Dicen los manuales que a ese objeto inanimado llamado ancla hay que prestarle, como a todo en un barco, cuidados periódicos y específicos. Limpiarla, engrasarla, pintarla y marcar las distancias de cadena, el estado del quitavueltas y la disponibilidad del boyarín. Pero, adquiriendo práctica después de innumerables fondeos, se puede hacer mucho más; uno llega a cobrarle verdadero efecto al ancla y de hecho, la mía, cuando no está en servicio, disfruta del mayor confort: me la he llevado a casa y duerme en la cocina.
Este cariño y apego no es un hecho baladí; mi fiel ancla nos ha sujetado a fondos imposibles, ha aguantado el barco cuando yo estaba demasiado cansado para hacerlo y ha sido garantía de seguridad cuando todo lo demás estaba perdido. No hay, pues, que despreciar el papel de una buena ancla en un barco de vela y de hecho, la maniobra de fondeo es una de las que más se teorizan y peor se ponen en práctica. Puede que por una cuestión de costumbres. En efecto, en verano, solemos fondear a la gira numerosos barcos por cala, con lo que, de hecho, se parte de varios errores de concepto. En primer lugar, si hemos de caber muchos barcos, es imposible largar la cantidad suficiente de cadena. Reconozco que no recuerdo la proporción de cadena/sonda que prescribe el manual (¿Era de 5 a 1?), pero lo que se suele hacer es comprobar que uno está fondeado (¡la cadena navega, vive Dios!) y largar, por ejemplo, diez metros, con lo que todos contentos. Invariablemente nos quedamos cortos, pero nuestros vecinos, al fin y al cabo, están igual que nosotros. Todos sabemos que, en verano, si la noche es tranquila, se aguanta incluso al peso, pero si al terralet o a un frente le da por garantizarnos una noche de insomnio, lo conseguirán fácilmente, demostrando que más de la mitad de los barcos en la cala están mal fondeados. Luego está el tema de los radios de giro. Cuando todos fondeamos invadiendo el círculo de borneo de los demás, lo hacemos suponiendo que, a impulsos del viento, todos los barcos de la cala bornearán al mismo tiempo con la misma velocidad y que tan sólo habrá que preocuparse de poner en el CD la música apropiada para que esta danza se transforme en un relajante espectáculo.
Lejos de ello, la realidad demuestra que los veleros grandes bornean diferente que los pequeños y las motoras intercaladas lo hacen también a su aire, sin parecerse su borneo en absoluto al de los veleros. Este sencillo hecho es el que origina las rencillas y discordias de mala vecindad en los tranquilos fondeaderos mediterráneos, pues, cuando un barco aborda a otro, siempre será culpa del contrario que no tiene ni idea de fondear. Pocas veces se reconoce el error propio, optando por pasar de la sobria y contenida conducta previa de consejos y opiniones soterradas (¡cobra cadena!, ¡larga cabo!) al simple y abierto vituperio seguido del más reprobable insulto, actitud ésta poco recomendable en pleno estío y practicando precisamente una actividad de la que se espera reposo y relajación.
A estos dos errores de base, a saber, largar poca cadena e invadir el radio de borneo ajeno, se superponen otros tan connaturales y humanos como la vida misma: dime cómo fondeas y te diré cómo eres. Los «listillos» de siempre, a la caza del hueco vacío y paradisíaco que nadie ha visto, lo más cerca posible de la zona de baño para evitar los barqueos, acaban encontrando que han invadido ésta última o el área de maniobra de alguna golondrina o auxiliar de buceo, los cuales se encargarán, por su parte, de amargarle el fondeo a base de malintencionadas estelas desgranando entre dientes el completo repertorio escatológico. Los que se toman el negocio en serio organizarán el fondeo con anclas engalgadas en el único sitio despejado de la cala —o sea, el peor—, entreteniéndonos así la sobremesa con reiterados intentos que culminarán al cabo de largo rato. Y los grandes virtuosos, los «maestros fondeadores» por excelencia, buscarán nuestra popa para soltar allí el ancla y largar la cadena justa, con lo que, a las cuatro de la madrugada y con el role de viento, se nos aproximarán peligrosamente, haciéndonos partícipes de un auténtico alarde en decibelios con sus estentóreos ronquidos. Y es que el fondeo, a no ser que sea en una cala solitaria y de fondo aplacerado, es una maniobra en la que resulta poco menos que imposible alcanzar la perfección; hemos, pues, de acomodarnos a los trastornos que conlleva, tratando de convivir con ellos y nuestros colegas de cala al mismo tiempo y de la mejor forma posible.
Modestamente he de reconocer que mis primeros balbuceos en el fondeo baleárico e ibicenco se saldaron con las lógicas ansiedades y novatadas. Estando fondeados una tarde en las cristalinas aguas de Espalmador, vivimos una auténtica escena de película de Pasolini, pues mientras charlábamos en la playa con ciertas conocidas italianas, ellas veían cómo, a nuestras espaldas, el barco, sin nadie a bordo, parecía correr velozmente a lo largo del fondeadero. En efecto, tan rápido como su garreante ancla permitía, el velero daba marcha atrás —ciaba— por la cala, poniéndose a sí mismo en peligro y a los demás. Aparte del sobresalto cardíaco, se hizo indispensable una veloz sesión natatoria estilo crawl, abordaje y avante de motor cuando estábamos al borde de la colisión con una inocente proa mucho más dura que nuestro expuesto espejo de popa. En otra ocasión, llegados a la magnífica rada de Fornells, en Menorca, a las tantas de la madrugada, largamos el ancla en una plácida y tranquila noche, tras lo que nos entregamos en brazos de Morfeo en forma tal vez algo prematura, pues el ancla no había hecho fondo y las brisillas nocturnas nos llevaron, al decir de testigos, de un lado a otro, hasta terminar abarloados a una imponente motora británica, cuyo amable patrón, habiéndose apercibido del particular, dio un suave toque de sirena para sacar a los bellos durmientes de sus catres a fin de que ultimaran la maniobra en forma conveniente. Tan discreta educación y oportuna medida no pudo menos que hacernos enrojecer como a pomelos, lo cual no evitaría incidentes posteriores.
Llegados a Mahón para refugiarnos de un chubasco, echamos el ancla al abrigo de la Isla del Rey, en la pésima compañía, todo hay que decirlo, de dos veleros yanquis; el primero de ellos no dudó, en plena noche, en largar 50 metros de cadena y estrellarse contra nuestro costado, mientras el otro nos enfocaba con el dedo acusador de su proyector tipo campo de concentración, como queriendo subrayar nuestra terrible falta, consistente en encontrarnos allí en aquel momento sin otra pretensión que pasar pacíficamente la noche. No hubo otra, pues, que levar el fondeo para irnos a dormir algo más al norte, en nueve metros de fondo, un lugar algo más despejado y a salvo de enajenados que se creen propietarios de los fondeos. Fue un grito desgarrado el que nos despertó al alba:
—¡La policía!
Al grito de nuestra tripulante, asomamos las cabezas por las escotillas, para encontrar que habíamos fondeado en el canal de paso de un gigantesco petrolero —el Campobierzo—, si no recuerdo mal, que procedente de Cartagena, se dirigía a vaciar sus depósitos en la cercana refinería de Cala Figuera. La lancha de la policía no era tal, sino la del práctico, siendo la P del costado la que había confundido a nuestra aturdida navegante.
Sin embargo, con la edad y la reiterada práctica, se aprende no a fondear mejor, sino a no esperar del fondeo más de lo que puede dar cuando uno lo practica con modestos medios y en los más arriesgados fondeaderos en los que se ve obligado a hacerlo. Inevitablemente te conviertes en un ser huraño que nunca quiere desembarcar del velero salvo en situaciones de encalmada absoluta, con la llave siempre metida en el arranque del motor, el cabo de fondeo listo para ser izado y durmiendo con ese desagradable sexto sentido del patrón que le impide, durante toda la noche, alcanzar la fase de sueño rem, llegando así al final de las vacaciones completamente destrozado. Lejos de las inconscientes —e inconsistentes— tripulaciones, sin otro deseo que abandonar rápidamente el barco, una vez fondeado, para ir a practicar la larga y estúpida serie de banalidades veraniegas, el único aliado del patrón, su verdadera amiga, es el ancla que, allí abajo, soporta el esfuerzo físico, mientras que, al patrón, le toca la china de la presión psicológica. Sé que habrá quien comprenda estas líneas y los que no lo han hecho desde el principio, tal vez comiencen a entender por qué un pedazo de metal frío e inanimado puede, en una grave situación, convertirse en lo único que es capaz de salvar el buque de un grave accidente, con todo lo que ello conlleva.