Sebastián tenía el hábito de dormir con las ventanas abiertas, de modo que lo primero que veía al despertarse era un trozo de cielo, con los celajes y nubecitas propios del amanecer y algunos fragmentos de ramas y entrelazamientos de las buganvillas que cubrían las paredes de la casa como un poderoso colchón rosado.
Esa mañana, pues, despertó como tantas otras al alba primaveral, la música incoherente y algo loca de los pájaros y los susurros vegetales del parque. Suspirando, procuró registrar la razón de su desasosiego. Recordaba vagos sueños lívidos, en los que se mezclaba de una manera totalmente impertinente la figura esmirriada y ridícula de Nicolás. El abate frunció las cejas. En su opinión, soñar con Nicolás era algo fuera de lugar. No comprendía que conexión podía haber entre su vida —pura, confortable y elevada— y el repugnante pozo de ignominia de donde, a todas luces, parecía haber salido el hombrecito.
De pronto, se irguió en la cama con espantoso sobresalto. ¡Ah, aquella no era, no podía ser, una mañana como las otras, puesto que esa misma noche (la noche de ese día que se anunciaba tan dulcemente como los otros), él acudiría al cuarto de Sonia!
Sebastián pensó por un momento en salvarse por la enfermedad, sintiéndose tan acosado y descompuesto como si su lecho fuera un madero, y el cuarto, un mar revuelto y furioso. Pasó revista a todas las excusas posibles: influenza, indigestión, desarreglo del espíritu, enajenación, pruritos.
Un minuto después, las dejaba de lado como supercherías indignadas de él y se disponía, como un romano, a hacer frente al destino.
No hubiera podido decir por qué lo inquietaba tanto este paso que iba a dar, puesto que después de todo era un movimiento enteramente natural. Pero sabía no obstante que la idea de yacer con la señorita le daba miedo. Se sentía tímido, renuente. Su virginidad se le aparecía con los más bellos colores, con la seducción de una posesión importante, única. Perderla, se dijo, lo metería en líos. ¡Quién sabe en qué cosas lo obligaría a pensar!
El abate se sumergió entre las mantas, tratando de tomar partido.
«Ahora ella va y me envía a pasar la noche en la cocina. ¡Qué desgracia, no ser un perro o un loro! Porque de esta manera, desde el almohadón o la percha, la vería sin que me viese».
Nicolás sintió un nudo de dolor en la garganta, una garra que sin piedad lo arrebataba del lugar de placer donde había estado apenas media hora antes, mirando el ir y venir agitado de Sonia que parecía no poder estarse quieta esa noche, saltando de la ventana a la chimenea y de allí hasta la puerta, donde se detenía un instante para escuchar, «como si, se dijo Nicolás, estuviera esperando a alguien».
Lo que en definitiva debía ser cierto —reflexionó, resentido— porque en una de sus evoluciones se había quedado de pronto mirándolo con el entrecejo fruncido.
«Y luego, prosiguió Nicolás, va y me sonríe como si estuviera muy lejos de allí y me larga aquello de: —Nicolás, esta noche dormirás en la cocina— con gran tranquilidad, y vuelve al caminar ese y a darse aire con el periódico. ¿Y por qué no ha dejado que me quedase, vamos a ver?», se preguntó Nicolás, que no acababa de digerir toda la dimensión de su infortunio. De pronto comprendió. Por su imaginación pasaron vertiginosamente mil pequeños detalles, trozos de conversación o de conducta, que se resolvían en la figura hermosa y complicada del abate.
Algo se derrumbó en el corazón de Nicolás, que dejó de gruñir, permaneciendo en una suerte de estupor doloroso.
«Ama a ese niño», pensaba, mordiéndose un puño, «¡lo ama!».
Y se escandalizaba como si le hubiesen dicho que la señorita tenía una pierna de menos o dos pares de ojos. La idea de este amor le parecía monstruosa.
«Todo puedo soportarlo», monologaba, «menos esto» —y asentía solemne como un viejo marido de provincias, sentimiento que le deparaba una suerte de consuelo estúpido.
Pero Nicolás no había sido puesto en la cocina para usufructuar de los beneficios de la estupidez. La (para él) afortunada serie de circunstancias que lo habían conducido allí, lo obligaba a pensar sin pausas, como un saltimbanqui haciendo precarios equilibrios al borde del abismo.
Un minuto después, Nicolás se desconsolaba, con los codos puestos sobre las rodillas y la mirada fija en los rescoldos de carbón.
«¿Y por qué no habría de amarlo?», se preguntó. «Es bello, es joven, ¡lee el latín!».
Y este argumento le parecía una explicación suficiente, una justificación para todos los desvíos, todos los deseos de Sonia.
«Es evidente», se dijo, «que no hay más remedio que soportar esto», y el infeliz se pellizcaba las orejas en una expresiva mímica desesperada. «¡Si ella me amase!», pensó de pronto, iluminado. «Pero no», le contestó de inmediato su endemoniada cabeza, «si ella me amase, no sería ella, sería. María Andreievna», y la visión de unas pantorrillas bastas y tostadas lo hizo estremecerse de disgusto. «¿Por qué —se preguntó retóricamente— odio a María Andreievna, que me ama, y amo a mi ama que…? ¡Pero ella no me odia! No, no», continuó, meneando la cabeza. «¡Ni siquiera me odia!», y su desgracia le parecía horrible, insondable, inlevantable. Y tal vez lo fuera.
Aunque pensándolo todo bien —se decía el hombrecito mirando atentamente los ojillos rojos y vivaces de una rata que tenía habitación en un ángulo exterior del fogón—, ¿podía él jurar que se trataba de Amor? ¿Amaba él, o más bien era arrastrado por un vértigo inevitable que nada tenía de amoroso e incluía en su infinito rodar hasta el último hueso, recuerdo, pelo de su vida? Era arrebatado, sí, por un movimiento incansable, un girar desordenado y envolvente que lo sumergía en un espacio ajeno a lo cotidiano, pero al mismo tiempo más real, más colorido que la simple llaneza empolvada de los días. Su cuerpo era objeto, paciente de una revulsión titánica. Las anchas patas de su deseo de aniquilación, pisaban el pobre ámbito de sus afectos, tendiendo a confundirlos, transformarlos en una espesa pulpa de especie desconocida, y lo único que Nicolás percibía como sobrante (¿o consecuencia?) de esta muela atormentadora, era su razón bruscamente despierta, puesta en marcha de manera compulsiva e incesante. Sentía —aunque de manera vaga— que los acontecimientos que se desarrollaban en lo profundo de su carne, no eran en verdad importantes; no de manera permanente, al menos. Y si en algún momento había sentido su fealdad, su miseria y su obnubilación como una carga, ahora tendía a desentenderse de ellas, oscuramente convencido de que eran los motores reales de su repentino acceso a una esclavitud que amaba, que guardaba como el tesoro más precioso, el estado más justo al que podía aspirar. Su humillación voluntaria (la necesidad de este yugo) venía de tan lejos, tan ajena le era a su conciencia, que su pensamiento no sabía en verdad, dónde colocarla, qué hacer de ella en términos de razón. No se trataba, en consecuencia —se dijo—, de evitar el dolor, sino más bien de sumergirse en él, de hacer de él su amante, la perfecta mitad que terminaba de constituirlo.
Nicolás no deseaba la libertad, pero pensaba en ella. Pensaba en ella precisamente a causa de su incongruencia; y lo hacía en términos de cielo personal, tan carente de atractivos como María Andreievna, a quien le falta un diente. Un cielo poblado de sucias ovejas lanosas, de carros de heno dando tumbos por un camino que no conducía a parte alguna. Un camino empolvado de sol y restos del verano, dos o tres pajaritos grises y roñosos y el paso incesante de los bueyes.
Suspirando, Nicolás alejó de sí toda prudencia. Tendiéndose de espaldas en el estrecho banco de madera, celebró imaginarias nupcias con los fuegos esclarecedores del infierno.
La señorita se quedó mirando con el entrecejo fruncido el almohadón que había ocupado Nicolás. El almohadón vacío parecía querer decirle algo, se levantaba como una pregunta o un reproche. La inquisitiva cara de rata del hombrecito la llamaba —oscuramente— a la prudencia. Sonia la pateó al olvido. Le parecía que a partir de ese momento, de esa noche que marcaba un comienzo sutil, todo debería concentrarse, apretarse en torno a la carne de Sebastián y la suya. Todo —decidió, como tantos otros en circunstancias parecidas—, toda su vida conducía a ese lugar y esa noche.
Sonia esperaba. ¿Pero qué esperaba?
Creía firmemente en el amor de Sebastián, invirtiendo la situación sin darse cuenta; esto es, sin comprender que la que amaba era ella, y que su amor estaba orientado en verdad hacia sí misma más que hacia Sebastián, de quien sólo chupaba la superficie, como una abeja atolondrada y borracha con los perfumes de la belleza. Puerto que los dos eran jóvenes y hermosos, no había en realidad límites exactos en sus sentimientos hacia ambos. O mejor, era un solo impulso unificador el que la movía, intercambiando las figuras, prestándole a él su deseo y a sí misma el pudor, en una confusión que en nada se parecía a ninguno. La belleza, dueña exigente y cruel, le arrancaba el pensamiento, y la señorita le atribuía a Sebastián el mismo deseo, las mismas intenciones que la animaban. Creía que era su obligación revelarle el amor que él ignoraba sentir, perdido en sueños de niño. Estaba convencida de que su planteo de la situación era correcto y temblaba de placer anticipado, imaginando el momento en que él lo comprendiera así y le confesara su amor en un arrebato de pasión. Porque, para Sonia, cuerpo y alma eran una sola cosa, habituada a no resistir ningún reclamo de su carne o la de otros. Más allá de su sexo y su emotividad confusamente soportada, nada había. En consecuencia, la idea de despertar a Sebastián al placer era equivalente a la de descubrirle el amor. Sonia no comprendía que ella misma era aún demasiado joven, y se equivocaba —y allí había quizás algo meritorio—, se equivocaba con pasión.
Ni por un momento se le ocurrió pensar en Sebastián aislado, separado de ella como estaba en ese instante, actuando su vida lejos del círculo imantado de su presencia. Sin formulárselo así, tenía la vaga certeza de que el niño existía sólo a partir de su deseo, como un frágil y adorable demonio moreno que despertara sólo a su requerimiento y durmiera en los espacios inanes de su ausencia. Lo cual le impedía advertir la novedad de la situación en que se hallaba, en la cual, en lugar de esperar —como lo había hecho siempre—, se suponía que debía actuar. Su entusiasmo y su ignorancia funcionaban como un rasero, dejándola en la misma situación que el niño. En realidad, esperaba ser tomada, desflorada, arrebatada, y no quería saber que era imposible. Por eso, cuando Sebastián entró sin anunciarse, permaneció inmóvil, mirándolo con una sonrisa que se parecía a la de los muertos. Era la sonrisa blanca de una víctima ofrecida en holocausto, y hubiera resultado efectiva caso de que el abate pudiese experimentarse como verdugo. Pero él, él también era una víctima, o así lo creía al menos y, por lo tanto, también se quedó inmóvil, también la miró, pero sin sonreír. Era una víctima hosca, un sacrificado con ideología. Así que estuvieron mirándose un rato, cada uno perdido en la magnitud de su propia ofrenda, y los dos metros que los separaban eran el foso abierto entre sus expectativas idénticas.
—He venido —anunció por fin Sebastián con sobriedad.
—Has venido —repitió la voz de Sonia como un eco.
Sebastián la envolvió en una mirada despreciativa y comenzó a desvestirse. Recuerdos confusos le cruzaban por la cabeza como cometas erráticos: —Mesembriantemo, adormidera, datura, dentelaria, hemerocala— se repetía la lista en algún lugar de su cerebro, mientras continuaba desvistiéndose y doblando la ropa con cuidado por sus pliegues naturales, poniéndola en orden sobre un sillón.
Sonia cerró los ojos.
—¡Oh, tócame! —pidió a la oscuridad—, ¡oh, tócame, amor! —y lo modulaba como una canción.
—No quiero tocarte —dijo Sebastián, con la cabeza, sumergido en su desnudez como si esta contuviera una explicación a su espanto.
La señorita cayó de rodillas, y de rodillas se acercó a él con la cara hundida en los hombros. Ella también incapaz de mirar otra cosa que no fueran sus pechos, pero urgida por la necesidad de ser mirada mirando; aguijoneada por la cercanía de su olor, por la percepción de su virilidad.
Sonia alzó los brazos, pero no la mirada, y acarició los flancos de Sebastián, experimentando un sentimiento parecido a la cólera, algo que la ahogaba, la sacaba bruscamente del terreno de la idolatría para ponerla en un bruto lugar de reclamo y urgencia: una región vertiginosa donde sólo esperaba ser penetrada y conmovida, destrozada, golpeada, poseída por fin por ese niño que respondía a sus caricias con la inmovilidad, pero no podía, en suma, controlar lo que estaba más allá de su voluntad o decisión.
Sonia se puso de pie, resignando la visión de su ofrenda de sometimiento a las necesidades del momento. Lo tomó de la mano como si él fuera ciego o tonto y lo condujo al lecho, ayudándolo a tenderse con infinito cuidado, luchando por convencerse de que su atonía y su silencio respondían a un natural sentimiento de vergüenza. Algo muy comprensible en un niño de su edad, se dijo mientras se desvestía temblando, sufriendo, sin querer aceptarlos, los golpes de una sospecha demasiado catastrófica como para hacerle un lugar en su pensamiento: la idea —difusa, pero terrible— de que Sebastián no deseaba aquello, que había venido quedándose en verdad del otro lado de la puerta, aferrado a una devoción solemne y sin palabras en la que ella no entraba para nada.
Tendiéndose desnuda a su lado, pensó de pronto en Luisa, odiándola con el ciego furor que las hembras se reservan para arrojar a la cara de sus iguales en circunstancias como esa, en que sienten pasar a su lado la imagen envidiada y deseada de la otra, como un límite puesto entre su demanda y la posible respuesta.
Sonia sintió crecer en ella la ira y el deseo y, obligando a Sebastián a enfrentar su mirada, habló. Habló sin reflexionar ni querer hacerlo, escupiéndole su frustración, poniendo en claro la monstruosidad de lo que en él había adivinado.
—¡Amas a Luisa! —le dijo riendo, afeada por el dolor y la cólera—. ¡Amas a tu madre, querrías estar a su lado desnudo, como ahora conmigo! No eres hombre —le decía, acariciando frenéticamente el sexo de Sebastián y tironeándose a veces del cabello en un intento desesperado por no ser arrancada de ese lugar, por recuperarse sana y salva, con el orgullo intacto.
Sebastián la miraba, incapaz de apartar los ojos de su cara, sometido a la violencia de esta verdad que ella le ponía por delante y repetía una y otra vez con la exacta pasión de un látigo manejado por una voluntad impersonal y justiciera. Su sexo erguido temblaba y, sin advertirlo siquiera, la golpeó, derribándola de espaldas sobre el lecho y arrojándose sobre su cuerpo con la misma precisión maniática con que la había golpeado.
Mudo, pálido y furioso, se abrió paso entre sus piernas, penetrándola con violencia y sintiéndose llegar a un lugar desconocido, que lo atraía y rechazaba a la vez en un movimiento pendular oscuramente presentido y deseado.
Aun entonces, le negó su boca, mirándola desde la distancia prevista por su concentración en lo que pasaba más abajo, en ese otro espacio autónomo, bruscamente liberado de su voluntad. Vio suavizarse y redondearse los rasgos de Sonia, como sometidos a un baño de cera, y cerró los ojos dispuesto a no concederle la visión de su propio placer, negándole la mirada para no darle el triunfo, sin comprender que ella ya no pensaba en eso, ocupada en aquella otra cosa, moviéndose y murmurando palabras que nada tenían que ver con él.
Mirándola a hurtadillas, la supo sola antes de sumergirse él mismo en el abandono, sometiéndose al azar con un gemido y una sonrisa despechada.