Sevicias de Urgencia

«Mi pseudónimo es “Tina Domina”. Mi gusto por este tipo de relaciones tardó en manifestarse; lo descubrí cuando dejé mi trabajo de enfermera. Los episodios que viví en la nueva situación me llevaron a relacionarlos con las escenas que había visto en el hospital, cuyo alcance sadomasoquista no había llegado a captar del todo en su momento.

»Yo formaba parte de aquellos a quienes se confiere un poder, por mi pertenencia a la institución y el hecho de llevar uniforme. Tenía el poder de aliviar, a tiempo o no, el poder de realizar un gesto doloroso o humillante, y mi irrupción en una habitación provocaba siempre cierta tensión. Espera, angustia, deseo mezclado de temor… Mis pacientes me apreciaban porque no abusaba de ese poder en un sentido negativo. Lo sabían y por ello me respetaban.

»Comprendo ahora que algunos pacientes buscaran ese abuso de poder, bien exagerando su dependencia, bien agravando sus males, o incluso mediante la agresión verbal. Otros se provocaban la enfermedad, voluntariamente o no, conscientemente o no, a fin de verse sumidos en un universo que, por el ocultismo que le rodea, excitaba su fantasía. Guardo, a este respecto, algunos recuerdos impresionantes.

»Siendo una jovencísima estudiante de enfermería, atendí una noche en Urgencias a un joven: venía de una fiesta y pretendía haberse sentado, sin darse cuenta, encima de un salchichón (que, como todo el mundo sabe, es algo que se sostiene de pie por si solo), y este, el muy descarado, se le había introducido en su anatomía intima. Yo no conseguía extraérselo. Eran las dos de la noche. El caballero se contoneaba en el pasillo, suplicando que le liberaran de aquella intrusión que, según decía, le provocaba terribles dolores.

»De modo que me vi obligada a llamar a un médico interno, que contestó refunfuñando porque acababa de sacarlo de su primer y tardío sueño. Farfullo, muerta de vergüenza, la versión del paciente, y me llueven los insultos del médico que, convencido de que se trata de una broma, me deja con la palabra en la boca. Le llamo de nuevo e insisto. Instantes después trasladan al paciente a la sala de rectoscopia, le descubren el trasero y le meten el aparato óptico por el ano. Con el ojo pegado al visor, nuestro interno busca con aplicación el objeto del deseo y del delito. El paciente da grititos:

»—Uy, me hace daño, doctor.

»El médico, furioso por verse metido en esta caza nocturna de salchichones sodomitas, masculla:

»—Oiga, le sacaremos el asunto, pero deje ya de tomamos por imbéciles con su historia del asiento lleno de trampas, ¡llamemos a las cosas por su nombre!

—Si, doctor. Gracias, doctor. ¡Ay, ay, ay, qué gusto, doctor!

»—¡Cállese! —le ordena el doctor, definitivamente fuera de sus casillas—. ¡Ya lo tengo! Bien, enfermera, páseme las pinzas y la riñonera. —Y masculla entre dientes—: ¡El muy imbécil habría podido dejar el cordel del lado bueno! —Al cabo de unos minutos, concluye—: ¡Al fin! Ya salió el embutido con veleidades priápicas…

»El paciente, muy digno, se levanta y se va, sin dejar de contonearse, dejándome boquiabierta.

»Con el tiempo, esos cuerpos extraños interrectales fueron objetos cada vez menos sorprendentes, salvo la vez en que se trató de bombillas eléctricas y la presión muscular del recto las había hecho estallar.

»Las historias extravagantes como las anteriores suelen ocurrir de noche.

»Una noche se presenta un hombre de unos treinta años con todos los síntomas de una grave infección urinaria, que se extiende hasta los riñones: sangre y pus en la orina, fiebre muy alta. Se le practican todo tipo de exámenes, incluido, claro está, una radiografía de abdomen. El radiólogo, sumido en la perplejidad más absoluta, nos llama por el teléfono interior.

»—No entiendo lo que ocurre —dice—, jamás he visto una imagen igual. He repetido la radiografía, creyendo que había salido mal, pero he obtenido la misma imagen, así que ahora ordeno que os las suban.

»El interno estudia las radiografías. Cuatro personas nos apretujamos ante la maldita pantalla. Se ven unos granulados blancos en toda la zona correspondiente a la vejiga. Deducimos que esos granulados son opacos a los rayos X. Pero ¿qué son?

»Llaman a un jefe de servicio, y luego a otro. No coinciden en ningún diagnóstico válido. Bajan al paciente, muy débil, al quirófano. En primer lugar, una endoscopia: en efecto, se trata de unos pequeños puntos, de aspecto negro y metálico, unidos entre sí por un hilo brillante.

»Los médicos, ante la imposibilidad de atrapar el hilo, deciden abrir. Y entonces, de la vejiga el cirujano saca, estupefacto, cinco metros de hilo de pescar, por lo visto introducido pacientemente mediante una extrañísima sonda vesical.

»¿Se le había escapado sin querer el extremo del hilo? ¿O bien el hombre pensaba conservar impunemente en su interior ese cuerpo extraño? El caso es que hasta ese momento no se había quejado, pero la terrible infección le obligó a recordar que hay orificios y cavidades que es recomendable que estén vacíos. Fue imposible averiguar qué reflexión le había llevado a infligirse tamaño autocastigo.

»Extraño también resulta el caso de aquel masturbador empedernido que se presenta —como siempre ocurre, en plena noche— con la verga ensangrentada, llena de edemas y manchas negruzcas, groseramente envuelta en un pañuelo bastante sucio, y confesando, contrariado, que la ha metido en el tubo del aspirador. Se ha destrozado el prepucio, y la herida tiene muy mal aspecto.

»Fue intervenido inmediatamente, y al despertar le visitó el cirujano, que había realizado un trabajo de encajera. El paciente sabía que no debía tocar, bajo ningún concepto, el vendaje, y menos aún la verga. A última hora de la mañana, llama, y, empapado en sangre, se explica a la enfermera que acudió: había querido comprobar si la “cosa” le seguía funcionando. Con sus impuros actos, había hecho saltar todos los puntos de sutura, estallar los vasos sanguíneos, y puesto de nuevo al quirófano en estado de urgencia.

»Hubo que administrarle potentes sedantes durante cuarenta y ocho horas a fin de apaciguar sus ardores onanistas y darle tiempo a que comprendiera que debía dejarlo cicatrizar. Las enfermeras, hartas de que deshiciera, uno tras otro, todos los vendajes, acabaron por maniatarle durante la noche.

»El colmo de la utilización perversa de la estructura hospitalaria nos lo ofreció un pseudopaciente que conocía la existencia y las costumbres de los servicios privados de un hospital público. En efecto, con frecuencia el director del hospital, de acuerdo con un médico de la ciudad, ingresa en Urgencias a un paciente en una de las camas privadas que, agrupadas en pequeñas unidades, no entran en el circuito de los pacientes del sector público.

»Cierta noche, un hombre que dijo ser médico telefoneó avisando que enviaba inmediatamente a un paciente suyo para ser hospitalizado en la zona privada del doctor X. Recogió la llamada una vieja enfermera bastante arisca, aunque casada y madre de familia, y a punto de jubilarse, que durante las guardias solía leer novelas de la Bibliothèque Harlequin (serie blanca) o tejía prendas de punto para sus nietos. Sustituía a la supervisora de noche, ausente por vacaciones, y se sentía muy orgullosa. Su ayudante era una buena mujer de unos cuarenta años, abandonada por un marido infiel, que educaba en solitario a sus tres hijos y alimentaba hacia el género masculino un rencor bastante desmesurado pero ligado, según decía, a las “jugarretas del canalla de su marido”. De ninguna de las dos podía decirse que fuera una belleza. Eran sin embargo concienzudas y sacrificadas, con unas ideas muy claras, casi preconcebidas, sobre la vida y sobre su función y lugar en el equipo de asistencia.

»Así pues, la responsable, Suzette, recibe la llamada telefónica y anota la prescripción del médico. El paciente se presenta. Suzette, no muy enterada de los trámites administrativos, y de acuerdo con la recomendación del doctor Z, no lo hace pasar por el servicio de ingresos (primer error). Lo instala en una cama y sigue escrupulosamente las instrucciones del doctor Z, que había concluido diciendo: “Y no se ande con miramientos con él, es un paciente recalcitrante. Hay que operarle mañana”. Por tanto, tiene que afeitarlo: sexo, testículos, ano… y colocarle una sonda vesical y una sonda rectal. ¿Para qué, bien pensado, una sonda rectal? Suzette no se cuestiona nada.

»Prepara el material, afeita al paciente asistida por su ayudante, y no se asombra demasiado de la palpable erección del tipo. Ya ha visto cosas parecidas. En el momento en que introduce la sonda rectal, el semen sale disparado del sexo, ahora imberbe, y les pringa las manos y el pelo. Suzette, molesta pero mártir del deber, se lava las manos e introduce después la sonda en la vejiga.

»Ambas, al salir de la habitación, cuentan, escandalizadas, que el paciente se ha corrido. “Qué marrano, ¿verdad?”. Las enfermeras más jóvenes se ríen de ellas y les dicen que no se quejen, pues no debe de ocurrirles eso con excesiva frecuencia. El asunto queda casi olvidado en la sucesión de curas, llamadas y cafés en esas noches eternas de guardia.

»A las cuatro de la mañana, el paciente suplica que le dejen salir unos minutos para ir a buscar unos papeles que ha olvidado en el coche. Le colocan unas pinzas en las sondas; se viste y sale. No vuelven a verle el pelo.

»A las seis de la mañana, Suzette tiene que reconocer que ha sido víctima de un bromista que se ha hecho pasar por el doctor Z, que se ha prescrito a sí mismo un tratamiento acorde con su fantasía y ha tenido la desfachatez de hacerse realizar gratis una sesión de dominación muy especial por unas madres de familia más bien gazmoñas (Suzette y su amiga pertenecen a la Federación de las Familias Francesas, una asociación que lucha contra la pornografía).

»Suzette, muerta de vergüenza, roza el infarto cuando a las siete de la mañana, al bajar a los vestuarios, descubre su taquilla llena de pintadas obscenas, representándola dotada de un enorme falo. “Suzette, enculadora de primera, recibe de las once de la noche a las siete de la mañana en el servicio del doctor X”.

»Se tomó dos semanas de baja por enfermedad».