Mozart

«Mozart», un hombre de negocios que se mueve en el ámbito internacional, es culto e inteligente. Un lince de las finanzas. Dejémosle expresarse:

«Tengo ocho años. Estoy en clase. Me oprimo lo que todavía ahora llamo la pilila entre los muslos, y un intenso calor desconocido me invade el bajo vientre. Me oprimo más, y aumenta el calor. Para oprimir aún más, me ato las rodillas con un trapo que he encontrado en el fondo de mi pupitre. La maestra se da cuenta. Me dice, delante de todos, que me desate. Este primer placer, esta atadura secreta, esta humillación pública son los primeros recuerdos de lo que luego supe que se llamaba bondage.

»Tengo trece años. Descubro la televisión y Sombrero hongo y botas de cuero. Nueva emoción, nuevo calor al ver a la bella inglesa maniatada, sujeta con cuerdas, amordazada. Me gustaría ocupar su lugar. Luego empiezo a imaginar mis propias fantasías de secuestro, de atadura, de encierro en un capullo oscuro y cálido. Esos sueños interminables conforman mi jardín secreto de adolescente.

»Descubro el placer, que siempre lo estimulan las imágenes de bolsas y cuerdas. Un día, para comprobarlo, paso a la acción. La atadura física. Pruebo concuerdas y con bramantes. Tanteos, placer, vergüenza. Para que funcione necesito primero atarme con fuerza y luego intentar liberarme. Sin embargo, hace falta también que después consiga soltarme. Simulo mi capullo (¿vientre materno?) con un mono de esquí, con unas botas de pescar pegadas a un traje de buzo, con un saco de dormir. Descubro las correas y los arneses de vela y de alpinismo. Basta con tirar de un cabo para que queden ajustados. Oprimen con firmeza, no hacen daño y no dejan señales, al contrario que las cuerdas. Me avergüenzo, me siento anormal. Recorto de los periódicos imágenes sugerentes. Un día, avergonzado y temblando de miedo, me atrevo a comprar mi primer par de esposas en una tienda de saldos norteamericanos. Decepción. Me duelen. Esos artilugios no están hechos para mí.

»Descubro que me fascinan las camisas de fuerza. Me confecciono una anudando a mi espalda las mangas demasiado largas de mi bata de estudiante de química. Efectúo numerosos ensayos. Si la aprieto demasiado, no consigo metérmela; si la aprieto poco, me libero con excesiva facilidad. Transpiro, me sube la fiebre. Finalmente, consigo ceñirme, inmovilizarme. Me debato. Siento un placer indescriptible. La camisa no me duele aunque la lleve durante horas. Sin embargo, me inmoviliza, me reduce al estado de objeto. Como tengo las piernas libres, puedo moverme por la habitación. Pero el no poder valerme de las manos me impide hacer cualquier cosa, abrir una puerta, o jugar con mi sexo, que está a punto de reventar. Esta semilibertad aún me frustra más. En cierta ocasión consigo ceñirme tanto que no logro liberarme. Horas de esfuerzos, de contorsiones, de sudores, de miedo a ser descubierto, de vergüenza, de placer, de sueños.

»Tengo veinte años. Un chico extranjero me pide que lo acompañe a un sex-shop. ¡Gran descubrimiento! Revistas de bondage. ¡Increíble! ¡No soy el único! Intento disimular mi nerviosismo. Tan pronto como me separo del chico, vuelvo al sex-shop y compro seis revistas. Me precipito a mi coche y me encierro allí para leerlas sin tener que regresar a casa. Mujeres atadas en todas las posiciones, retorcidas sobre sí mismas, en cruz encima de una cama, colgadas de sofisticados aparejos. Con cuerdas, con correas, con camisas de fuerza, con mordazas, con vendas, con capuchas. Anuncios de ventas de material. Las mujeres son guapas, sonríen, les gusta eso. Meses de masturbaciones extáticas. También de frustración: mis jueguecitos parecen muy mezquinos e imperfectos comparados con los de esas jóvenes espléndidas, con sus posiciones refinadas, con ese derroche de material.

»Cumplo veintidós años. Comienza mi vida de pareja. Me comporto con timidez; se trata de una relación tradicional, normal. Jamás me atreveré a hablar de mi secreto ni a contarle a una chica que me gustaría que me pusiera una camisa de fuerza y que jugara conmigo. Jamás me atreveré.

»Cumplo treinta y dos años. Mi mujer y nuestros hijos se han ido de vacaciones con la familia de ella. Estamos a finales de agosto, y me he quedado “de guardia” en la oficina. Me aburro. Me compro una guía del ocio. Descubro en las últimas páginas anuncios explícitos de dominadoras. ¡Qué vértigo! Auténtico bondage. ¡Estar atado sin poder escapar! ¿Y si eso terminara mal?… Sida, un accidente, chantaje, violación… Me decido a llamar a un teléfono, hecho un manojo de nervios, con una evasiva en la punta de la lengua. Una voz cálida y tranquilizadora habla de experiencias con noveles y de psicología. Todo cambia. Decido acudir. Está cerca de la oficina.

»El lugar es un poco sórdido. La mujer está muy maquillada, lleva antifaz. Se lo cuento todo: mis emociones de adolescente, mis fantasías, mis capullos, mi camisa de fuerza. Ella me habla de cuero, de látex, de azotainas, de consoladores. Le digo que estoy dispuesto a ponerme en sus manos. Me desnudo y bajo al sótano. Me coloca una camisa de fuerza de látex, la asegura con unas cuerdas, me inmoviliza por completo. Me amordaza, me venda los ojos. Sensación de impotencia. Y también de liberación. Vértigo provocado por lo desconocido. Estremecimiento ante el riesgo. Contacto, olor, calor del látex. Creo que ni siquiera intenté liberarme, pues no quería romper el encanto.

»Al día siguiente, con el hambre de veinte años de frustraciones acumuladas, en otra parte, empiezo con otra. Menuda inútil. Aburrida, me ata sin el menor cuidado y se instala ante el televisor. Me libero. Se lo digo. Eso la molesta. Me ata de nuevo y, para mayor seguridad, añade unas esposas. Sigue siendo en vano. De haberme iniciado así, con lo nervioso que estaba el día antes, no habría continuado con esto. El azar, la suerte.

»Me aficiono a escribir mensajes en el minitel. Me siento ante la pantalla en el despacho o en casa, cuando me quedo solo. Diálogos febriles, casi siempre engañosos. Un día, creo haber dado con alguien. Cita en un piso en los barrios altos. Era una aficionada. Pero su placer es sádico. Lo descubro cuando ya me resulta imposible gritar o mover el dedo meñique. Me quema y no ha entendido nada, las cuerdas me duelen. Yo si lo he entendido: necesito una persona que sepa escucharme.

»Un día me pongo en contacto con FRANÇOISE. Me da su número de teléfono. Encogido por la timidez y la vergüenza, como siempre, llamo. Me da una cita. Está en la otra punta de París. Descubro su gabinete. Nada que ver con los otros. Es bonito, casi fastuoso. Y los ojos negros de Françoise me atraviesan como si ella lo supiera todo de mi, igual que un profesor o un médico. No necesito explicárselo todo, confesar. Me abandono a ella. Nos descubrimos.

»Françoise me da a conocer material de primera calidad. Yo le regalo alguno para completar su amplio arsenal Lo mejor del mercado, fabricado en Londres por Fetters. Una bolsa de enclaustramiento, una especie de ataúd de lona con correas. Una camisa de fuerza confeccionada a medida. Barras de separación para tobillos y muñecas. Correas de hospital psiquiátrico.

»Françoise me trata como lo que soy, un adulto, no un niño. La vergüenza se ha desvanecido. Al contrario, pertenezco a una cofradía, la “sadomasoquista”, la de aquellos y aquellas que llevan hasta el final sus fantasías, sus pulsiones. Los desinhibidos. Por mediación de Françoise me pongo en contacto con las dominadoras de la Escena internacional, y las visito allí donde me llevan mis viajes de negocios. Se conocen entre si, se aprecian, se visitan y se intercambian contactos. Françoise no es celosa: está segura de su relación conmigo.

»Salvo con Françoise, siempre tengo que explicar mis deseos con detalle. Y soltar todo el rollo. Porque sólo así, aunque esté atado y amordazado, se cumplen mis verdaderas voluntades y mis fantasías. Una parte esencial del placer proviene de la impotencia real, de los imprevistos, de esa ansiedad que no tarda en convertirse en angustia. Con las demás, utilizo una contraseña verbal o gestual para decir “basta”. Con Françoise no hace falta: ella sabe, siente, adivina, impone.

»El sadomasoquismo es como conducir a alguien al borde de un acantilado, mostrarle el vacío, provocarle el vértigo más absoluto, pero sin dejarle caer. Las más sabias controlan a las mil maravillas este ejercicio de virtuosismo: Françoise, que lo domina a la perfección; Linda, que incluso sabe ir demasiado lejos; Mir, que prepara y organiza de antemano hasta los más mínimos detalles; Amazonia, que ignora mi deseo con la frialdad de una enfermera de hospital psiquiátrico.

»Para otras personas, el sadomasoquismo significa hacerse azotar, o humillar, o también vestirse de mujer. De la misma manera que yo no sé por qué en concreto el bondage me da placer, respeto la manera en que otros hallan su placer. Con tanta naturalidad como acepto el mío. Tendemos a pensar que los que no “juegan” como nosotros no han descubierto todas las formas de su placer. O las rechazan. Muchos de nosotros sentimos idéntico placer como dominantes que como sumisos. Como heterosexuales y como homosexuales. Más o menos al igual que sucedía en la Grecia antigua.

»Esta noche voy a casa de Françoise. Pasaré allí el fin de semana. Acudirá Linda. Ignoro lo que me harán, ¿estaré atado durante horas en una cama de hospital, con una camisa de fuerza, colgado de los tobillos, o aprisionado en una bolsa? ¿Tendré los ojos vendados, para no ver cómo sus manos se afanan a estimular o atormentar mi cuerpo, o los ojos abiertos, para frustrarme con la visión de sus cuerpos? Deseoso de verme liberado de mis ataduras y, a la vez, de permanecer atado con ellas para siempre.

»Algunos de mis conocidos, también masoquistas dominante-dominado, me sugieren que hable de ello con mi mujer: si me quiere, lo comprenderá y llegará, también ella, a encontrarlo placentero. Sin embargo, por una parte, la conozco demasiado; su gran pudor en todo lo relacionado con el sexo, su deseo de hacer el amor siempre a oscuras, su rubor por una broma un tanto atrevida… Por otra parte, me parece que no hay que mezclar la vida real con las fantasías. Una historia que llega a ser irresistible después de varias semanas de espera y frustración no puede ponerse en práctica con demasiada frecuencia. Entrar en el gabinete de Françoise para ser atado es una cosa. Y regresar de noche a casa, y que mi mujer me diga: “Desnúdate para que te coloque tu camisa de fuerza; después cenaremos y me contarás cómo te ha ido en la oficina”, es otra muy distinta. No, no tiene el mismo sabor.

»Yo amo a una sola mujer, mi esposa, aunque disfrute con Françoise y a los dos nos una un respeto recíproco y una absoluta complicidad: ni siquiera tengo la impresión de engañar a mi mujer. Mera y simplemente, me asumo tal como me ha hecho la naturaleza. Ya lo decía Lorenzo de Médicis: “Yo no peco por perversidad, sino por esa faceta de mi carácter que ama el placer”».