Sonia apoyó el extremo de su zapatito en el lomo de Nicolás y saltó a tierra, encontrando de camino la mano del Capitán que se alzaba para ayudarla a completar con éxito el descenso. Una vez satisfactoriamente cumplidas las maniobras de rescate del voluminoso equipaje, Sonia tomó asiento sobre un bulto redondo que —recordó con sobresalto un momento después— contenía sombreros, esperando inmóvil y erguida que Alexei encontrara el correspondiente coche.
En tierra, el Capitán se movía bien, con la insolencia despectiva del conquistador. Su cuerpo robusto y vistoso ejecutaba los movimientos indispensables con cierta elegancia bizarra y una exactitud marcial que hablaban a favor de su entrenamiento.
Sentada allí, Sonia pensó en la condesa, a quien había conocido cinco años atrás, en ocasión de una visita a su casa. Había llegado a la finca en compañía de su padre, con quien (le pareció) mantenía una relación vagamente amorosa, y su madre (siempre nerviosa, aunque en verdad dura como una piedra y convencida de lo inatacable de su posición), había estado a punto de morir de susto al comprobar que se trataba de una gran dama. Sonia la había adorado al instante, pegándose a su falda e imitando sus gestos altaneros.
La condesa, hija única del famoso duque de M. —ministro incapaz pero distinguidísimo—, se había casado joven y, lo que es aún más atinado, había enviudado joven. De modo que, habiendo atravesado como un meteoro lo más farragoso de sus obligaciones sociales, se encontró a los 24 años sola, rica e independiente. Era un ejemplo de buena suerte, había comentado secamente la madre de Sonia, mirando de soslayo a su marido.
El acto de viajar —esto es, trasladarse de un punto a otro, u otros— produce la misma ilusión de progreso que el hecho de vivir. Viajando, va uno siempre hacia adelante, aunque en los hechos pueda estar en verdad retrocediendo o, ¡Dios nos libre!, incluso dando vueltas en redondo. De la misma manera, vive uno creyendo —y haciendo creer a los que lo rodean— que efectúa un camino progresivo, que «adelanta»; vale decir, que la vida es una especie de… de camino que se detiene en diferentes etapas, cuando en verdad sería más cuerdo observar que el hecho «vida» disminuye en relación proporcional a la mayor cercanía de la muerte. Pero así como la vida existe por el puro impulso de gastarla, carcomerla, disminuirla, así también los caminos, puentes y carreteras proveen a la manía devoradora de la especie, contribuyendo a ella con incontables variaciones de forma, color y ritmo.
Este camino particular, rodando entre pinares al borde del mar, era especialmente apto para dar expansión al pensamiento, estimulado por los picantes olores del salitre y las pinochas. De modo que mientras rodaba el coche —ofreciendo como ventaja adicional la visión de ágiles culos equinos— Sonia miró sonriente a su derecha —esto es, hacia el mar—; Nicolás hacia atrás —porque iba sentado en el pescante— en dirección aproximada a la oreja izquierda de la señorita, y el Capitán hacia adelante porque, siendo el más obtuso de los tres, desdeñaba todo transcursos y aspiraba con avidez a los puntos de llegada.
Justo es decir que, por lo que se refiere a esta meta particular, Alexei tenía depositada en ella una muy acariciada fantasía amorosa, a consecuencia de lo cual este camino objeto del discurso le era fatigosamente conocido. Y digo fatigosamente porque no se trataba de un caso de amor afortunado, sino de una pasión desdichada, que iba alimentándose y creciendo hasta llegar a ser —en ese día— un puro amasijo de lamentaciones. Alexei no había admirado esos árboles con el talante condescendiente del amante satisfecho, sino que lo había hecho con la expresión cariacontecida del amador frustrado, a causa de lo cual los detestaba. Por eso, cuando divisó la pizarra de los techos, brillante como la panza de un róbalo, se retorció con furia los bigotes y pegó una patada en la espalda del cochero, ofreciéndole paga adicional si cubría el resto del trayecto en cinco minuto. Y, reloj en mano, comenzó a contar solemnemente los segundos.
Contaba todavía cuando una voz (¡oh, qué voz, la voz!) lo sacó de sus operaciones aritméticas.
—Buenos días, amigo mío —dijo la voz, y él levantó la mirada para encontrarse con su portadora, que le había tendido la mano concierto retintín que, ¡ay, bien lo sabía él!, anunciaba dificultades.
La condesa, que de ella se trataba, abrazó a Sonia y la besó en ambas mejillas, agradablemente sorprendida por los cambios favorables que observaba en su persona.
—¡Preciosa muchacha! —exclamó, para volverse otra vez hacia el Capitán, que balbuceaba sus saludos con el rostro encarnado, lo cual—teniendo en cuenta el vivo tono carmesí del uniforme— le daba el aspecto torpe y apático de una langosta.
—Querido —le dijo—, ¡hace por lo menos un mes que no se lo veía por aquí! Pero lo perdono —añadió apoderándose de Sonia— porque me trae a mi linda amiguita. ¿Cómo está tu padre? —preguntó sonriendo.
La señorita hizo un gesto ambiguo.
—¡Ah, sí! —suspiró la condesa—, envejecemos. Pero no nos quedemos aquí, alma mía. El sol te hará daño. ¿Sabe, Alexei —continuó diciendo, mientras conducía a Sonia al interior de la casa—, que tenemos con nosotros al abate?
El Capitán gruñó.
—¿Qué abate? —preguntó Sonia, riendo encantada.
La condesa la miró a los ojos, acercándola más a ella.
—Es mi sobrino —explicó, escrutadora—, el hijo de mi pobre hermana, sí. La infeliz murió al darlo a luz. Una verdadera desgracia estos partos —añadió, con un suspirito afectado y los ojos brillantes.
Sobresaltada (la condesa jamás había tenido una hermana), Sonia hizo eco.
—¡Ah, qué desgracia —exclamó— estos partos! —y se dejó caer en un diván.
—En efecto —sonrió la condesa, tapándose los ojos con un pañuelo diminuto—. Por otra parte, es apenas un niño. ¡Quince años! ¿Y quieres creer, almita, que ha decidido seguir el seminario? ¡Disparates! Pero, en fin, tiene un carácter dulce, y hemos cogido el hábito de llamarlo abate, casi sin saber cómo. ¿Pero qué hace, querido? —preguntó volviéndose hacia el Capitán que, impaciente, taconeaba, o más bien, rascaba el suelo con las botas.
El Capitán balbuceó algunas excusas y, congestionado, se dejó caer junto a Sonia en el diván. En el silencio que siguió, la condesa vio a Nicolás que, gorro en mano, había quedado petrificado al pie de la escalera, molestando a los criados que trasladaban el equipaje y le lanzaban al pasar miradas furibundas.
—¿Y eso? —preguntó la condesa mirando a Sonia.
La señorita lanzó una carcajada y procedió a relatar minuciosamente la historia del hombrecito, que la soportó con la cabeza baja y la mayor atención, sorprendido por el efecto extraño que le producía su vida relatada desde otra. Efecto tan intenso, que para la mitad del relato había perdido ya noción de ser el paciente, por así decirlo, y esperaba con ansiedad la palabra que vendría, como el final de un cuento ligeramente cómico y, sin embargo, inquietante.
—Un almohadón en mi cuarto bastará, supongo —terminó Sonia—. Me gusta tenerlo cerca —explicó en seguida—. Es bastante amable.
El corazón de Nicolás se iluminó. ¡Amable! ¡Él era —si algo era— amable! ¡Pasible de ser amado! ¡Ella decía que esa mujer era un ángel!, y por muy desgraciado se tendría si no fuera capaz de servirla, adivinarla, protegerla.
Nicolás conoció, si bien por escasos minutos, las exaltaciones galantes más elaboradas. La voz de Sonia lo sacó de un cuadro de su invención en que se lo veía, lanza en mano, cargar solo contra una compañía, protegiendo con su cuerpo el cuerpo de la señorita que —cosa extraña— conservaba su habitual sonrisa y gesto indolente.
—¿Pero es que no me oyes? —repitió Sonia, enfrentando la mirada vaga del hombrecito—. Ven conmigo. Necesito descansar —le dijo a la condesa, que la acompañaba—. Y por cierto, ¿cuándo veremos al abate? —agregó sonriendo con picardía.
—Almorzaremos juntos —prometió Luisa, agradeciendo con una caricia la complicidad instantánea de la señorita que, a esas alturas, ya había comprendido que el niño era su hijo.