habiendo, aun así, auténticos fanáticos del virtuosismo. El último que me encontré cogió un severo berrinche cuando su agotada novia y yo, que llevábamos toda la noche pasando frío y sin dormir, no fuimos capaces de atracarle su bonito barco en el muelle de espera del puerto de Alicante, tal y como lo habían hecho antes una pareja de suecos sexagenarios. El caso es que ambos yates atracaron y desatracaron sin peligro, así que uno se pregunta si, en realidad, no debería buscarse el objeto de orden práctico por encima del lucimiento; entiéndase bien, no estoy en contra del virtuosismo naútico, pero como fruto de larga experiencia y repetida práctica, no como objetivo a alcanzar y obsesión de algunos practicantes de la navegación deportiva.
Hasta ahora me he referido a lo que sucede dentro de las calmadas aguas del puerto, pero ¿y el aterrizaje para llegar a éste? De todos es conocido que la «toma de tierra» de un barco debe ser siempre un atraque o un buen fondeo; no hay otra forma digna de hacerlo, tal como confirma el maestro Conrad en su «Espejo del Mar», donde dice literalmente que a un marino que vara y pierde su buque más le valdría estar muerto. El caso es que, hoy en día, los veleros deportivos varan por docenas por errores de sus tripulaciones y mientras se haga en blando —arena o fango— suelen sobrevivir perfectamente, sin otro daño que el susto correspondiente y, en su caso, la factura del salvamento.
No obstante, en el momento crítico de la arribada a puerto sí pueden producirse accidentes mortales. Últimamente se han visto algunos, el accidente de un yate inglés contra el espigón del puerto de Los Gigantes, en Gran Canaria, y el dramático naufragio de un yate frente a Las Rotas, en Dénia, cuyo ocupante falleció y que me fue contado por testigos presenciales. Ambos fueron provocados por la fuerza del temporal y el hecho cierto de que, al acercarnos a puerto, se produce una inevitable disminución de sondas que causa olas desproporcionadamente altas con respecto a mar adentro; si a esto le añadimos las posibles averías y deficiencias del yate, el cansancio de la tripulación y, lo más importante, la atracción fatal que ejerce el puerto salvador cercano, en el que terminan todas las penalidades, sobre ella, podemos decir que el siniestro está servido. Un patrón que, en esta situación extrema, se atreva a imponer lo que se debe hacer, es decir, quedarse en mar abierto y rechazar el puerto como una trampa mortal en temporal, puede sufrir un conato de motín, o ser privado del mando por gente inexperta, con el peligro correspondiente.
También en condiciones normales se producen accidentes en los puertos o sus inmediaciones, casi siempre, por el consabido e inoportuno fallo del motor. El que más y el que menos ha sufrido algún incidente de este género, que hace sudar más de la cuenta, y sentir de primera mano la precariedad de un diminuto barco de vela ante las piedras del puerto, como un frágil huevo a punto de caer sobre el empedrado. Mi caso tuvo lugar en la estrecha bocana del puerto de Ciudadela; al dejar paso al ferry, falló nuestro fueraborda y, cuando ya estábamos casi bajo el acantilado —con las defensas puestas y al borde del ataque nervioso— una motora logró sacarnos de allí. Tengo un amigo cuyo barco protagonizó una hazaña aún con más mérito: al verse arrojado contra el dique sur del puerto de Torrevieja, un tripulante de asombrosas cualidades gimnásticas tuvo la habilidad de saltar a la piedra, empujar al velero y volver (sabe Dios cómo) a subir a bordo. El barco golpeó con la quilla y sufrió una vía de agua, pero libró el dique, y sería reparado posteriormente.
En realidad, y con cierta indulgencia, se podría buscar cierta analogía entre el aterrizaje de un barco y el de un avión. La extensión del tren de aterrizaje se asimilaría con el arranque del motor del yate; si uno u otro se niegan a cooperar, no cabe duda, habrá que realizar un «aterrizaje forzoso», que traerá, en el mejor de los casos, un buen subidón de adrenalina. También hay diferencias, aunque barco y avión se mueven en tres dimensiones, el primero lo hace sólo muy limitadamente en una de ellas, por efecto de olas y el nivel del mar; si esta limitación no existe, tenemos que pensar que o bien se ha ido a pique, o ha echado definitivamente a volar, lo cual no es descartable con prototipos como los VOR 70 de la Volvo, o los Open 60 de la Vendeé Globe, especialistas también en vuelcos y saltos mortales. Más que aterrizar como puedan, de lo que habría que hablar, en este caso, es de aterrizar, si es que lo consiguen, de una pieza.