La noche había terminado. Aquel espacio que ella había pensado (deseado) inconmovible, eterno, se alejaba en el horizonte como un balandro, con el mismo silencio, idéntica armonía. El sol se anunciaba rojo y vulgar, desmitificador, detestable.
Sonia miró a Sebastián, dormido a su lado con la boca entreabierta y las manos largas a los costados del cuerpo. Él estaba igual —pensó—, tan intacto como los días precedentes. Su virginidad invencible, la mueca despreciativa en el entrecejo, el mismo olor a mentas del aliento.
La señorita experimentó un violento deseo de morderlo, comerlo, triturarlo, dejar en su cuello alguna marca bestial y perdurable. Necesitaba con urgencia aplastar, eliminar de una vez para siempre su belleza, ese tesoro que guardaba para nadie, aquello que le había sido negado sin una palabra de piedad. Deseaba morir, arrastrarlo a la aniquilación. Su dolor, alojado en el lugar del vientre, era tan intenso, que esa misma mordedura la obligó, en cambio, a echarse al mundo con la parsimonia de siempre, procurando controlar el asalto enardecedor. Con cautela se deslizó de la cama y se vistió en silencio, luchando —dedos desacostumbrados— con lazos y botones. Y venciendo el deseo de despertarlo, salió al parque.
Caminaba encogida, doblada sobre sí misma a causa del vientecito frío del amanecer, apresurándose como si tuviera que liquidar algún asunto importante, una cuestión que no admitía retrasos.
El sol se levantaba despacio sobre las hierbas húmedas. Sin saber por qué, Sonia comenzó a correr. Una urraca se carcajeaba sobre su cabeza, agitando los ojos astutos y brillantes. Sin aliento, la señorita se detuvo e interrogó el cielo, apoyada en el grueso tronco leñoso de un haya.
Es el árbol, y se ven al mismo tiempo cada hoja y la masa de las hojas; el árbol moviéndose como una cabeza enloquecida por el terror o la pena. Le pareció que en esa forma imprecisa y no obstante sólida, se encerraba su vida, se meneaban y susurraban los instantes de vida, todos juntos y simultáneamente, porque era tan bello y tan terrible como la mano tierna y admonitoria de aquel padre lejano, de las muertas horas titilantes bajo los candiles o las estrellas. Tan bello y terrible y confuso y vano e inútil como su propio corazón, sobresaltado ahora por el amor, horrorizado por el amor, fatigado, cogido, atrapado en aquello que había dado en llamar Amor. Súbitamente, aquello ya no estaba representado por nada. El abate era una era figura, algo en dos dimensiones, una sombra nunca poseída, una idea del placer y la compañía que era exclusivamente suya, fatalmente suya. Algo que llevaba puesto como un sombrero o un broche. Un árbol interno, desmelenado y ausente de pájaros.
Sonia despertó como de un sueño que hubiese durado años. Bella durmiente de un bosque antiguo y gastado por descripciones fantasiosas y exageradas, se descubría viva ahora, o al menos, despierta en alguna zona que siempre había ignorado. Como un velo, las ramas del árbol concitaban —con su balanceo oloroso— descubrimientos. Y su vida iba y venía con las ramas, escena por escena, dejándola desnuda como nunca lo había estado. Su corazón estaba desnudo, expuesto: una pequeña fábrica de terror que ella no sabía que llevaba en sí. Desnudo como una bandera o una herida. Y Sonia era, por primera vez, consciente de esa desnudez palpitante y horrible. Las lágrimas corrían por su rostro sin esfuerzo, suaves aguas marinas precipitándose sin destino preciso, casi sin justificación. A través del encaje sutil de hojas tiernamente verdes, se veía el sol. Perdida en la contemplación de esos nidos luminosos, Sonia sentía aún el sabor y la textura del cuerpo de Sebastián pegado a su carne. Pero esta percepción de lo que ya no estaba, de lo que nunca volvería a ser suyo —o más bien, de lo que jamás lo había sido—, no suscitaba ya en ella una respuesta física. Como un relámpago, le sobrevino la idea de haber estafado a Sebastián, o al menos de haber intentado hacerlo, poniéndole por delante su cuerpo, cuando hubiera sido necesaria otra cosa. Una compasión infinita por ese niño, por ese hombre (porque comprendía que, o bien eran ambos criaturas, o no lo era ninguno), se instaló en su corazón dolorido como un bálsamo. Supo que, de tenerlo ahora a su lado, le hubiera hablado tal vez de sí misma, hubiera procurado callar —por innecesarias— las alusiones que la noche anterior le habían parecido inevitables y que ahora se le antojaban bestiales, porque, si bien no hay límites ni imposibilidades cuando se trata de amor, siempre es bueno saber que no es prudente intentar ponerlo todo en palabras. Porque no hay palabras.
Había querido demostrarle que no ignoraba su amor por su madre. Y lo había hecho (y eso volvió a morderla en la región del vientre), lo había hecho confortablemente asentada sobre el presupuesto de su anormalidad, de las implicaciones patológicas, por así decirlo, de este amor de Sebastián por la condesa. ¡Brutalidad sorprendente! Indiscreción imperdonable. Simpleza moralizadora que designaba al amor un lugar de censor opuesto a su naturaleza salvaje, a su radiación irreductible.
El sonido de una campana remota, convocó entonces otras figuras. ¿Acaso no había yacido ella —y ahora sí las palabras cumplían una función calmante y necesaria— con su padre?
Súbitamente débil, Sonia se dejó caer sobre la hierba, dejando pasar ante su mirada las diferentes circunstancias, como pasaban aquellas nubecitas de lana, tan alto en el vacío estremecedor de aquello que habíase dado en llamar cielo. Pero sólo para —mediante un nombre— poner un límite a tanta dispersión aterradora como la que ahora descubría en torno a sí. Y si el cielo no era, en verdad, el cielo, ¿qué podía decirse entonces de ella, de Sebastián, de la propia Luisa? Había una instancia, pues, en la que la palabra era indispensable, una suerte de adormidera puesta sobre la sospecha del vacío. Sonia cerró los ojos, sintiéndose descender vertiginosamente a un pozo sin explicación, un hueco sin nombre, sin medida. Perdida allí, encontró que no podía perdonarse. Atrapada en el horrar de su estupidez recién descubierta, se las arreglaba para enarbolarla como un pendón victorioso, algo que daba lustre a su persona. Sin duda, exageraba.
Una tos discreta pero insistente la extrajo, por así decirlo, de aquel espacio donde no podía imaginar tormentos suficientes para aplicarse a sí misma. Sonia abrió los ojos con reticencia, deseando regresar a los infiernos que se preparaba, y —con miedo y un súbito sentimiento de vergüenza— vio el rostro serio de Sebastián, que la miraba inmóvil, con una ramita en la mano. Sonia permaneció muda, incapaz de imaginar (sin querer imaginar) un gesto apropiado. Miraba en Sebastián la imagen de su culpa y su imbecilidad y —escrutadora— procuraba distinguir en su rostro las señales devastadoras de una noche que ahora se le antojaba infame, porque no podía dejarla donde antes la había tenido; es decir, como epifanía de su deseo y de su amor.
—Buenos días, señorita —le dijo el abate, sonriéndole, ¡santo cielo!, por primera vez desde que lo conocía. Y no sólo sonreía, sino que hasta lo hacía blandamente, con una cierta picardía—. ¿Cómo has pasado la noche?
Sonia sintió que, a su pesar, enrojecía. ¡Con espanto, se sintió enrojecer lentamente, sin pausas! Le tendió la mano, cerrando los ojos con fuerza, deseando desaparecer, pero sabiendo no obstante que no podía hacerlo; es más, que tampoco quería en última instancia, porque le era preciso disculparse. Pero antes de poder decir nada, Sebastián, que guardaba su mano entre las suyas, dijo súbita e increíblemente:
—He venido a darte las gracias —y abriendo los ojos Sonia volvió a mirar su cara, en la que brillaba un interés tierno y una discreta pregunta por su estado de ánimo.
La señorita se incorporó, apoyándose dulcemente en su brazo.
—¡Oh, Sebastián! —dijo entonces entre lágrimas—. He pensado que debía pedirte perdón.
Sebastián permaneció en silencio un momento.
—Tal vez —aseveró lentamente— sería necesario que ambos nos pidiéramos mutuamente perdón, señorita. Pero no era eso lo que quería decirte.
Sonia bajó la cabeza. Se sentía débil, dolorida, pero casi en paz. Suspirando, comprendió que no tenía más remedio que apearse de la culpa que la enaltecía a sus ojos desde hacía más de quince minutos. No había tragedia, sólo estupor y vacío.
—¿No me amas, pues? —le preguntó tranquila.
—No —dijo Sebastián, mirándola a la cara—, pero lo lamento —agregó con una sonrisa.
Contenta, como si le hubieran hecho un regalo de enorme importancia, Sonia depositó un beso restallante y alegre en la mejilla morena.
—¿Somos, pues, amigos? —preguntó con solemnidad infantil y los ojos brillantes.
—Sí, señorita, seamos amigos —asintió el abate, ofreciéndole su mano para ir en busca del desayuno.
Cruzando el prado tomados de la mano, es como los vio la condesa, que había pasado la noche reclinada en un sillón junto a la ventana. Durante todas aquellas horas, su cabeza inteligente había argumentado con su corazón, y el resultado de aquella muda lucha en las tinieblas era una sonrisita amarga que no alcanzaba a los ojos y un sentimiento de infinito cansancio. Su mirada vivaz y directa estaba como empañada, perdida en una deliberación interna, fijada en el centelleo del anillo que tenía en el dedo mayor de la mano derecha. La profundidad amarilla de la piedra abría su temblorosa boca de ciénaga y se tragaba el sol. La resignación era amarga como el barro, fría y desolada. Un purgante, pensó con una mueca. Luisa tragó con esfuerzo los restos de su juventud y decidió que había llegado el momento de encargar aquellas semillas de las que le había hablado el jardinero. Pediría precisiones a Mateo esa misma mañana. Luego tendió la mano y dio un tirón al llamador para pedir el chocolate.