Apartando su mirada errática de las llamas que comenzaban a extinguirse, la condesa miró al abate, que se entretenía en trenzar y destrenzar los flecos de su chal, sentado en el suelo de espaldas al calor.
—Es indispensable, querido mío, que cultives el trato de Sonia. Ya verás cómo te agrada luego lo que te fastidia ahora.
Él levantó su traviesa mueca de silfo.
—¿Indispensable para qué, señora?
—Para conducir tu educación por caminos razonables, abate —explicó la condesa, imperturbable—. ¡Quién sabe! Podrías hasta enamorarte.
—¡Jamás podría enamorarme! —aseveró Sebastián con gesto lapidario, dirigiéndola una expresiva mirada.
—¡Disparates! —amonestó la condesa con frialdad. Y agregó, en un súbito estallido de furia—. ¿Quieres, por Dios, dejar en paz mis trapos? ¡Todo lo arruinas!
Sebastián se puso de pie, muy pálido, y le echó una mirada de asombro.
—Nunca te había molestado antes —observó vacilante.
Luisa lo atrajo hacia sí, en un arrebato, acariciando con dulzura su cabeza. Luego, obligándolo a mirarla, le sonrió.
—Hijo —articuló con claridad—, ¿me darás el gusto de confiarte a Sonia? Ella te ama, lo cual —agregó suspirando— te hará bien. Pondrá las cosas en su lugar, ¿comprendes? No es bueno ni aconsejable que andes vagando por ahí con esa facha de enterrador y leyendo historias que inflaman tu imaginación —Luisa volvió a acomodarse en el sillón, persuasiva—. Hazme caso, hijo mío. Cultiva el trato con las señoras. Todo eso no puede conducir más que a tu bien.
Envarado, horriblemente triste, Sebastián quiso protestar.
—Tú eres una señora —dijo, obstinado.
Luisa lo miró con severidad.
—Esto es verdad —contestó, mirándolo con atención—. Pero también soy tu madre.
El abate enmudeció. En un instante, midió el significado de esta relación que nunca se había mencionado más que en voz baja, y sintió un horror súbito por las implicaciones reales de sus imaginerías. Se enfrentó, repentinamente, con su deseo, puesto frente a sí como un animal ciego y atormentador. La visión ya no era (nunca volvería a ser) placentera y acariciable, sino un vértigo embrutecedor y fascinante, algo que despertaba su cuerpo de manera afectiva y —le pareció— repugnante. Miró a su madre.
—¿Qué es preciso hacer? —preguntó, y aunque Luisa comprendía muy bien los vastos alcances de la interrogación, se obligó a mantenerse rígidamente en el camino llano de la solución que había urdido. En consecuencia, sugirió una visita nocturna al cuarto de Sonia.
—Puedes, por ejemplo, presentarte después de la comida. Ella estará sola —agregó, sonriendo—. Respondo de eso.
—¿Es que le has hablado? —inquirió Sebastián, rojo de vergüenza y herido en su orgullo.
—¡Naturalmente que lo he hecho! —dijo la condesa, ligeramente—. Pero sólo para consolarla —agregó—. Tengo entendido que la rechazaste con cierta brutalidad, lo que me parece mal. Olvidas, creo, que todo puede hacerse, a condición de mantener la compostura.
Apoyándose en el brazo del niño, la condesa suavizó la reprimenda con una sonrisa:
—Ten en cuenta, Sebastián, que es preciso guardar las formas, única manera de servirnos de ellas de acuerdo a nuestros deseos.
Sebastián la escuchaba frunciendo el entrecejo.
—¡Pero entonces —adujo pensativo— es necesario doblegarse, esclavizarse! —e hizo una mueca de desdén.
—Naturalmente —respondió Luisa, con un encogimiento de hombros—. ¿Contra qué, si no, irías a construir tus caprichos?
—¿Pero por qué —insistió el niño— obedecer para desobedecer? No te comprendo.
—¡Ah! —la condesa agitó la mano enjoyada— debes obedecer para sobrevivir, Sebastián; y desobedecer para vivir, esto es, para buscar tu placer. Es tal vez complicado, pero exacto. Todavía eres un niño —murmuró, mirando con ternura la carita afilada y morena—. Ya tendrás tiempo y ocasión de pensar en estas cosas.
—Está bien —aceptó Sebastián, reticente—. ¡Pero ten presente que cedo a la violencia! —le espetó, furioso sin saber por qué.
La condesa se echó a reír.
—Ve a tu cuarto ahora —le dijo, dándole un suave empujón— y prepara tu discurso de mañana. Todo esto —agregó entre risas— si es que te queda tiempo de hacerlo, antes de probar las eficaces medicinas de nuestra querida Sonia.
Cuando Sebastián se hubo ido, la condesa preparó maquinalmente las cremas y perfumes con los que se preparaba para dormir.
—Soy una vieja —monologó, mirándose en el espejo—, una estúpida, inhábil, terrible anciana.
Y abandonando las cremas, se echó vestida sobre la cama, envuelta en una suerte de crepúsculo interno que debía haber estado preparándose —reflexionó— desde mucho tiempo antes, y caía ahora sobre ella como un súbito viento atribulado. A la condesa le castañetearon los dientes y fue durmiéndose de a poco, hundida en esas nieblas.