He leído este texto como si de una «educación sentimental» se tratara. Narra la historia de una niña que, convertida en adolescente y luego en mujer, avanza en el descubrimiento de sí misma. Los instrumentos de este descubrimiento son su familia, posteriormente unos hombres, luego un marido, y luego otros hombres, reclutados estos últimos a través del minitel[1]. La narradora es autodidacta. En cierto momento de una trayectoria desde muchos puntos de vista original, sintió la necesidad de estudiar filosofía. El lector encontrará —tal vez para su sorpresa, por tratarse de un texto escrito en tono testimonial— numerosas referencias a Gilles Deleuze. Este filósofo, que conoce la aventura de Annick Foucault, dispensa a esta inesperada discípula amistad y consideración.
Así pues, un pensador eminente presta atención a una experiencia cuyo relato, por su simplicidad, podría incitar a la indiferencia a las muchas personas que tienden a considerar los textos sólo a través de los espacios vertiginosos de los supuestos abismos literarios. Aquí, no obstante, no hay nada de eso. El abismo no es literario, sino, más modestamente, humano. Annick Foucault lo explora, y lo expone, a la manera de una guía familiar, de modo que no necesita engolar la voz para atraer nuestro interés. Y cómo no podría interesarnos una mujer que relata, sin alardes estilísticos inútiles, y sin temor, lo que para la gran mayoría debe permanecer cuidadosamente oculto. ¿Erotismo?… Como es sabido, el Dictionnaire abrégé du surréalisme define el erotismo como: «Ceremonia fastuosa que tiene lugar en un subterráneo». Creo que ambas cosas —la ceremonia y los subterráneos— aparecen en esta autobiografía dispuesta por escenas. En lo que a los fastos se refiere, Annick Foucault le quita a veces, por decirlo de algún modo, hierro al asunto, mas no sin razones etimológicas (la palabra «fasto», del latín fastus, significa en su origen «lo que está permitido»[2]) y, evidentemente, lo que se permite Annick Fbucault no es lo que nuestros contemporáneos, pese a esa liberación de las costumbres de la que tan ufanos se sienten, consideran permisible.
El ama. Memorias de una dominadora es la afirmación de una libertad. No de una libertad «formal», tampoco de una libertad «práctica», sino de una libertad activa, libertad en movimiento, ignorante de sí misma, y que sólo se alcanza mediante la práctica. Libertad del deseo que, para muchos hombres —por paradójica o escandalosa que tal verificación pueda parecer en una época en la que tantos sufren, y mueren, en su combate por la libertad política (pero ¿qué valentía habría en no ver una contradicción allí dónde la hay?)—, pasa por una renuncia a la libertad en el amor. ¿Un exceso? Cabria pensar lo contrario, ya que el amor, orgiástico o secreto, es «don de sí mismo». Pues bien, si tanto hay para dar, y a quien darse, ¿por qué retener algo?
¿Quién tendría que justificarse, y de qué? «La voluptuosidad», explica magníficamente Malcolm de Chazal, «es el abrazo de un cuerpo muerto por parte de dos seres vivos. El “cadáver” en este caso, es el tiempo asesinado por un tiempo y devuelto a lo consustancial del tacto»[3]. Esta sorprendente «definición» permite acercarse al misterio del amor en la medida en que este introduce esa omnipresente «tercera persona», el tiempo, en la médula de la relación amante-ama, y nos muestra a la pareja dominado-dominadora (más o menos banal, como cualquier otra) hundiéndose en una práctica que culmina en su propia destrucción. La «pequeña muerte» que se produce en cada ocasión, y que el hombre, una vez recuperadas las fuerzas necesarias, sólo piensa en volver a vivirla (y en renovar sus parejas: estampa ofrecida por nuestros contemporáneos, la mano que teclea febril en el minitel, suministrador ininterrumpido de carne nueva), no es sino la imagen de la culminación definitiva.
¿Acaso el abandono que realiza el dominado de su ser carnal a otra persona, mientras su espíritu (otros dirían su alma) se pierde (¿deliciosamente?) en un espacio de muerte-vida conocido sólo por él, traduce una obsesión más humana a fin de cuentas que cualquier otra? Sea como fuere, aquel (aquella) que recibe en sus manos el abandono, entero, de una (o de un) masoquista tiene la sensación, íntima, inefable, de vivir una experiencia que le arrastra a los límites de lo humano.
En estos márgenes oscuros, las categorías que nos son familiares se disuelven, se confunden, la compasión se entrevera con la crueldad, el deseo de castidad con lo obsceno, los emblemas de Sade se mezclan con los emblemas de Sacher-Masoch. Havelok Ellis lanzó la atrevida hipótesis de que en el hombre, en lo más intenso de las perversiones sexuales, no busca el placer sexual, sino la «emoción sexual», su sucedáneo misterioso y, arriesguémonos a decirlo, infinito.
Pierre Bourgeade