Acabo de regresar de Nueva York, esa puta que abre los muslos en medio de la acera. Acabo de regresar de Nueva York, la Nueva York mugrienta, la fascinante, con sus cuerpos sudando retorcidos por el dolor, sus Gladiadores, sus Extraterrestres góticos, sus Galos. «Mir», la bella black domina, me acogió como su invitada de honor.
Mir reside en New Jersey, a unos cuarenta kilómetros de la ciudad de Nueva York. Yo estoy en el corazón de la Big Apple, en casa de la Reina, la dominadora masoquista más extravagante de la Escena norteamericana.
—¡Françoise, iremos a casa de Mir en una limusina tapizada de cuero negro, la más grande!
—¿Te has vuelto loca?
—No, acabo de cerrar un trato: ¡azotaremos a un esclavo!
En efecto, vamos a azotar a un hombre. La Reina se gana la vida en el mundo del espectáculo, y no practica jamás a cambio de dinero. Pero aquel día hizo una excepción: American Express, reserva por teléfono. ¿Qué cuesta alquilar una limusina? ¡Sí, la más bonita! ¡Sí, la más grande! ¡Tapicería de cuero negro! El hombre fue azotado, se masturbaba para llegar al orgasmo, mientras la Reina le hablaba… Yo me senté detrás de él. Le toqué los pechos. Gozó.
En Estados Unidos, la dominadora no se considera una prostituta, siempre que no efectúe ninguna penetración y pague religiosamente sus impuestos. Así, hablar a un esclavo que se masturba no es ejercer la prostitución, salvo en Chicago, donde, Dios sabrá por qué, rigen leyes mucho más estrictas. El esclavo no debe empalmar nunca[26]. Así que no puede decirse que nosotras no hayamos respetado la ley del estado de Nueva York.
Aquella noche, a la hora convenida, la limusina tapizada de cuero nos aguardaba ante el edificio. Éramos cinco mujeres y un hombre, un esclavo venido de Chicago para verme.
Luz dulzona en la limusina llena de amazonas. Silencio. Espacio lunar. Miradas. Ordenes secas. Lenguaje metálico. En el jueguecito del amo y del esclavo todos deben saber estar en su sitio. Si no, a ninguno se le empina.
Botellas de cristal tallado con licores de colores diferentes, un cilindro de cromo que contenía un Magnum de Dom Pérignon… La silueta del chófer, al que veía por un cristal opaco, me turbaba. Me parecía un invasor venido de otro planeta, o como el cochero de Drácula: un águila negra, gigante.
En el coche, atamos al hombre. Le metimos un consolador en el ano y le cubrimos la cabeza con un capirote. La Reina vestía un soberbio traje sastre de Mugler; su ama, una cirujana de San Francisco, la había encapuchado. El hombre empalmaba. Su polla presionaba las ataduras. Estaba excitadísimo. Llevaba medias negras con costura y unos zapatos de tacón altísimo.
Hemos llegado a casa de Mir, Black Sophia Loren. Todas eran tan guapas como imparables. La Reina estaba tan excitada que parecía tener un orgasmo permanente. La acostamos encima de los senos pinzados del «Hombre de Chicago». El cuero revienta. Los culos se hinchan y abotargan. La carne se magulla. Así son nuestras vidas.