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La señorita había nacido veinte años antes en una finca de la provincia de… en… Sus orgullosos padres dironle el nombre de Sonia Adelaida Margarita Sofía Katerina. Pero fracasaron en hacer de ella una gran pianista. Desde pequeña, demostró no tener inclinación especial alguna hacia ninguna de las posibles formas del arte. Se limitaba a vagar de un lado a otro, casi siempre sonriendo. Los criados decían de ella que era una santa y la servían como a un pequeño ídolo. Sin embargo, no era (no podía decir que era) feliz. Desde su edad más tierna, la obsesionó la convicción de haber perdido (no sabía dónde) una oportunidad preciosa. Y, cuando aprendió a hablar, cogió el hábito de ir preguntando por su oportunidad a cuanta persona se le ponía por delante. Al principio, quedábase (ella) —después de hacer su pregunta— mirando a su interlocutor con verdadero interés, procurando penetrar hasta lo más recóndito de los secretos que —creía— atesoraba este. Pero, a fuerza de carecer de respuesta, se acostumbró al silencio, y si bien continuó preguntando durante un tiempo más, su pregunta ya no era más que un artificio retórico, un tic que la distinguía.

Después de las preguntas, vinieron las caminatas. A sus doce años triscaba feliz por los campos de trigo (o lino o maíz, da igual), disfrutando de los golpecitos secos del pasto en sus piernas y sus orgullosos incipientes pechos. Triscaba y miraba: los mismos pastos, los mismos pechos, los diminutos bichos de la troje, rostro de los campesinos. Para ese entonces, había ya adquirido la suficiente sabiduría mundana como para no preguntar nada.

Y fue precisamente por esa edad en que —de regreso de una de sus excursiones solitarias— Sonia encontró (o pensó que encontraba) lo que había (o creía haber) perdido. Lo único seguro es que, desde aquel día, la niña adquirió un aplomo y una desenvoltura que debía fundarse en algún tipo de explicación —correcta o incorrecta, pero en todo caso efectiva— relacionada con su oportunidad.

Pasaba la niña, ya algo avanzado el crepúsculo, junto a un arroyo que cruzaba la propiedad, cuando se sintió cogida por dos brazos robustos que la arrojaron de espaldas, con tan mala fortuna que quedó atontada del golpe. Quedó atontada, digo, lo suficiente como para permanecer quieta y callada mientras el hombre lamía con insólito fuego y ternura las puntas de sus pequeños pechos.

Aquella noche, durante la melancólica comida familiar, Sonia se negó a comer los espárragos. No sólo se negó, sino que, caprichosamente, parecía asocial esta negativa con una intención de ofensa a su padre, que se los había ofrecido. Y rechazó el plato con ademán —y expresiones— tan insultantes, que su madre —que permanecía en suspenso con la servilleta apoyada en la boca— alzó los ojos al cielorraso para no ver (era una mujer particularmente sensible) la enérgica bofetada que —no lo dudaba— recibiría su corderito. Permaneció, entonces, hundida en la penumbra del techo, durante un minuto largo, al cabo del cual —y como nada se escuchase— volvió la mirada al nivel de las personas. Y lo que vio le produjo una impresión tan brutal que, años más tarde relataba todavía a quien quisiese escucharla, que por un momento había creído no sobrevivir a ella. Porque su esposo —digno, robusto y severo dueño— comía con la cabeza semienterrada en los espárragos de su plato, turbado —parecía— por la mirada fija, y en cierta forma inquisitiva, de Sonia.

¿Cuál era la pregunta contenida en esta mirada clara e insistente?

Sonia no la formuló jamás.

A lo largo de los días que siguieron, llegó a crear un esquema de la situación que era más o menos el siguiente: había un padre diurno y había —sobre todo— un padre nocturno. El padre diurno era aquella figura adorada y lejana que ejercía funciones de dueño absoluto: sancionaba, decidía; el nocturno, en cambio, la visitaba en su cuarto —sigiloso y vacilante—, y su rostro imploraba, parecía a un tiempo pedir, y disculparse por pedir.

Sonia, dolorosamente impresionada, y también orgullosa de poseer —ser la dueña— de algo digno de estima y sufrimiento, estaba dispuesta a conceder lo que fuera para recuperar, al día siguiente, su papel de espectadora de esa autoridad avasallante llamada Padre, Señor y Amo nuestro.