Se preguntarán cómo son sus esposas. Pero ustedes, las señoras que me leen, ¿se imaginan a sus maridos con un corsé victoriano, peluca, medias y tacones de aguja?
No, está claro que él no; eso sólo les ocurre a los demás. Sin embargo, algunos de mis clientes vienen con el permiso de sus mujeres. Incluso a veces son ellas las que me piden que reciba a su marido. ¿Asombroso? No, una espléndida prueba de amor y comprensión.
Una de ellas me escribe:
«Mi querida Françoise,
»Tuvimos entre nosotros a Victoria el 13 de julio; parecía estar en forma, lo que nos complació. Nos contó que estaba usted desbordada. Confiamos en que con este tiempo estival haya podido relajarse un poco y salir de vacaciones a fin de terminar a tiempo su libro. Descanse, pues. He intentado escribirle antes en el minitel, pero dio la casualidad de que las dos veces había una avería en la red.
»Con respecto a nuestras fantasías íntimas, he pensado que a Conchita (su marido) le encantaría tener un capirote. ¿Podría recomendarme alguna tienda? Déjeme una respuesta en mi buzón telemático, en el 3615 MISSM, pero no se lo cuente a Conchita. Me gustaría que fuera una sorpresa.
»Por ahora, Conchita se ha quedado en Asnières, soñando con unos fines de semana a solas en los que pueda vivir exclusivamente y a sus anchas como mujer, y en el mes de agosto, en que estaremos juntos los dos.
»Yo creía que al envejecer, con los hijos ya mayores, a Conchita le fatigaría el tener que asumir dos personalidades. No obstante, no ocurre nada de eso, y, con el tiempo, preveo que más bien sucederá lo contrario. Pero, a fin de cuentas, es el detallito necesario para mantener en nuestra pareja, al cabo de veinte años, la pasión de los inicios. Resulta divertido, y rompe la desequilibrante y fastidiosa rutina cotidiana.
»Una vez más, le doy las gracias por su ayuda y su complicidad, tan preciada, que permiten que Conchita viva su condición de mujer en su casa, Françoise, cuando no puede vivirla en la nuestra. Y renuevo mi confianza en usted.
»Sean cuales sean sus planes para este verano, le deseo que pase unas buenas vacaciones.
»Un abrazo muy cordial,
»Marie-Claude».
Marie-Claude y Conchita son cristianos practicantes, llevan una vida ejemplar, y tienen unos hijos bien educados y muy disciplinados. Son felices, porque el amor que Marie-Claude profesa hacia su familia le ha permitido comprender sin juzgar y seguir amando; más aún: no cesa de procurar el mayor número de alegrías posibles a alguien que también es su marido.
Una mujer me llamó un día desde Bélgica:
—Sólo usted puede ayudarme, le suplico que me reciba. Vivo en Bruselas; deme una cita, e iré a verla.
Desconfiada, la cité para el día siguiente al pie de mi casa, y le pedí que al llegar me llamara por teléfono desde el café más próximo.
El teléfono sonó a la hora exacta. Bajé a esperarla a la calle. Después de comprobar que no se trataba de una de esas trampas ridículas del minitel, la invité a subir. Por su aspecto, parecía una buena madre de familia, algo entradita en carnes.
—Señora —me dijo—, quiero a mi marido, pero ya no tengo relaciones sexuales con él. Se niega, me dice que sólo querrá tenerlas el día en que yo sea capaz de dominarle. ¿Qué debo hacer? Tengo miedo de perderle.
En vista de que era sincera, intenté ayudarla lo mejor que pude. Al despedirse, me preguntó cuánto me debía por la consulta.
—Nada, evidentemente —y cerré la puerta tras ella, entre sorprendida y divertida. Ya sé a qué me dedicaré cuando sea una anciana: pondré un «Consultorio de relaciones masoquistas».