4. EL MOTOR DE LA ILUSIÓN

Podemos sentir un gran aprecio y respeto por las cualidades naúticas de nuestro barco; podemos, también, considerar la comodidad de sus interiores, o la nobleza y fiabilidad de su comportamiento. Se puede, incluso, sentirse agradecido por la protección y refugio que nuestro barco nos ha brindado en determinada ocasión, por la seguridad que nos prestó su equipo electrónico, o las prestaciones que alcanzamos con el completo juego de velas. Es posible, en fin, apreciar y reconocer el servicio que nos ofrece cualquier componente de la embarcación, pero jamás, o muy pocas veces, tendremos un rato de atención para el más abnegado de todos ellos y al que con más desconsideración se trata: al motor.

Hay en la mentalidad de ciertos navegantes a vela un concepto totalmente erróneo y pretendidamente auténtico que les mueve a pensar en el motor como algo superfluo, un elemento innecesario que rompe el sonido de la mar, el viento y el gualdrapeo de las velas. Son los mismos, en efecto, que deleitan a los espectadores de las palancas de los pantalanes entrando a puerto y al amarre, a vela, todo un alarde de destreza y pericia que les identifica con sus ancestros, los añejos veleros de cabotaje y de tráfico oceánico y les sirve para dejar claro quiénes son los mejores.

Vaya por delante decir que el motor de los pequeños veleros constituye no sólo un elemento de seguridad, sino también un gran avance técnico que permite al velero que lo utiliza como auxiliar eludir las nefastas situaciones de encalmada absoluta o vientos de proa, auténticos «puntos negros» de la navegación a vela deportiva; también presta otros útiles y sufridos servicios, como ayudar a mantener la velocidad de crucero cuando Eolo flojea —algo imprescindible en «transfers» y traslados de barcos— y permitir la entrada y salida a puerto. Los puertos modernos están calculados y diseñados para barcos con motor; gracias a la maniobrabilidad de la que provee éste último, se pueden meter muchos más barcos que antes en menos espacio, pues, antiguamente, a vela, los barcos necesitaban tanto espacio de maniobra, que los puertos artificiales de hoy en día eran impensables. Cuatro o cinco embarcaciones abarrotaban una bahía fondeados, cuando hoy, gracias al motor, podemos meter cincuenta. Meter un barco a vela en un puerto deportivo moderno es algo tan estrafalario y anacrónico como desconsiderado con los compañeros de amarre, cuya integridad peligra según las condiciones de viento, además de completamente innecesario, pues va contra las normas de uso del puerto y, sobre todo, contra el concepto con el que fue concebido. El argumento según el cual se debe hacer a menudo previendo el caso de que falle el motor tendría verdadero peso si, esas mismas personas, levantaran su vehículo dos veces por semana con el gato para estar entrenados en caso de pinchazo, o, una vez al año, desmontaran la culata del motor «por si las moscas». Es curioso comprobar que estas anónimas y pringosas faenas, lejos de la espectacularidad de la entrada a vela, no son nunca practicadas como precaución por quienes defienden ésta última.

En realidad, en la variopinta cabaña naútica, es posible encontrar ambos extremos: desde un purismo vélico inspirado en devocionados patrones legendarios, que evitaban el uso del motor siempre que podían, hasta un «motorismo» exacerbado, que, al mínimo atisbo de encalmada, a la menor señal de complicaciones, resuelve el entuerto mediante el rápido expediente de arrancar el motor y dar avante a destino, reduciendo a cero la actividad a bordo y aburriendo y atronando a la concurrencia durante todas las vacaciones. Probablemente, la «masa media» de los navegantes está entre ambos extremos, ocupando cada ejecutante un lugar en la escala y muy pocos el mismo; y es que, en cada uno, hay una parte de vela y otra de motor, en una proporción cuyos elementos primordiales son la psicología, los conocimientos naúticos y la pericia y experiencia derivada del uso habitual de la embarcación.

Pero vamos con nuestro protagonista, el a veces olvidado y polémico motor, condenado de por vida a permanecer en la prisión del lóbrego y húmedo cajón de máquinas, donde apenas se ve la luz, a no ser que el piadoso armador levante la tapa para echar un vistazo, comprobar el nivel de aceite, y el estado de las correas. Algo en lo que parecen estar de acuerdo tanto velistas como motoristas es en la dureza de la condena, es decir, mantener el motor tapado y olvidado, dejando el mantenimiento en manos del mecánico. Esperamos que, gracias a los buenos oficios de éste último, la llave obre siempre el milagro del perfecto arranque. Pero ¿qué haremos si no se produce? La clave del funcionamiento de una máquina está precisamente en que funcione, sin excesos, pero tampoco abandonos. Una máquina que no funciona acaba por acomodarse a su condición, y puede que no lo haga cuando la necesitemos. Realmente, en un barco de vela, un motor tiene tan pocas oportunidades que relegarlo en sus «momentos cumbre», como la entrada a puerto o las encalmadas, puede ser su definitiva acta de defunción.

Que no cunda el pesimismo: a juzgar por el comportamiento habitual de la flota de crucero y de regatas, la mayor parte de nuestros motores goza de excelente salud. Para muestra de ello, nada mejor que las regatas multitudinarias que, hoy día, se disputan de la Península a las islas Baleares o a las entrañables plazas africanas. Llegada la indeseada encalmada (o calma chicha), los de perfil motorista son los primeros en arrancar su accesorio predilecto para dirigirse a puerto con rapidez, donde diversos compromisos esperan. Los demás, aguantarán aún unas horas, tratando de hacer andar la embarcación con un máximo de trapo y técnicas de viento flojo, como mandar a un individuo a lo alto de una cruceta para escorar el barco, castigo que, antiguamente, era uno de los peores, pues podía llevar al reo a sufrir una grave hipotermia (véase «El Motín de la Bounty»); todo ello, junto con las ligerísimas velas de film y kevlar, puede lograr el increíble milagro de que la corredera despierte, para indicar algunas décimas de nudo. Momento en el que, después de tanto esfuerzo, un profundo arranque de ira puede apoderarse de nosotros si vemos las famosas lucecitas de otro barco adelantándonos sin el menos escrúpulo. Pero ¿quiénes son esos tramposos que arrancan el motor sin retirarse de la regata?

Se trata de los hipócritas, es decir, los motoristas disfrazados de velistas tan solo para arrancar algún trofeíllo que llevarse a la estantería de casa. Estos desahogados van dando avante con disimulo; a veces, incluso, apagarán las luces (con el peligro que ello representa) y al día siguiente, o sobre la línea de meta, aparecerán en inverosímiles posiciones, sabedores de que el Comité nada puede hacer contra ellos al carecer de pruebas… ¿Qué puede hacerse para evitar este comportamiento antideportivo y absurdo, en el que el motor es un simple rehén del golfo de su usuario? Algunas regatas con pretensiones de seriedad llevan a cabo el precintado de los motores, pudiendo arrancar la máquina en punto muerto para cargar baterías, o dar atrás para una maniobra precipitada. Cuando los veleros se precintan, tenemos una clara demostración de lo que podría suceder si los barcos de vela no llevaran motor: la farragosa maniobra de zodiacs y chinchorros sacando impotentes veleros del puerto, para dejarlos en desamparada situación, fuera del puerto, al largar el remolque, quedando a merced de perezosas ventolinas, constituye todo un homenaje al ausente, es decir, al honrado, competente y servicial motor. Pero ¿hay otra forma de neutralizar a los filibusteros? La consigna bíblica no parece muy razonable para la supervivencia de la regata: «Descalificadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos».

Así que es en la vela donde se produce la curiosa paradoja de que, para evitar al tramposo —es decir, al individuo—, debes inutilizar al honesto, en este caso, el motor. Sólo por tener que soportar semejante humillación, el pundonoroso motor podría pedir la baja y ser extirpado del barco en cuestión; aunque, a los que habría que extirpar, de los barcos y las regatas, para siempre, es a los que practican estas jugarretas de forma habitual. Hay otros, que podríamos llamar «culpables por arrastre», los cuales, basándose en que los rivales están poniendo motor, lo ponen ellos para sorpresa de la tripulación, explicando que no habrá otra forma de neutralizarlos. En otras palabras, lo mejor contra un tramposo es otro tramposo. Excusaremos de estas breves líneas los principios éticos y fundamentos jurídicos que permiten, sin ningún género de dudas, remitir estos impresentables a la misma pocilga que los anteriores, disculpando que el lector profano, llegado a este punto, se decante inevitablemente por la consigna bíblica en vez de la prosecución de la prueba deportiva.

Mas no es el motor, como pudiera pensarse, el que ha ensuciado las regatas a vela de altura, sino la gentuza que, ignorantes del arte de la navegación a vela, y poco amantes del esfuerzo honrado, prefieren dedicarse a intentar ganar a toda costa. En el fondo, es el problema de la naútica deportiva actual: los que les gusta navegar y a los que sólo les gusta ganar, cada uno, con su credo correspondiente. Pues bien, tan noble es el motor, que hasta para los que no saben tiene buen uso: ¿cúantos de ellos se atreverían a salir a la mar con su PER o Patrón de Yate recién sacado, y fiados únicamente a su pericia y destreza naútica con las velas? Para ellos el motor, como un hermano mayor, o un buen y fiel amigo, es el verdadero motor de la ilusión.