¡Cuánto odio estas complicaciones circulares, la infinita persecución de sombras! Toda esta gente que gira en una espantosa oscuridad, empeñada en manotear, poseer un deslumbramiento incierto, acunado en su corazón como una verdad de valor universal. Amantes acosados por la sola idea fija de un encuentro arrebatador y eterno. Imbéciles convencidos de su belleza y su potencia. Formas vueltas de espaldas a la espantosa realidad de la muerte y la perennidad del deseo. ¿Y para encontrar qué? Dicen de algunos que se extinguen tocando la gracia. ¿Será por causa de su infinita bondad, o tal vez se trate de un fuego salvaje, un Moloch brutal y goloso, comedor de carroña santificada? ¡Oh, padre!, dijo, ahogado por un sentimiento de intenso amor, y su voz breve chocó contra las hojas dentadas y cayó en el silencio sin fondo del mediodía.
—¡Padre! —volvió a decir, esperando no sabía qué alumbramiento extraordinario, qué parto del sol o de las flores. Pero no sucedió nada. Sebastián cortó una rosa sin pincharse siquiera. El dolor hubiera significado algo. Siempre significa algo en este mundo establecido sobre fragmentos de tedio y de miedo. Una abeja zumbó entontecida alrededor de la flor, y se alejó en seguida restituyendo la calma. Las nubes volaban bajas en el cielo inmóvil. Llegaba el verano. Pronto, Luisa jugaría en el prado con su sombrero blanco, dando grandes zancadas detrás de las mariposas. Lo abandonaba, se disolvía en el sol como esta hora terrible, y no obstante tan callada, tan perfectamente inmóvil.
Sebastián se miró las manos. Era preciso decidir algo. Sentía de una manera ambigua que todo lo que hasta entonces lo había ocupado, carecía de brillo bajo esa luz violenta, y él había perdido alguna idea de sí que no podía asir. Pero fuese lo que fuese, sabía que había jugado para perder y que no deseaba volver a arriesgarse. Se descubría casi viejo en su peculiar estilo infantil y no deseaba variar o investigar en los orígenes de este sentimiento. En lo profundo de su corazón había un núcleo de dureza y violencia que le daba miedo. Decidió en consecuencia no volver a ponerse en situación de verlo.
La figura blanda e indolente de Sonia cruzó el prado en dirección al parque, clavando con decisión en la tierra la contera de su sombrilla.
El abate sonrió, mirándola con los ojos entrecerrados. Allí estaba, se dijo, y de él dependía. Si lo deseara, Sonia se le entregaría allí mismo, estaba seguro de eso. Podría tocarla y besarla; podría ser acariciado y besado; podría tomarla y gozar de ella, ocupando su vientre y sus pensamientos.
Pero no lo deseaba. Sebastián sintió deseos de llorar.
—Es suficiente —dijo hablándole a otro que no estaba allí—. He comprendido.
Sonia había decidido irse. A medida que se acercaba la noche, su humor había ido empeorando y, para después de la cena, su ceño era aterrador.
Nicolás se esforzó por ejecutar sus órdenes al pie de la letra, guardando piedras y lazos en sus correspondientes cajas, equivocándose al doblar los vestidos y, en fin, cometiendo todas las torpezas posibles, de modo que, cuando dio la medianoche, la habitación parecía el escenario de una batalla, y Sonia se paseaba pisando flores y sombreros, increpando al hombrecito, que la escuchaba tembloroso.
A la señorita parecían complacerle los insultos. Era presa de un dolor tan insoportable, de una tan infinita nostalgia, que había cerrado furiosamente la puerta en los dignos bigotes del Capitán, que se retiró anonadado por la convicción de que el mundo se había vuelto del revés.
Por fin, después de mucho gritar, Sonia se quedó inmóvil, de pie en el centro de la habitación, con los brazos cruzados y la mirada fija en la alfombra. Cansada de hurtarse al dolor, sin duda, permaneció allí, abrumada por la solemnidad de la situación, que la tenía cogida por los cabellos.
Nicolás se atareaba a su alrededor y la miraba de vez en cuando de soslayo, feliz de tenerla sólo para él y de estar preparando su marcha.
Pero el hombrecito era generoso. Al rato de verla así, tan bella y quieta en su pena, se sintió invadido por un sentimiento de compasión. ¡Cuánto mejor estaba él —reflexionó— que era tan pequeño y despreciable como para pasar inadvertido, y gozaba en consecuencia de esta situación privilegiada! ¿Qué importaba que ella no lo supiera, qué importaba que no lo viera amarla como un poseso y gozarla monstruosamente cada vez que la veía? ¡Ella estaba ahí, y nada podía arrebatársela!
Nicolás se acercó a la señorita y comenzó a desvestirla, desatando con ternura mujeril los lazos del vestido y deslizando como al caso las manos sobre la seda que conservaba su calor y su forma. Hubiera querido besar esas telas, pero no se atrevió. En cambio, levantó las manos y destrenzó sus cabellos con delicadeza, y cada trenza o rizo que libraba de su mínima prisión de hierro derramaba al volcarse un perfume cálido y dulce que lo hacía vacilar como un borracho.
Por fin, la señorita quedó completamente desnuda, y Nicolás, acuclillado frente a ella con la cabeza baja, esperó.