5. NO ES DÍA DE SPÍ

No hace un viento imposible. La mar está fea, pero accesible. El cielo tiene un color raro y nuestro ánimo un sombrío pesar muy cercano al presentimiento. Sin embargo, se puede salir a navegar. Poderse, lo que se dice poderse, se puede. No es imposible, aunque no será agradable. Balanceándonos a la deriva en el mar de dudas, un viejo veterano se nos acerca por la espalda y puede que adivinándonos el pensamiento, nos dice con voz ronca:

Hoy no es día de salir a navegar.

Hay mucha sabiduría encerrada en estas simples palabras. En el puerto asturiano de Luarca, marino hasta las cachas, existe un mirador donde se reunían los patriarcas de la mar y en función de las condiciones, decidían si la flota salía de puerto o no. Su veredicto era incontrovertible. Por carecer de este veredicto, o de este instinto ancestral, montones de navegantes se meten en líos al cabo del año, saliendo a navegar en condiciones accesibles, pero no propicias. Si te pilla ahí dentro, no queda otra que apretar el culo y aguantar; pero salir a buscarla, verdaderamente es de gente con poco juicio, con mucho mono, o que sencillamente carecen del olfato de los patriarcas de Luarca.

Algo parecido viene a suceder con esa polémica vela que ha producido grandes velocidades y sensacionales singladuras, además de provocar tremendos accidentes o conatos de los mismos, conocida con el extraño nombre de spinnaker y a la que todo el mundo llama spí. El spí es una vela que toda tripulación con un mínimo de ambiciones competitivas debe manejar con absoluta soltura y ligereza, aun en las peores condiciones de viento y mar. No obstante, son muchos los que, observando que el viento ha rolado y ya no da favorable sobre el rumbo abierto, sienten un profundo alivio constatando que no se podrá izar el spí. Y es que, por muy hábil, mañoso y decidido que se sea, el spí presenta la importante diferencia sobre el resto de las velas de no ir envergado en palo ni estay, por lo que, se diga lo que se diga y a pesar de que el sufrido tangón hace cuanto puede, es una condenada vela que propende al descontrol. Existe otro factor normalmente poco meditado. Aunque para el profano y el niño que dibuja un velerito las velas sean plana, todos los navegantes sabemos que tienen una importantísima «tercera dimensión», el llamado alunamiento, que es lo que cambia las velocidades de flujo laminar del viento por ambas caras, proporcionando succión y empuje, tal como se produce en los aviones para despegar y mantenerse en el aire, con la diferencia, en este caso, de que ellos ponen las velas —alas— horizontales, circunstancia, por otra parte, no del todo ajena al barco con el spí descontrolado, que, cuando se halla con las velas en esta disposición, inevitablemente ha puesto a la tripulación en tal brete que pueden alegar de todo menos que estén cómodos.

Pues bien, en el spí, esta «tercera dimensión» adquiere una importancia desproporcionada con respecto a las otras velas, en las que predominan el ancho y el alto. De resultas de esta desproporción, el spí se abomba exageradamente en un seno gigantesco que ejerce tremendas tracciones sobre los cabos de maniobra, obligando a quien se las ve y desea para controlarlo a pensar en «tres dimensiones». Los que, en horas lectivas, fuimos voluntariosamente instruidos en los principios de la Descriptiva, sabemos, al menos, que no todo el mundo ha sido dotado por la Naturaleza para adentrarse en tan ardua materia, por lo que si encomendamos el problemático control del spí cúbico a alguien con el encefalograma plano, nada tendrá de extraño que acabemos con la vela en el agua pasando por debajo del casco, el tangón fracturando algún infortunado cráneo, y nuestro «especialista» preso del más absoluto y ciego ataque de pánico, que le impedirá no ya trabajar en dos dimensiones, sino vencer la parálisis nerviosa adimensional a la que habrá quedado reducido.

Vela complicada, pues, el spí. La historia de la navegación de altura está sembrada de tropiezos, trapisondas, accidentes e incidentes con el spí. Indagando en la galería de los grandes, esos navegantes a los que jamás llegaremos ni a aproximarnos, encontramos no pocas anécdotas con el spí. El mítico Eric Tabarly fue un gran consumidor de spís. En su libro «Memorias de Alta Mar» desgrana con escéptica lucidez cómo se fueron cargando nada menos que diez velas en la travesía del Océano Indico durante la primera Regata Whitbread Vuelta al Mundo, a lo largo de un capítulo significativamente titulado «Masacre de Velas». Seis de ellas eran spís, y el relato alcanza el clímax cuando describe, con aquel enorme barco de veintitantos metros y casi treinta toneladas, una magnífica orzada que les puso las velas en el agua y el timón fuera de ella —giraba loco y sin efecto— con el spí hecho jirones. Ya fuera de este libro y durante la Tercera Whitbread, se sabe que al legendario bretón se le debió volver a despertar el apetito, cargándose nada menos que nueve spís en una segunda etapa memorable en la que llegó tercero detrás de los modernos Flyer II y Ceramco New Zealand. Reconozcamos que, cuando uno es un consumidor de esta categoría, sale más barato pedir al velero en matrimonio que ir constantemente a encargar velas nuevas a la velería. Cuando un barco navega al máximo de sus posibilidades, no es de extrañar que su derrota se transforme en un rosario de spís rotos largados por la popa por irrecuperables.

Lo cierto es que esta vela se las apaña para hacernos la vida imposible incluso cuando se navega de crucero, o en una simple travesía transatlántica sin más pretensiones que llegar de una pieza al otro lado. El spí está ahí para tratar de impedírnoslo, aparentemente inofensivo y como quien no quiere la cosa, dentro de su bolsa, con los puños esposados como un convicto para que no pueda moverse. No se fíen; sólo espera una oportunidad. Hay un relato verdaderamente espeluznante de lo que puede pasar con un spí en alta mar publicado por el navegante oceánico Jordi Sales en la revista Yate y Motonaútica hace un montón de años. Lo guardé porque, como dice Sir Peter Blake hablando del celebérrimo libro «Navegación con Mal Tiempo», de Adlard Coles y Peter Bruce, hay cosas que es preciso leerse de vez en cuando para ponernos en nuestro sitio y recordar lo poco que somos en la mar con un barquito de vela. El relato se llama «La noche del spí».

El Modus Vivendi era un crucero oceánico de aluminio de 10 m. de eslora, tipo «Flot»; venía realizando la travesía de las Azores de regreso a Europa, encontrándose a 8 días de las Bermudas, es decir, a medio camino, o lo que es lo mismo, en medio del inmenso océano Atlántico. El barco navegaba ligero con viento favorable, al atardecer, spí arriba, cuando de pronto, cesó inopinadamente la brisa, el spí se desinfló y el barco, con su amplia inercia, lo atrapó y se lo echó encima, encargándose el caótico oleaje de estas vastas extensiones —producto de mares cruzadas de fechts infinitos— de darle nada menos que ocho vueltas en el estay de proa. La vela no se podía arriar y se había quedado con un trozo inflado que amenazaba con destrozar el aparejo. A motor, dando penosos giros en redondo, consiguieron deshacer seis vueltas; pero quedaban dos. Era casi de noche; Jordi tuvo que hacer frente a la desagradable idea de ascender al palo a destrincar la driza con la única ayuda de los peldaños del mástil ¡suerte que los tenía!, mientras su mujer debía recoger la vela cuando cayera para evitar que pasara el barco por encima. La ascensión a un palo, con el spí izado, que se bambolea frenéticamente con la única pretensión de deshacerse de ti tuvo que ser extenuante. Lo logró abrazándose al mástil y agarrando con las manos los peldaños del lado opuesto. Una vez arriba, cortó, su mujer recogió la vela, pero cuando trataba de recuperar la driza en cubierta, un pantocazo estuvo a punto de arrojarla por la borda. Con su marido arriba, no hubiera podido ser recuperada. Los dos fueron muy conscientes de que, aquella noche, se la habían jugado; pero tuvieron suerte y buena mano. Y todo, por el maldito spí.

Después de un relato como éste, muchos cruceristas preferirán dejar el spí en su bolsa y más que con los puños atados, encadenados. Los regatistas no podemos ni plantearnos algo semejante: cuando se puede izar el spí, los demás ya lo estarán haciendo y si no quieres quedar inevitablemente retrasado, más vale tenerlo rápido arriba. Este argumento elimina todas las dudas, y conduce a veces al célebre ¡bang!, o estallido con el que esta vela se despide del perro mundo haciéndose trizas para recordarnos que hemos excedido sus límites. La última vez que me sucedió, los grátiles se quedaron portando al viento, enmarcando una bonita estampa de la mar de la que había desaparecido el fino telón del spí. Ése, desde luego, no era día de spí.