Tenía veintisiete años. Pertenecía a una familia muy adinerada, apenas trabajaba y a veces venía a buscarme a la tienda. Esto último siempre me asombraba. Era muy apuesto. Apasionado por los automóviles, poseía varios coches de lujo, entre ellos un Ferrari. «Ella» lo había apodado «Caja de Herramientas».
Llegó con una botella de Cristal Roederer y un ramo de flores en la mano. Lo desnudé. Me gusta convertir a un hombre guapo en una puta gorda o en una criadita descarada. ¿Por qué voy a negarme ese placer cuando las aceras están llenas de candidatos al cambio de sexo que sólo piensan en hacer la calle? Quien no haya aprisionado nunca la polla, sea o no agresiva, de un hombre viril en unas bragas de seda no puede entenderlo. Quien no haya embutido nunca, hasta la tortura, un busto de hombre en un corsé victoriano no puede imaginar semejante deseo. Todo eso para mayor dicha de «Testa Rossa», de porte orgulloso y verga altiva. Y, creedme, ver a ese pedazo de hombre de metro ochenta y cinco estremecerse desnudo ante el atavío que le estaba destinado sigue excitándome aún ahora.
Bastó con que le rozara el trasero para que se convirtiera en la cochina puta que íntimamente deseaba ser. Obligarle a ponerse un cinturón de castidad fue un juego. Tuvo que separarse las nalgas para que yo le introdujera el grueso consolador. No quedaba sino cerrar el cinturón, sin olvidar meterle la polla entre los anillos destinados a impedirle que se empalmara. Después vino el corsé, ceñido como es debido. Las medias completaron la panoplia. Una hembra. Ya no era un hombre, sino una mujer, abierta a todo, con el culo en venta. Sólo faltaba azotarla y someterla. Le hice ponerse encima su atuendo de hombre para salir a cenar. Esa basura ni siquiera podía correr en libertad: una correa atada a los cojones salía de su bragueta abierta.
Era dulce y tierno. Y, en un abrir y cerrar de ojos, supe lo que él había venido a experimentar. Yo, por mi parte, quería que fuera mi carraca por una noche. No le gustaba la violencia, sino cierta forma de sexualidad. Hacer de puta, llevar liguero y ponerse medias le ponía cachondo. Le gustaba verse el sexo veteado de cuero, que le ataran, que su ama le utilizara como cebo sexual. Era mi meadero de ternura, mi pizca de sol. Le quería, hablábamos de coches y de pistones. Yo quería hacerlo mío, apoderarme de su frescura, tomar y dar, gozar apasionadamente.
«Quiero casarme, tener hijos. Debo decidirme ya. ¡Dentro de poco será demasiado tarde! Pero contigo estoy bien. Aunque llegará un día en que tú te sentirás desdichada. Y esta sexualidad me gusta, la echaré de menos… Soy un hombre, no un marica…».
Sus lamentos agotaban mi paciencia y empañaban la alegría de verle. Estaba a punto de dar por terminada mi relación con él cuando se me ocurrió crear el personaje que solucionaría nuestros problemas. Agarré el minitel y le pedí que leyera un anuncio que yo había preparado sin que él lo supiera: «Lise, veintiséis años, bonita, buen cuerpo, de buena familia, le gustan los amores insólitos y busca joven entre veintiocho y treinta y cinco años para futuro serio».
Testa Rossa, «Lise» y yo vivimos un año de pasión. El nunca entendió lo de Lise. Jamás me lo ha perdonado.
La tarjeta de visita estaba hecha a la medida de sus sueños. Lise tenía el cabello castaño oscuro y los ojos azules. Ya no me acuerdo muy bien en qué trabajaba, pero era muy responsable. Tenía dos hermanos y su madre era estadounidense. Viajaba mucho, vivía en la Rue du Ranelagh. Un día en que me fue imposible escribir en el minitel, «eliminé» a un pariente de Lise así que disfruté de una tregua de quince días ya que, evidentemente, el entierro había tenido lugar en Estados Unidos.
Lise no quería conocerle de inmediato. Acababa de abandonar a un amigo muy celoso, con tendencias suicidas, y deseaba olvidar. Así pues, en la espera, con el suspense más completo, había que conversar, conocerse a fondo, estudiar las afinidades mutuas, estar seguros de que lograrían un amor ideal. Lise era perversa, quería confesar todos sus secretos y pronunciar las palabras que cortaban el aliento de Testa Rossa. Estaba allí, escribía… Si, Lise existía. Y Testa Rossa andaba desquiciado.
«Si, lo comprendo, amor mío, iremos juntos a visitar a las dominadoras. Viviremos un idilio los tres: Françoise, tú y yo. Entiendo tu modo de alcanzar el placer, y me gusta. Nos casaremos, y formaremos una pareja sumisa, y tendremos hijos».
Testa Rossa había dejado de sentirse culpable, pues podía casarse y tener hijos con una mujer que comprendía su extraña sexualidad. Lise tenía una buena opinión de las relaciones sadomasoquistas y, lo que era más importante, las consideraba normales.
Cuando íbamos al restaurante, yo pedía a mi cómplice de minitel, Katherine, que le enviara una nota a su buzón telemático: «Mi amor, ¿dónde estás? Hoy no me has escrito».
«Perdóname, querida, estaba en el restaurante con Françoise».
«¡Ah! ¡Qué contenta y aliviada me siento!».
Cuando la situación me agobiaba, Lise se iba a casa de sus abuelos, y a Testa Rossa le hacía prometer que durante su ausencia no habría otra mujer que Françoise. El cielo era azul, el mar tranquilo.
Un día, sin embargo, después de seis meses de suspense y de oscuridad, no hubo más remedio que organizar un encuentro. Busqué entre mis relaciones a alguien que pudiera interpretar el papel de Lise.
Tiempo atrás me había hecho amiga de una chica espléndida que, aunque tenía unos treinta y cinco años, podía aparentar veintiséis sin el menor problema. Desgraciadamente, esta divina beldad era rubia, mientras que Lise tenía el cabello castaño oscuro. Así que Lise tuvo que confesar que había mentido, lo que provocó un auténtico drama. Al fin conseguí reconciliar a Testa Rossa con Lise, y el encuentro tuvo lugar en un café.
Luego cometí el error irreparable de organizar, para complacer a Testa Rossa, una velada con «el Claveteado» y su mujer. Aquella noche firmé la sentencia de muerte de mis amoríos y mis juegos perversos con Testa Rossa.
El Claveteado se empeñó, con intenciones diversas, en destruirlo todo. Eso, no obstante, no me perturbó. Sus maquiavélicos esfuerzos por «sadizarme» fueron inútiles. Yo había decidido vivir sólo en la ilusión.
El Claveteado es también un personaje de «transferencia»: imagina y vive su feminidad pseudomasoquista en el minitel. Al igual que el Divino Marqués, que se identifica con Justine y con Juliette, él se identifica con las perversiones de las criaturas a las que da vida. Posee, por tanto, los defectos de algunas mujeres celosas, y lucha por el poder igual que una mujer. Teclea en el minitel y manda a su mujer en su lugar, y a través de ella se presenta como una puta masoquista, la mejor pagada de Francia. El Claveteado es una mujer ambivalente, envidiosa y manipuladora. Comenzaba a ver en mí a la dominadora, que hacía sombra a su imaginario femenino.
Pese a sus intrigas, no cedí.
Testa Rossa era guapo como el sol, dulce como la miel, rico como Creso. El Claveteado, borracho de celos, le llamó por teléfono:
—¡Serás gilipollas! ¿No te has dado cuenta de que Lise era una marioneta movida por tu querida Françoise?
Ante esta evidencia, e incapaz de replicar a Testa Rossa, opté por desaparecer.