Strip-Poker

Azoto con el látigo a los bomboncitos del distrito XVI. «Strip-Poker» tendría entre treinta y treinta y cinco años. Aparentaba veintidós. Su éxito social era deslumbrante. Por esnobismo, ni siquiera salia de su barrio. Inventaba historias en el minitel, y las ponía en práctica en los días o las horas siguientes a su creación.

Strip-Poker soñaba en convertirse en la victima de un ama que le chantajeara. Cuando yo era adolescente, sólo soñaba en subir al escenario para ser actriz. ¿Quería Strip-Poker un chantaje? Pues viviría uno terrorífico.

Confeccioné un traje de bailarina, con tutú, y pedí unas zapatillas de danza a una amiga. Como estaba al corriente del deseo de Strip-Poker, dejé caer sobre la cama, con descuido, las zapatillas de danza y algunos velos.

Cuando llegó, lo comprendió al instante. Yo no abrí la boca. Sabía cuánto le alteraba la visión de estos accesorios.

Leí en su interior: «Si se cree que esta noche me disfrazará de bailarina, está fresca. No pienso ponerme ese tutú, ni hablar. La última vez imité a Irma la Dulce. Vaya, todavía estoy temblando… Pero ¿quién me mandará meterme otra vez en estos líos?, soy masoquista, qué locura…».

Yo, como un elfo visionario y excitado, mantuve la mirada fija sobre él. Se dio cuenta de que no la apartaría, y de que el poder del ama acabaría por vencer su machismo. Strip-Poker estaba a punto de desmoronarse. Mi mirada lo subyugaba. Calculé el momento en que debía romper el silencio y entré en escena.

—Deja de mirar ese tutú, sabes perfectamente que es para ti.

—¿Qué dices? ¡No pienso ponérmelo!

—Claro que te lo pondrás, mocoso de mierda. Y cantarás y bailarás con él.

—Ama, puede castigarme, pegarme, darme una severa azotaina, pero no me humillará de esa manera.

—No corras tanto, cariño, sé que te mueres de ganas de que te haga todo eso. Pero tenemos mucho tiempo por delante, y antes tienes que satisfacer mis caprichos. ¡Y yo quiero que te pongas el tutú!

—¡No!

—Bien, utilizaré otro procedimiento. ¿Te acuerdas de aquella sesión en que imitaste a Irma la Dulce? ¿Recuerdas cómo te disfracé?

—Sí, y todavía tiemblo de vergüenza.

—Pues vamos a tener que hablar sobre ese tema.

El ambiente ya estaba creado. Sin que yo esbozara el menor gesto, la bragueta de Strip-Poker se hinchaba a ojos vistas.

—¡Desnúdate! ¡Te quiero desnudo delante de mí, de pie encima de la mesa!

Sin excesiva resistencia, me obedeció. Siempre comenzábamos así. Dirigí un foco sobre su cuerpo desnudo: sufrió su primera vergüenza de la sesión, se miró en el espejo, y su discurso interior cambió: «Realmente soy un gilipollas por estar aquí, pero ¡cuánto me excita este tipo de humillación!».

—¿Qué, nos ponemos el tutú?

—¡No, no y no!

—De acuerdo. Pues yo no pienso pegarte o atarte, ni lo sueñes. Vamos a hablar. El caso es que la última vez imitaste a Irma la Dulce, y te vendí, ¿no? Negociamos tu culo de putita a cien francos, y, dada tu ineptitud para ser una buena fulana, el cliente lo dejó en cincuenta francos. Realmente eres el colmo de las nulidades, ¿verdad?

—Ama, usted sabía que la polla del cliente era demasiado grande. Creí que me desgarraba el vientre.

—Da igual, ¿te acuerdas de cuando estabas echada en el sling, con el ojete abierto, la peluca despeinada y los labios embadurnados de carmín? ¡Te cubriste de ridículo!

—Sí, Ama…

—¿Lo recuerdas bien?

—¡Sí!

—Pues bien, lo filmé todo con una cámara oculta. Y estoy segura de que hasta el barrendero de tu calle, aquel que te encontraste una vez, ¿recuerdas?, te reconocerá.

—¡No me creo que lo haya filmado!

—¡Peor para ti! Se convenció de que yo no retrocedería ante nada. Strip-Poker, al tiempo que las imágenes de su decadencia social, veía a Irma en el sling, ensartada por aquel sexo que le había hecho gritar y disfrutar. No era culpable, porque yo se lo había impuesto…

Exigía este clima de angustia. Al igual que el Abogado, para gozar creaba artificialmente una de esas «situaciones fatales y desgarradoras» que menciona Gilles Deleuze.

—Háblame de tu portera. ¿Qué nacionalidad tiene?

—Es portuguesa, Ama.

—¡Magnífico! Las portuguesas tienen todas las cualidades del mundo pero, para tu desgracia, un único defecto: son charlatanas y chismosas. Y voy a decirte una cosa: piensan que los perversos como nosotros somos unos seres diabólicos. ¿Y tu mujer de la limpieza?

—También es portuguesa, Ama.

—¡Fantástico! ¿Te imaginas lo que llegarán a hablar entre sí?

—¿Por qué, Ama?

—Pues porque las portuguesas son las mujeres más chismosas del mundo, y yo personalmente me encargaré de que la cinta llegue a manos de tu portera.

—¡No hará usted eso!

—¡Ponte el tutú!

—¡No!

—Me pregunto si hablarán inmediatamente con tu mujer. Te imagino en el tribunal el día de tu divorcio: «Señor juez, mi marido trabajaba de puta en casa del ama Françoise». Y en el trabajo, tus colaboradores te llamarán Irma la Dulce. ¡Se partirán de risa al verte! ¿Te imaginas la cara de tus amigos de infancia? ¡Cambiarán de acera en la Rue de Passy para no verte, los muy hipócritas! ¡Ah, qué cruel es el mundo! Fíjate, alcanzarás el colmo del ridículo cuando te vean suplicar como una desgraciada para conseguir tus cien francos. ¿Qué te ordené que le dijeras al cliente para que te pagara?

—Tenía que decir que era huerfanita y que me había criado una tía que me pegaba. Y que por culpa de eso acabé mal. Lo hice, Ama; si no, sólo me habría pagado veinte francos.

—¿Y por qué sólo veinte francos?

—¡Porque soy una inútil, Ama, la más inútil de todas, la reina de las inútiles!

—¡Bien, veo que empiezas a entenderlo!

—¡Sí, Ama!

—Entonces, ¿qué? ¿Te pones el tutú o no?

La escena se prolongó largo rato. Después de mostrarle a Strip-Poker las mil facetas de su degeneración, después de haberle humillado y dejado su dignidad masculina por los suelos, después de demostrarle su impotencia, después de que finalmente cediera, se pusiera el tutú e imitara a Ludmila Tcherina, se embutió de nuevo en su trajecito Renoma, sus zapatos de Lobb, y corrió a buscar a su mujer.