6

Sonia se apoyó en la fría piedra del balcón, contemplando —silueta blanca y difusa— la noche sobre el jardín. Sólo brillaba lo inanimado o lo que —como los hombres— ha escapado a las leyes de lo natural, y gime desde entonces en los pálidos desiertos calcáreos. Todo lo demás —rododendros, libélulas, claras flores de la luz, ramas, troncos, rumores— estaba a oscuras.

Apoyada, como digo, en la piedra, se formuló por centésima vez desde su llegada la pregunta cuya respuesta no tenía en verdad cabida en su corazón. Horadando la pura nada movediza que a un tiempo se ofrecía y se hurtaba a su mirada, se pregunto: —¿amo a esa criatura?—, procurando ponerle un nombre caritativo, humano, al dolor delicioso e insoportable que le retorcía el estómago, la lengua y hasta la piel —la piel— al mirar la figura alargada y morena, con olor a chocolate y a alguna otra cosa que no podía definir. Mentas, tal vez, o almidón.

Algo blanco y redondo y liviano rozó la comba de sus ojos, distendidos por la imposibilidad de fijarse en un punto preciso. Algo que subía y bajaba, saltaba —burbuja lunar— rasgando el aire como la seda: una pelota. Un balón que alguien recogía antes de tocar el suelo y volvía a impulsar hacia arriba, al aire negro y fresquito de la noche. El corazón de la señorita saltó. Esto es, subió y volvió a bajar en el estrecho espacio encantador de su pecho. Su corazón saltó, como una pelota.

—¿Será posible? —murmuró, procurando distinguir en las sombras del jardín el cuerpo, las manos, el rostro responsable, en suma, de tanto movimiento esférico y sutil. Tendió una mano hacia el interior de su cuarto y llamó al hombrecito con un susurro regocijado, rozando la piel de su frente con la punta de los dedos.

—Dime, Nicolás, ¿qué ves en el jardín?

Nicolás miró, acuclillado entre las columnas de piedra. Miró un rato el jardín y luego el rostro de Sonia, iluminado por una alegre sospecha.

—Croa una rana en la fuente —dijo Nicolás—, los ciruelos están maduros y hay, —con dificultad lo dijo— hay alguien que juega a la pelota frente a tu balcón.

—Es él, estoy segura. ¡El abate juega a la pelota!

—¿No podría —preguntó Nicolás, acezante— tratarse del Capitán… tal vez la señora condesa? —Nicolás tomó entre sus manos el vuelo de la falda señorial—: ¡No vayas, ama! —rogó, procurando alcanzar el borde de un zapatito.

Sonia se volvió a mirarlo, arrodillado sobre las losas de la terraza con su vestido apretado como un trofeo contra la camisa ligeramente sucia. Lo miró larga y gravemente, hasta que el hombrecito bajó la cabeza.

—¿Qué has dicho? —preguntó luego distraída, apartándolo suavemente con el pie.

Cuando la figura blanca y amable de Sonia desapareció entre las plantas, Nicolás se irguió en toda su altura —lamentablemente exigua— y carraspeó con la mirada puesta en un punto intermedio entre el cielo y la tierra.

—Señores —dijo, atusándose el bigote por desgracia poco insolente— señores, os preguntareis, sin duda, qué hago yo aquí.

Nicolás sacudió la cabeza en una pausa dramática y se estiró al máximo sobre la punta de los pies, suspendido casi del aire, arrastrado por la fascinación de su oratoria. Permaneció allí un momento, balanceándose, antes de caer ruidosamente sobre las losas. Yo también me lo pregunto —secreteó con la cara aplastada por el peso conjunto de la luna, una pelota y su contrariado amor.

—No obstante —y su índice se irguió con cautela; su índice, que en este trance se levantaba en representación del esqueleto maltrecho— ella regresará. Y cuando ella regrese, yo estaré aquí, porque no puedo moverme. Y si no puedo moverme, no es por causa de mal funcionamiento de mis piernas, porque hasta hace poco, si mal no recuerdo, funcionaban muy bien. Me conducían (mis piernas) de un lado a otro, lo que no quiere decir nada, porque maldito si puedo recordar uno solo de los lugares a los que estas piernas me hayan conducido. Tal vez se tratara de lugares a los que no quería ir. Quizás se trate, como ella ha dicho, de que soy muy distraído, y durante treinta y cinco años he confiado a mis piernas una misión que no les correspondía, ya que las interrogo y no responden ni de lugares ni de intenciones.

Rodando suavemente por la terraza, Nicolás se atravesó en la entrada del dormitorio y, cara a las estrellas, continuó en tono de conversación:

—Pero desde que la encontré a ella, es decir, desde que me veo sujeto a este estado, la exagerada sensibilización —Nicolás tropezó, pero siguió adelante en seguida, prendido del hilo fascinador de su discurso—, sensibilización, sí, de mi cerebro.

De pronto, enmudeció. Se encontraba, en verdad, solo. Estaba solo. Los pájaros no cantaban, las ranas no croaban, el jardín no se veía. Con lo que quiero decir que sólo el semicírculo de la terraza flotaba para él, como suspendido en una negrura definitiva, sin límites. Las lágrimas rodaron por las mejillas del hombrecito. Todo su cuerpo se erizó como si se hubiera encontrado desnudo en su gallinero (¿por qué, para qué, había tenido alguna vez un gallinero?) en una noche de invierno. Un olor potente —aunque imaginario— a feto de pollo y estiércol de vaca, ocupó por un momento toda la extensión o capacidad de su nariz. Pero desapareció en seguida. En su cabeza desfilaban imágenes antiguas, pero con cierta continuidad ahora, como encuadrándose dentro de una explicación completa, de una completa significación. El hombrecito sintió que algo en él se elevaba, vale decir, tomaba altura por encima de su pobrecito cuerpo mortal, sujeto a pasiones y malentendidos, fiebres y piojos.

—Ese gusano insignificante que desde el cielo miro como la miraría ella, soy yo. Segmento pardo, ceguera parcial, vómito polvoriento, fealdad brutal, sin duda, la mía. Ella es los pastos que me ocultarán hasta a mí mismo. Porque una sola de sus miradas, aunque no sea a mí a quien mire, es suficiente para darme una idea clara del lugar que ocupo en el mundo. Y al fin es un lugar, aunque no sea el mejor de todos (y el hombrecito pensó en el Capitán equivocándose sin saberlo). Desde aquí, veo, soy iluminado, es decir, por su cercanía y su blancura. ¿Y quién me ha puesto dónde estoy, sino ella? Me ha adquirido. Formo parte de su estado o posesión. Le pertenezco, y si ella no hubiera decidido por mí, si no se hubiera erigido en intérprete de mis intenciones, yo estaría ahora en cualquier otra parte, en algún lugar del que mis piernas no conocerían el nombre —y aquí se detuvo Nicolás a escuchar los tonos bajos de un mochuelo que anidaría sin duda bajo el alero del tejado. Concluido el cual canto, regresó en cuatro patas al almohadón que se le había preparado a los pies de la cama, sin conceder una sola mirada al jardín.

La noche canta, Nicolás, junto con el mochuelo y los gansos de estanque largo. Canta alrededor del almohadón y sobre el jardín, donde Sonia y el abate han terminado de jugar a la pelota, después de haber intercambiado en voz baja una corta serie de otras proposiciones, a saber:

—Buenas noches, abate. (Entre una y otra evolución de la pelota).

—Buenas noches.

—Abate, ¿puedo darte un beso? —casi suplicante, señalando la mejilla enrojecida.

—No.

—¿Quieres tú darme uno? —con una sonrisa tierna y tolerante.

—No.

—¿Quieres arrojarme la pelota y que yo te la devuelva? Es decir, ¿te gustaría jugar conmigo a la pelota?

—Bueno —con un breve encogimiento de hombros.

Como consecuencia de esta conversación, Sonia corrió en sentido opuesto al punto ocupado por el abate, apartándose a unos cinco metros. Desde allí, lo único que en verdad veía era la pelota, y eso recién a partir de la mitad de su trayectoria, cuando se encontraba en el punto más alto de su recorrido. Un momento después, la recibía en sus manos con un golpecito seco, procurando encontrar con sus palmas el calor de aquellas otras; para devolverla un instante más tarde con un suspiro que, no lo dudaba, llegaría al otro extremo tan rotundamente como ella (es decir, la pelota).

Saliendo al jardín después del desayuno, el Capitán se orientó entre las flores, saltando de una enredadera de buganvillas a una mata de jazmines; de las hortensias a las rosas, como un insecto vagamente fatuo y perfumado, buscando entre las plantas la cabeza rubia y enjoyada de la condesa. Su instinto —consideró— no podía engañarlo. A esa hora del sol y a las puertas de la primavera, Luisa tenía que estar necesariamente en el jardín, o al menos en el parque, bajo aquellos árboles fatigados y dignos, soporte y evidencia de varios siglos de riqueza o, lo que es casi lo mismo, apariencia de ella.

Al Capitán se le había metido en la cabeza que era absolutamente necesario explicarse ante su amiga. Y así, mientras buscaba, mascullaba: ¡Absolutamente necesario!, olvidando que hacía por lo menos tres años que se explicaba cada vez que tenía una ocasión, sin haber conseguido que Luisa se compadeciera de él, tal vez (y esto no se le había ocurrido) porque se explicaba demasiado. Era una cosa infernal —reflexionó, al tiempo que se orientaba hacia el pinar— desear a una mujer de esa manera salvaje y no obtener más que pretextos y dilaciones. Alexei llamaba «pretextos y dilaciones» a la franca repulsa de la condesa, porque su posición en el mundo (o lo que él creía su posición en el mundo) no le permitía aceptarla. El desdichado militar carecía de imaginación, detalle que le impedía conciliar su uniforme y su tiro inglés con un fracaso amoroso. Es más, no sólo no conciliaba, sino que además pretendía, porque creía estar en situación de hacerlo. Después de todo, tenía sólo 38 años. Era, en consecuencia, joven, bello y tenía un excelente futuro. La próxima guerra le traería con seguridad un ascenso (Alexei pertenecía a la clase de militar obtuso que no sabe sacar partido de la paz) y, en fin… ¿por qué no había ella de amarlo?

—¡Ah, finalmente! —rugió, abalanzándose sobre el extremo de una sombrilla lila que giraba caprichosamente entre las plantas. La condesa dio un respingo, sobresaltada, y recuperó de un tirón el uso exclusivo de su parasol.

—Buenos días, Alexei. ¿No le parece demasiado temprano para iniciar un ataque?

Luisa hizo una mueca de saludo y cerró la sombrilla, dispuesta a utilizarla como correctora de los —¡ay, tan poco sutiles!— entusiasmos de su huésped.

Porque Luisa sustentaba la opinión (no del todo desencaminada) de que, habiendo llegado a la feliz edad de cuarenta años, podía permitirse decidir sobre el uso (inmediato o mediato) de su cuerpo, y lo que había decidido con respecto a Alexei lo condenaba (pobre ciego) a la continencia. Luisa prefería con mucho su manejo de la situación y de los humores vitales de su amigo a una sumisión que —lo sabía— terminaría por aburrirla, sobre todo teniendo en cuenta que ya estaba aburrida. Habiendo decidido divertirse, por el contario, se complacía en torturar el perecedero cuerpo del Capitán a cambio de los estremecimientos (por otra parte poco interesantes) de su alma inmortal.

—¡Es preciso que nos veamos a solas! —aseveró Alexei.

—¡Estamos solos! —declaró Luisa, solemnemente.

—¡Cruel! —espetó Alexei, procurando poner en el calificativo reproche y ternura a un tiempo y colocándose de medio perfil, de modo tal que luciera la estupenda línea recta de su nariz. Nariz que lo enorgullecía casi tanto como su precioso apéndice masculino, y a cuya prominencia dedicaba cuidados algo exagerados, ocupándose (como una meretriz coquetona) de que no enrojeciera por efectos del sol, ni brillara demasiado por la noche. Mientras permanecía allí, prendido a la idea de su propio encanto viril, vio a Sebastián que, desembocando de la alameda, se dirigía en línea recta hacia ellos. La contrariedad que esta aparición le produjo estuvo punto de derrumbarlo, pero consiguió mientras con un costado de la boca, urgía:

—¿Y bien? ¿Cuándo?

Alzando la voz para que alcanzara las lindas orejas del abate, Luisa respondió con desenfado.

—Venga a cenar conmigo a mi gabinete esta noche, Alexei, y examinaré, es decir, volveré a examinar, sus proposiciones —y tendió al abate su mano con la palma hacia arriba, caricia que adoraba, porque le permitía rozar la boca del niño, que se inclinó gravemente con las mejillas enrojecidas y Virgilio asomando por el bolsillo de su chaqueta.

Sofocado, ardiendo, sin decidirse a tocar ni siquiera un brazo de su amor, el Capitán preguntó, anhelante:

—Querida, ¿puedo esperar?, y clavó inmediatamente los ojos en el ascua del hogar, como si la respuesta —riente, mordiente— estuviera allí.

La condesa lo miró por encima del hombro, ocupada al parecer en acomodar una y otra vez los objetos sobre la chimenea.

—Mi querido Alexei —respondió con gravedad— ¡nos conocemos hace tanto tiempo! Mucho más —recalcó, volviéndose— del que conviene a mi coquetería. Me temo —prosiguió, paseándose de un lado a otro— que tu presencia, tu mera presencia ya me resulte fatigosa. Además, somos… ¿cómo lo diré yo?… algo maduros para estas cosas. Me niego categóricamente a hacer el indio entre las sábanas, y menos aún contigo —y entonces lo miró de lleno.

—¡Pero yo te amo! —gritó roncamente el Capitán con su mejor voz de director de maniobras.

La condesa escogió una uva de una fuente de cristal y la hizo estallar entre los dientes. Mirándolo, siempre mirándolo.

—¡Qué disparate! —dijo luego tragando la pulpa suave.

—¡Sí, sí, te amo! —continuó Alexei, enardecido— y mataré al asqueroso bastardo causante de tu… tu indiferencia… ¡tu crueldad, diría, sí, crueldad!

—Y vamos a ver, ¿quién es ese asqueroso bastardo merecedor de tus esfuerzos gimnásticos, Capitán? ¡Contésteme entonces! —exigió la condesa, irguiéndose con frialdad.

Dos segundos después, Alexei estaba en el suelo, esto es, a los pies de la condesa, dispuesto a morder, aderezar, tragar hasta la más pequeña mota de polvo de la alfombra.

—¡Oh, perdón, perdón! —gimió, olvidado de sí mismo hasta el punto de erizar sus bigotes con una mezcla de lágrimas y frotamientos.

La condesa se dejó caer en un sillón.

—Usted me agota, amigo mío, con sus persecuciones. Vamos a ver, ¿qué demonios le ha dado? Tiene usted una amante encantadora; yo, por mi parte, soporto, en honor a nuestra vieja amistad, el aburrimiento infinito de su conversación poco ingeniosa. ¿Qué más quiere? Venga —le sonrió, tendiéndole una mano—, puede besarme un poco si eso le complace.

De rodillas, mudo de felicidad (o de terror; lo único claro es que esos extremos producen una suspensión de los sonidos), Alexei besó la mano que Luisa le abandonaba como un objeto que no fuese, en verdad, de su pertenencia. Luego, besó la muñeca por la parte de adentro, encaprichándose súbitamente con el reconocimiento frágil y azulado de las venas, el cual decidió remontar con su lengua hasta su origen; esto es la axila. Pero una vez llegado allí, tan cerca del pecho suave, aunque algo maduro ya, no pudo resistir el impulso de deslizar la lengua por debajo de la seda incitante tratando de alcanzar el pezón que se adivinaba oscuro un poco más allá, siempre un poco más lejos. La condesa tuvo la astucia de ponérselo en la boca sin parecer que lo hacía, con un movimiento casual del hombro que dejó a Alexei en posesión de ese redondo terreno algo áspero, lo que le produjo un temblor acusado, dejándolo indefenso para el paso siguiente. Porque en rigor de verdad, puedo decir sin exagerar que el Capitán había perdido la cabeza. En consecuencia, cuando un segundo más tarde Luisa se puso de pie con un enérgico movimiento de talones, él quedó allí tirado, mirando vagamente a su alrededor como si estuviera buscando algo.

Implacable, la condesa comió otra uva y se ajustó el peinador. Y como quiera que, en ese mismo instante, el reloj comenzó a dar las doce, agitó la campanilla llamando a su doncella, que entró con sospechosa rapidez y las mejillas enrojecidas.

Volviéndose hacia el Capitán, que desempolvaba las rodillas de sus pantalones, Luisa dijo:

—Hasta mañana, amigo mío —y pasó sin más a la habitación contigua, donde el abate se entretenía con un novedoso juego de ingenio, consistente en una tablita con 35 agujeros y diversos pequeños dardos.

Luisa lo abrazó.

—¿Todavía no te has acostado? —protestó débilmente.

—Quería darte las buenas noches —la mirada límpida y terrible del niño se clavó en la boca de la condesa.

—Bésame, pues —le dijo ella, ofreciéndola.

Vacilante, el abate posó sus labios ardientes en los labios frescos y sonrientes de la condesa.

—Buenas noches —suspiró luego, abandonando los darditos al azar sobre una mesa. Y, caminando despacio, fue a encerrarse en su dormitorio, donde se aplicó concienzudamente a la lectura de su Virgilio.

El Capitán, mientras tanto, llegó a su habitación en un estado de agitación febril, que lo obligó a romper —en forma sucesiva y totalmente deliberada— un jarroncito, un espejo pequeño y un orinal de porcelana, mascullando a un tiempo, ¡la odio!, ¡la odio!, olvidando el infeliz que algunos minutos antes musitaba con el mismo ardor ¡la amo!, ¡la amo!, ¡la amo! Lo que no puede ser más lógico.

El caso es que después de patear en todas direcciones los trozos de orinal esparcido a sus pies, le vino a la cabeza la absoluta convicción de que, si no hacía algo en seguida, explotaría. De modo que se arrojó fuera de la habitación, con tanto ímpetu y buena fortuna que fue a dar en la de enfrente, vale decir, en la habitación de Sonia, que descansaba en un diván con las mejillas arreboladas. Nicolás, por su parte, se deleitaba en la contemplación de su ídolo que, indiferente, se deja a mirar sin decir nada.

El Capitán se plantó frente al diván. Tembloroso y haciendo una mueca de dolor, dijo:

—¡Sufro mucho!, y se dejó caer en el borde aterciopelado, junto al muslo sudoroso de la señorita, que lo miró con su acostumbrada impavidez.

—¿Es una muela? —preguntó luego.

—¡Es el corazón! —respondió Alexei, poniendo los ojos en blanco y sintiendo (en medio de la profunda compasión que su caso le inspiraba) que estaba en efecto a punto de morir. Sonia se incorporó espantada.

—¡No irás a morirte aquí! —suplicó.

—¡De amor, sí!

—¡Ah! —exclamó Sonia, tranquilizada.

—¡Oh! —se dijo Nicolás en un susurro.

Sonia se incorporó, adoptando una expresión práctica. Tenía en ese momento todo el aspecto de una enfermera a punto de producir un dolor horrible, con las mejores intenciones del mundo.

—¡Eh, eh, eh! —arrulló, acariciándole la cabeza—. ¡Te ha rechazado!

—¿Quién? —saltó el Capitán, impresionado.

—¡La condesa, pues! ¿Quién si no? —insistió Sonia con una sonrisa cada vez más dulce.

—¡Sálvame! —se le ocurrió decir a Alexei, arrojándose a su cuello como si fuera a morderla.

—¡Ay! —dijo Nicolás, y se puso de pie, fascinado por el espectáculo del Capitán que abrevaba, por decirlo así, entre los pechos de Sonia.

Nicolás dio un paso hacia adelante. Su corazón (que gozaba de los mismos atributos que el corazón castrense) estaba en llamas. Su cabeza, en cambio, parecía de hielo.

—Lo mataré —se dijo tranquilamente—, y avanzó un poco más. Pero, a medida que, paso a paso, se aproximaba al grupo (inquietante) formado por la señorita y Alexei, su impulso asesino empezó a transformarse en una turbación de especie desconocida, una suerte de rabia sin rabia; un furor, en suma, que se originaba en su estómago y de allí irradiaba a otros lugares. El rostro de Sonia, ligeramente sudoroso y como entreabierto, aparecía como una flor por sobre el hombro del Capitán; y esa cara era tan bella, tan blanca y turbadora y laxa, que el hombrecillo sintió a su pesar que su miembro se erguía —lenta pero implacablemente— y, cuando llegó a ellos, nada quedaba del primitivo impulso de ofensa y muerte. Sólo había, en verdad, un deseo salvaje, casi insoportable, de abrazar, apretar, poseer ese rostro.

Sonia lo miró, tendiéndole la mano derecha, y acariciando con la izquierda el cuello enrojecido de Alexei, mientras emitía sonidos consoladores, tales como:

—Ya, ya, ya. Vamos, vamos, vamos, etcétera.

Tomó, entonces, su mano y le dijo:

—Ven Nicolás —acomodándolo sobre su pecho libre.

Fascinado, Nicolás permaneció tendido allí, temeroso de decir algo que pudiera arruinarlo todo y mirando con un resto de prevención la cabeza abatida del Capitán de húsares que, no obstante, ya no le parecía tan terrible como cuando la miraba de abajo, esto es, hallándose Alexei bien plantado sobre sus pies. Se quedó allí, decía, hasta que captó un casi imperceptible cambio de ritmo en la respiración de la señorita, que acariciaba ahora su espalda y la del Capitán con los ojos cerrados y la boca anhelante. Alexei se inclinó sobre esa boca, lamiéndola dulcemente y deslizando una mano por la comba del vientre de Sonia, hasta apoyarla sobre el sexo con una presión exigente. Sonia apretó la cabeza de Nicolás contra su pecho y desatando los lazos del vestido le ofreció un pezón sonrosado y erecto.

—Chúpalo —le pidió, muy seria.

La mirada de Nicolás se encontró con los ojos atentos y algo espantados del Capitán que, al parecer, acababa de notar su presencia. Por un momento, el hombrecito sintió una contracción de miedo, pero sostuvo —inmóvil— la mirada de Alexei, y acabó por tranquilizarse pensando que siempre estaba a tiempo de matarlo, si la ocasión lo exigía, aunque rogando, también, que eso ocurriera —acaso debiera ocurrir— un poco más tarde.

Se encontraban, los tres, en una situación a un tiempo comprometida y lejana, como si sus gestos —cuerpos y palabras— les sucedieran, en cierta forma, por procuración. Pero también había —cada vez más a medida que pasaban los minutos— una suerte de concentrada colaboración. Cada uno de ellos (¿pero quiénes eran ellos?) procuraba adivinar, adelantarse al deseo de los otros, satisfacerlo satisfaciéndose. Atrapados en un mareo casi ensordecedor, sabían que actuaban, pero no sabían (no sabían) el nombre exacto de quienes llevaban adelante la acción. Y lo que en un principio había sido una situación en cierta forma clara —dos hombres y una mujer— se transformó imperceptiblemente en un sofocante e intenso vacío de placer, donde se movían tres cuerpos sin precisa y definitiva identidad. Este embudo amenazaba tragárselos (o al menos esto es lo que pensaba cada uno, perdido en su activa soledad), lo cual no hacía más que lanzarlos frenéticamente por encima de sus bordes, reclamando, tentando ese olvido pavoroso. Y es así cómo, al amanecer, estirada sobre la alfombra, desnuda, fresca y como recién lavada, Sonia murmuró:

—¡Oh, quisiera morirme! —y lo dijo con una sonrisa distendida y abierta, muy joven y sin ulterioridades.

El hombrecito, sin ropas, era casi hermoso. Delgado y enjuto.

—Yo también —dijo— quisiera morirme.

Y de todos ellos él era, tal vez, quien lo deseaba más ardientemente.

Alexei, en cambio, se puso de pie con un gesto brusco.

—Yo —aseveró— hubiera preferido morir un poco antes de ahora.

Volvían, de pronto, a ser tres gestos precisos. La luz mezquina de un amanecer lluvioso no restituía los rostros, sino las funciones; no bautizaba, condenaba: una señorita, un caballero, un esclavo.

Retirándose a lo más oscuro de la habitación, Nicolás sufrió el golpe de este conocimiento, que lo sumió en una desesperación infinita. Permaneció acurrucado largo rato, con los ojos fuertemente apretados, sin ver (sin querer ver) nada, hasta que, como un relámpago, una idea se abrió paso en el lodazal de su padecimiento: «Yo, se dijo, soy el único que ha elegido. Yo sé de ellos todo lo necesario, mientras que ellos nada conocen. ¡Yo tenía una vida distinta, yo era otro, antes de ser este!», y entonces agrió los ojos.

La señorita estaba sola; es decir, el Capitán se había marchado sin un ruido, sin una palabra (aunque, con respecto a esto último, Nicolás no hubiera podido jurarlo, tan abstraído estaba en meditar y perfeccionar su recién descubierta libertad). Adelantándose, todavía desnudo, ofreció a Sonia su brazo para conducirla al lecho, donde la dejó por fin, cubierta y casi dormida. Luego, sentándose en el suelo, se puso suavemente a silbar.

«En definitiva, soy un cuerpo sólido, una completa identidad. No hay confusión alguna en todo esto. Porque, si bien atravieso diferentes personas, por así decirlo, todas vienen por fin a reunirse con este receptáculo único, continente de todas las posibilidades. Mis posibilidades, claro. Y a cada uno le pasará lo mismo, supongo, sólo que ella no lo sabe, creo. ¿Acaso lo sabía yo hace apenas unos días?».

Nicolás gozó por un momento con la idea de su superioridad (o lo que él consideraba tal) sin comprender que, si bien el pensamiento es, en cierta forma, todopoderoso, lleva en sí la imperiosa necesidad de una renuncia. Lo que Nicolás no pensaba, era en el origen o causa de tanta idea como las que súbitamente le venían a la cabeza, después de más de tres décadas de completa inocencia. Inocencia que, ahora, le parecía despreciable, porque no alcanzaba a considerarla como lo que era: es decir, revolucionaria.

Él creía, pobre alma, haberla perdido.