1. CASCO OBLIGATORIO

Si existe una actividad en la que el uso del casco es rigurosamente imprescindible, que me disculpen los motoristas, motociclistas y usuarios de ciclomotores: ésa es la naútica. Sin casco, un buen casco de formas y volúmenes adecuados, la naútica pierde todo el sentido, o bien no puede practicarse con un mínimo de garantías, como puede ser, durante todo el proceso, permanecer razonablemente secos. Eso no significa que poseer un casco, al menos el de un velero, le ahorre a uno mojarse de vez en cuando; pero, al menos, permite moverse sobre el elemento líquido sin quedar reducido a la categoría de simple naúfrago, buzo, o nadador ocasional.

El casco es mucho más importante de lo que suele pensarse; con frío espíritu materialista, solemos juzgarlo por el material con el que está construido, apreciándose con cierta condescendencia la madera, ya pasada de moda, pero con la que se descubrió el Mundo, con respeto al acero, siempre susceptible de ser víctima del óxido, con horror al ferrocemento, con admiración al aluminio, el carbono, y los materiales exóticos, y con familiaridad al inefable plástico reforzado con libra de vidrio, que ha pasado a formar parte de nuestras vidas como la televisión, el móvil, o el ubicuo PC.

Pero lo verdaderamente importante del casco no es el material del que esta hecho, al fin y al cabo un tema circunstancial, sino sus formas, o, en otras palabras, la manera en que ese volumen parcialmente sumergido interacciona con la masa de mar para permitir la flotabilidad, evolución y rápido desplazamiento. Todos estos extremos, tachados por el común culto y racional como de simple perogrullada, son normalmente ignorados por el ilusionado armador que compra un barco —en realidad, no compra sino un casco con accesorios— y que piensa que su adquisición es algo nuevo y fuera de lo común que le proporcionará libertad, placer y tiempo libre.

Nada más alejado de la realidad. Un casco sólo proporciona garantía de flotabilidad (y éso, con todos los grifos de fondo cerrados). Para desplazarse, necesitará motor y/o velas, es decir, nuevos problemas que añadir a la lista, y para alcanzar la existencia legal, un cúmulo de papeles, trámites y expedientes que, si se cargaran a bordo, ocasionarían un notable cambio, por su propio peso, de la línea de flotación y el volumen de casco sumergido.

Pero no seamos cenizos. Hemos hablado de la obligatoriedad del casco para la naútica y ahora, tratemos de lo que éste necesita para su óptima conservación. Lo primero, sin duda alguna, pintarlo. La aplicación de patente al casco viene originada por la lamentable costumbre de éste de atraer todo tipo de fauna, flora y porquería, siguiendo el mismo principio utilizado para la cría de mejillones en las bateas gallegas. Una especie de gripe que, teóricamente, los barcos de crucero afrontan con un tratamiento anual, mientras que, para los de regata, se trata de una pesadilla permanente, un tira y afloja entre la velocidad y lo sucio que está el casco, las facturas de varadero, y el tipo de pintura a emplear.

La Unión Europea, en esto como en otras cosas, ha entrado a legislar sobre el tema, prohibiendo las patentes demasiado agresivas con el medio, con lo que los mandamases comunitarios, cómodamente repantingados en sus butacas flamencas, no han hecho sino redondearles el negocio a los astilleros, pintores y varaderos a costa de los de siempre, es decir, los armadores; pues ahora, como un virus que se recrudece, los cascos se ensucian mucho más, y, por lo tanto, hay que limpiarlos varias veces al año. En otras palabras, las patentes actuales son las menos agresivas, y las peores pinturas de barco que se han fabricado jamás.

De hecho, el calvario del armador con el casco se inicia en el momento en que el barco deja de verificar el Principio de Arquímedes, para colgar, como un vulgar ajusticiado, de las cinchas del travelift o la grúa de turno; tal y como ellas oprimen sus redondeadas formas, el armador siente como si le estrujaran las tripas, aunque, en realidad, lo que le están exprimiendo en ese momento es la cartera, con la factura del servicio. Bien, ya tenemos el pobre casco expuesto a la vista de todos, la quilla, la hélice y los electrodos, incluso el inconfesable bulbo. Un empleado de ojos inyectados, sabe Dios los líquidos o sólidos indigestos que transitan por sus entrañas, maneja la grúa, llevando el casco a su cuna de pintura sin hacer el menor caso de nuestras instrucciones. Al fin queda el barco asentado según los principios de la Hiperestática, es decir, con los seis grados de posible movimiento restringidos, aun cuando parezca estar a punto de lograr el tercer grado en alguno de ellos.

Es el momento de la gran pregunta: ¿aplicaremos autopulimentable, que se desprende en película? ¿O pondremos una matriz dura que podamos limpiar, aunque cueste Dios y Ayuda quitarla?, ¿o nos conformaremos con una pintura ablativa para que, con su amena conversación, nos consuele del quebranto producido por la factura? Es igual. Pongamos lo que pongamos, casi siempre quedará mal, se ensuciará pronto, y no tardaremos en vernos obligados a retomar el camino del varadero. Por el momento, sin embargo, liemos vuelto a flotar; no es poco. Poseemos un casco adquirido bajo entusiastas conceptos subjetivos, pero cuya utilidad es flotar, que es a lo que se va a dedicar el 95% de su vida útil, constituyendo el navegar una puntual excepción vocacional. Protegido con pintura que, merced a infalibles legisladores, sirve para poco o nada. Y que necesita un sitio, un lugar donde existir, espacio bajo el sol, porque ¿dónde lo vamos a aparcar?

La magnitud de este problema es de tal entidad, que ha subvertido los términos, deteriorando aún más, si cabe, la situación. Si obligatorio es el casco para flotar y, por ende, para navegar, aún más obligatorio es tener un amarre, en propiedad o alquiler. Hasta tal punto que, el que se plantea la adquisición de una embarcación, procura resolver previamente el de la plaza de atraque, que, en ocasiones, puja más que el propio barco. Hasta se comete la barbaridad de adquirir barcos malos porque tienen un buen atraque. El disparate es así; y es que con la naútica se verifica un extraño prodigio, parecido al del papel higiénico en China. En efecto, en nuestras costas hay muchos más barcos que amarres. ¿Dónde se meten los que carecen de agua? La respuesta está en un nuevo tipo de almacenes, las denominadas «Marinas secas», en las que el casco ni siquiera necesita flotar. Lo cual, aparte de reducir cualquier argumento añadido al más pavoroso de los absurdos, nos retrotrae, de golpe limpio y certero, al principio de este artículo. Sin duda que el ingenio del hombre no conoce límites, pero, si el casco ya no es obligatorio, navegar, me temo, acabará siendo una simple y virtual entelequia, tan solo verificable a nivel de maqueta, o ¡cómo no!, por la insoslayable vía del Internet.