7

Llovían penas. Picudas, estrelladas, elongadas, gordas penas que sin estallar rodaban por las piedras del jardín o sobre el cristal, marco complaciente del rostro redondo, blanco, purificado por una pena perfecta.

Vista desde fuera como la vio el abate, que regresaba a paso lento desde el pabellón —indiferente a la lluvia y aun a la calidad de esta lluvia particular—, no podía decirse si el agua rodaba afuera o adentro, entre los ojos y sobre la curva tártara de los pómulos. Si no rodaban, tal vez, las penas, desde su corazón como una fuente.

Sea como sea, el alma joven del abate nada quería saber de fuentes, del esfuerzo perverso por obligar al agua a seguir un curso ascendente e iluminado, antes de derramarse en una traviesa elipse de fragmentos brillantes, pero ya no como agua —natural o sacralizada—, sino como juego voluptuoso y deliberado, como propuesta.

Esta propuesta de las fuentes se le escapaba, habituado a aceptar el afuera como un todo rotundo y en orden, con el empolvado misterio de lo indiscutible y necesario. Lo que él veía era la cabeza amable y desordenada de una mujer recién levantada, con el espeso cabello negro anudado en la nuca y algunos bucles rebeldes que se aventuraban sobre la crema de la frente y las mejillas. Y aunque los tenía ante sí, los bucles significaban tan poco como las fuentes y apreciaba más bien la dignidad de un conjunto que la osadía de los pequeños detalles.

¿Y ella?

Un fuego de leños chisporroteaba a sus espaldas, envolviéndola como otros brazos cálidos y dispuestos, tocando la cintura y las corvas que se abandonaban bajo la seda a esas lenguas que no demandaban. Que acariciaban sin pedir retribución, portadoras como eran de todo el calor. Afuera, no buscaban nada las llamas ricas y brillantes, que rodaban en sí mismas con pequeños chasquidos, puntas de luz, dedos del madero que las alimentaba derramando perfumes.

Se encontraba, ella, como salvajemente seccionada en dos en sentido longitudinal, porque, si bien la nuca y la cintura y los muslos ardían, los pechos, el vientre y el rostro enfrentaban la magnífica frialdad del cristal apretado contra la lluvia y las brumas de la mañana apenas inaugurada. Y todo ella era fuego y hielo a un tiempo: y el frío y el calor, el pudor y las caricias, se mezclaban en su corazón y en sus entrañas, despertando un sentimiento único pero complejo, devorador, torturante. ¡Oh, amor! Su rostro delgado y vivaracho, todo castaños y carmesí en las mejillas y en los labios, y la boca desdeñosa y apretada hacia arriba como la de un silfo. Y esa boca, que articula dogmas y plegarias, nunca será arrebatada, sin embargo, de este ardiente mundo de carne. Aunque él no lo sepa todavía, y obligue a sus manos de niño largas y descarnadas, a colgar a los costados del traje, como si las creyera verdaderamente destinadas a las labores pías de los servidores de Dios. ¡Oh, amor!, porque esas manos jamás podrán levantarse sin condenar a quien las mira, sin arrojarlo —arrojarla— a un mundo erizado y tembloroso como el revés del terciopelo; a un mundo de adolescentes desnudos, casi informes todavía, pero apuntando a los resplandores de una forma perfecta.

Sus miradas se encontraron en ese punto, se abrocharon en lo que a Sonia le pareció un espacio infinito, un llano en el tiempo, por el revés de la lluvia. En el jardín, todo temblaba verdes húmedos, vahos primaverales bajo las aguas tiernas. Era el tiempo del despertar de las flores, y pronto aquello sería una masa de colores y zumbidos, olores empolvados del sol y aire reverberante. Pero su particular estado de ánimo rechazaba la idea de este florecimiento. Su alma se volvía instintivamente a los matices del gris y del oro, como la luz que besaba destellos de cobre profundo en la cabeza del niño.

El chasquido indecente del picaporte estableció la realidad del desayuno. Sonia se apartó de la ventana, dejando caer las cortinas, para encontrarse mirando el brutal belfo negro del café que se agitaba en pequeñas ondas de espesura caliente.

La señorita era partidaria de la actividad, de modo que —sacudiendo la turbación que su amor le procuraba— pasó, esa misma tarde, a una enérgica ofensiva. Había observado que Sebastián tenía por costumbre tomar el té en la biblioteca, de modo que allí fue poco después de las cinco, encontrándolo, como había previsto, solo.

—Buenas tardes, abate. Tienes ánimo para leer el latín, según veo —dijo Sonia, dejándose caer a su lado en el diván y extendiendo su pequeña mano sobre el comienzo del libro IV de la Eneida.

Sebastián hizo una mueca.

Aequo animo! —respondió luego, la mirada fija en el libro; esto es, en la mano, como si tratara de horadar la carne para acceder al espacio de su complacencia.

Sonia recurrió entonces al semienterrado latín de su infancia, dispuesta a mantener la conversación en cualquier terreno que esta se plantease. En consecuencia, y mientras se servía el té, dijo:

Ars longa, vita breve —procurando, aún entonces, conducirlo a la idea de su cuerpo que, palpitante y delicioso, ardía ante la afortunada conjunción de la intimidad, la primavera y Sebastián.

El niño se encogió de hombros.

Labor omnia vincit —sentenció, tratando de evitar la plumosa invasión de encajes del traje de la señorita.

Sonia juntó las manos y le lanzó una mirada de súplica:

Audi alteram partem, abate. Carpe diem.

—Detesto a Horacio —informó él con petulancia—. Debellare superbus.

Superbus? —canturreó Sonia, inclinándose sobre la mejilla aduraznada y posando en ella un beso.

Sebastián enrojeció, mirando de soslayo el rostro inclinado de la señorita, que jugueteaba ahora con los rizos de su nuca. Luego realizó una inspiración profunda y volvió hacia ella su severo rostro de niño triste.

Maxima debetus puero reverentia —recordó, con su voz alta y pedante—. Noli ne tangere.

Sonia adoptó una posición más circunspecta y suspiró.

Non omnia possumus omnes —dijo, después de un momento de reflexión. Y prosiguió inspirada—. ¡Pero omnia vincit amor!

—¿Amor? —Sebastián rio con la impiedad característica de los niños—. Paulo majora canamus.

—¿Tú no amas? —preguntó Sonia, que no había comprendido, y tomó entre sus manos la cabeza inclinada sobre el libro.

—¡Oh! —murmuró la señorita, sonriendo pensativa—. Ex nihilo, nihil fit.

Sebastián la miró, asombrado por lo que le parecía una ingenuidad.

Varium et mutabile! —se dijo luego—. Mirabile visu!

—¡Escúchame abate! —pidió Sonia, dejándose caer a los pies del niño y abrazando sus rodillas—. ¡Yo amo!

Sebastián se revolvió inquieto, sintiendo que, a su pesar, comenzaba a gustarle todo aquello. No obstante, clavó la mirada en un punto lejano, y tratando de no prestar atención a la turbación producida por los pechos redondos de Sonia apretados contra sus piernas, esbozó un gesto despectivo.

Stultorum infinitus est numerus —dijo cruzando los brazos contra su pecho y adoptando un aire adusto.

—¡Si, te amo! —insistió Sonia, a quien se le escapaba la mitad de las palabras, y que estaba lo suficientemente conmovida como para no advertir que a él le pasaba lo mismo. Es más: no sólo no advertía, sino que lo que él decía la fascinaba hasta el punto de creerlo infinitamente superior a ella en sabiduría. De modo que, mientras Sebastián permanecía silencioso, procurando encontrar una frase demoledora, Sonia murmuró entre lágrimas.

Gaudeamus!

El abate se levantó de un salto, con tanta violencia que Sonia cayó boca arriba sobre la alfombra.

—Culpa, culpa!, —dijo Sebastián, sombrío.

Felix culpa, amigo mío —respondió Sonia, a quien esta frase le había salido naturalmente. ¡Tan consubstanciada estaba con sus pensamientos íntimos!

Cui prodest? —preguntó el abate, mirándola, tendida sobre la alfombra.

Sonia le sonrió, tendiéndole los brazos.

—Puedo date placer, abate —le dijo, acariciadora.

Esto era demasiado para Sebastián que sintió que se le nublaba la vista; o mejor dicho, que se esfumaba todo, salvo la visión blanca y radiante del cuerpo de Sonia sobre la alfombra. Es más: no sólo se le nubló la vista, sino que —aterrado— creyó observar que sus rodillas se doblaban, temblorosas como después de una larga caminata. Y estaba a punto de caer junto a Sonia, cuando esta cometió un error, producto de su alegría al observar la nueva disposición del abate.

Gutta cavat lapidem!, —dictaminó la joven, sonriendo con entusiasmo.

Sebastián se irguió, herido en lo vivo por esta exposición de sus debilidades profundas. Súbitamente, todo volvió a ponerse en su lugar. El abate se inclinó, pero fue sólo para coger su Virgilio con la mano izquierda, mientras tendía la derecha a Sonia, que se puso de pie en silencio.

Sustine et abstine —dijo el abate, mirándola, por primera vez, a los ojos— Acta esa fabula —y salió pensativo del salón.

Sonia se desplomó sobre el diván, entristecida.

¡Qué desgracia, amar el latín sin ser correspondido! Tomado un cuerpo, deseado per desdeñoso, la imposibilidad de tocarlo más allá de sus bordes, arroja al amante a la impotencia de la agonía y de la muerte.

Mecida por la desolación, la señorita iba hundiéndose en la penumbra algodonosa del sueño, cuando ciertos crujidos de seda y un suave aroma de lilas la hicieron abrir los ojos. La condesa la miraba desde su altura fragante, con una expresión indefinible en los ojos y en torno a la boca.

—¿Lágrimas? —preguntó Luisa, señalando el rubor febril de las mejillas de Sonia y su traje desordenado—. ¿Tienes penas, acaso? ¿Qué le ha dado hoy a todo el mundo? —se dijo luego, sentándose en el borde del diván—. Acabo de cruzarme hace un momento con mi señor sobrino, que tenía el aspecto de un perro apaleado.

—¿De veras? —inquirió Sonia, incorporándose—. ¿Y por qué?

La condesa se echó a reír. Luego señaló las mejillas de Sonia.

—¿Acaso es él el culpable? —inquirió, con ese modo irresistible que tenía de acorralar a la gente—. Pues sí —continuó—, me he cruzado en el pasillo con Sebastián, que ha murmurado no sé qué incoherencias. Algo así como «vivit sub pectore vulnus», lo cual, si no me equivoco (y la condesa clavó los ojos en los ojos de Sonia) quiere decir que es bajo el pecho donde reposa la herida, ¿no es eso?

—Es Virgilio —contestó Sonia, hipnotizada. Una idea terrible acababa de cruzarle la cabeza, dejándola estupefacta—. ¿Y le dijo eso a usted?, —interrogó, bajando la vista.

—¡Oh, Sebastián es un jovencito muy particular! —respondió Luisa con ligereza—. Y, ¿quién sabe qué cosas es capaz de urdir un niño? ¡Tal vez esté enamorado! —sugirió, como si se le acabara de ocurrir.

Sonia meneó la cabeza.

—En todo caso, no de mí —aseveró compungida y turbada.

—¡Ah! —dijo Luisa, abrazándola—. ¿Estás segura?

La señorita asintió juiciosamente y permaneció en suspenso, con la cabeza apoyada en el regazo de su terrible amiga. Transcurrieron unos minutos, durante los cuales Sonia no hubiera podido decir (caso de que se lo preguntaran) quién de las dos sufría más. La condesa estaba algo pálida y, viéndola de tan cerca Sonia advirtió, con el corazón encogido, las ojeras azules surcadas por finas arrugas imperceptibles. La visión de esta ya iniciada decadencia de ese cuerpo tan bello, le hizo venir a la boca una saliva amarga y detestable.

A poco, Luisa salió de su inmovilidad de piedra, agitando la cabeza como para alejar un mal sueño.

—Escúchame —le dijo, tomando entre sus manos el rostro de flor—. Sé honesta conmigo. ¿Te gustaría tener a Sebastián?

La pregunta, inesperada, dejó a Sonia casi sin aliento.

—No comprendo —contestó, prendida en la contemplación de los diamantes que defendían el pecho de su amiga.

—¡Tonterías! —dijo la condesa con severidad, dándole un tirón de orejas—. Eres una señorita acostumbrada al mundo. ¡Por supuesto que me comprendes! Lo que quiero saber —continuó sonriendo pacientemente— es si deseas iniciar a Sebastián en el, ¿cómo decirlo?, ejercicio del amor —terminó, echando la cabeza hacia atrás.

Su cuello, reflexionó Sonia, parecía haberse roto de repente, incapaz de sostener el peso de la hermosa cabeza rubia. La señorita comprendió que esta conversación hacía sufrir a su amiga, y que en consecuencia era preciso despacharla de prisa.

—¡Sí, lo deseo! —respondió entonces ella rotundamente, en un estallido de placer anticipado.

—Gracias —dijo Luisa, tornando a mirarla con una expresión de alivio—. Es un favor que me haces, ¿comprendes? —prosiguió—. En el último tiempo, este niño no hace más que crearme problemas —y sonrió forzadamente—. Y en verdad estaría más tranquila si abandonara todas esas ideas, —e hizo con la mano un gesto indeciso.

—¡De meterse a la religión! —observó Sonia, que a fuerza de comprender cosas en demasía, se había vuelto brillante.

—Exacto —asintió Luisa, acariciando los bellos hombros de la señorita, que recibió aquellas caricias como una recompensa a su despliegue de ingenio—. De modo que quedamos de acuerdo, ¿no es eso? Esta misma noche hablaré con Sebastián —y la condesa pareció dar por terminada la conversación, de modo que Sonia se puso de pie y fue hacia la puerta.

—¡Sonia!

La voz de Luisa tenía una nota tan peculiar de angustia contenida, que la señorita se volvió asustada.

—¡Con cuidado! —pidió la condesa, con los ojos sospechosamente brillantes y una pequeña mueca que era la sombra de una sonrisa.

La joven juntó las manos, espantada.

—¡Por supuesto! —aseveró, a punto de llorar—. ¡Lo amo tanto!

—Precisamente —convino la condesa con frialdad—. Quiero que lo cures, no que lo mates —y cerró los ojos.