Mi primer esclavo

«Tú eres una dominadora, tus reacciones en la sesión de la otra noche no dejan la menor duda. Pásate un momento por mi casa».

Melancólica pero intrigada, regresé a casa del Mirón Reclutador. Él había entendido la ambigüedad de los dos personajes que desgarraban mi cuerpo. Creía que MARIANNE tenía que desaparecer y permitir que creciera FRANÇOISE. Sólo así recuperaría yo la paz.

Se ofreció a ayudarme. Después de teclear en el minitel[8], afluyeron las llamadas telefónicas. Escogí, al azar, al «Abogado». Casado, dos hijos. Aquel domingo de noviembre había pasado por su bufete, y llamaba desde allí. Deseaba verme. Nos citamos para el día siguiente, lunes, a las diez de la mañana.

En su piso de soltero, tiradas de cualquier manera, había una correa de perro y unas bragas de látex provistas de un consolador negro. Yo jamás había dominado a un hombre. Pero, en un abrir y cerrar de ojos, la perrita, dócil como había prometido, se vio ataviada con un collar y una correa.

Leí en sus ojos una turbación que yo jamás habla experimentado. Yo sentía, en consonancia con él, el mismo ardor. Le notaba dispuesto a todo. Y yo, con suma naturalidad, le ordené:

—¡La cara en el suelo! ¡Tu hocico de perra a la altura de mis tacones puntiagudos! ¡Sube a lo largo de la costura de mis medias, pero ojo, sin llegar al lugar sagrado! Ese lugar está prohibido para ti, esclavo. Ahora ¡sígueme! Te quiero dócil.

Su obediencia fue ejemplar. Yo tenía la impresión de no haber hecho otra cosa en toda mi vida. Entré en el cuarto de baño, donde el retrete atrajo mi mirada: estaba sucio.

—Ahí tienes el estropajo y el Ajax. ¿Has visto cómo está el váter? ¿Te crees que voy a soportar esto? ¡Frota! ¡Más fuerte! ¡Rasca! ¡Con las uñas, si es preciso! ¡Y si dejas el menor rastro de suciedad, lo lamerás con la lengua!

El Abogado, la gran estrella de los tribunales, erotizaba esta humillación para mi mayor placer. Me descalcé y le arrojé los zapatos a la cara, ordenándole:

—¡Toma mis zapatos! ¡Ve a buscar el betún! ¡No lo untes por todas partes, inútil! Lo repasarás con la lengua, y lamerás también las suelas, que han pisado la acera. ¡Métete en la boca el tacón, como si fuera una polla! —Después me puse las bragas de látex—. ¡A cuatro patas! ¡Date prisa! ¡Cómo las cachondas de tu raza! Voy a montarte como una buena perra.

El prestigioso abogado, tratado como una puta, fue ensartado y azotado como una ramera.

No sé por qué, me inspiró tanta confianza que le di mi teléfono privado. Por la tarde, después de la media jornada del lunes en mi tienda, al llegar a casa descubrí que había utilizado la totalidad de la cinta de mi contestador:

«Ama, quiero pertenecerle, quiero ser su perra en celo, dócil y obediente, enciérreme en una bonita jaula a sus pies. Ama, lléveme con usted a su universo, castígueme, quiero que me deje marcado con sus uñas, llevar en los testículos anillos con sus iniciales. Quiero perderme en usted. ¡Llámeme! ¡Llámeme! Yo jamás me atreveré a hacerlo, porque sé que sus hijos están ahí».

Me sentí tan asombrada como seducida. ¡Me costaba aceptar que era el ama de aquel hombre distinguido e inteligente, y verle, como un esclavo, a mis pies! Cuando le llamé, al día siguiente, le noté loco de excitación. Oí que en su despacho sonaban todas las líneas de teléfono, y que la secretaria entraba y salía, todo en vano. Indiferente a ese alboroto, me hablaba tranquilamente y mostraba sin tapujos su deseo de pertenencia. Llevaba mucho tiempo buscando a alguien como yo. ¡Soñaba con un ama sadomasoquista! Sólo le oía estas palabras: «marcados», «jaula», «anillos».

Era todo un señor, no divorciado, buen padre de familia, respetado por todo el mundo.

Lo que más le gustaba al Abogado era el exhibicionismo, y, al igual que yo, amaba el peligro. Un día decidí sacarle de su bufete con la correa, atada al collar que le ceñía los testículos.

—¡Te quiero sometido y tembloroso delante de mí! ¡Voy a dominarte delante de tu secretaría! Con algunas frases muy insinuantes, le provocaré turbación y asombro, y luego, ya verás, se producirá un silencio glacial. Mi mirada severa te recordará que debes incrementar tus movimientos de rotación sobre tu butaca de picapleitos para que el consolador que te he metido en el culo te penetre más profundamente. Juntos y cómplices los dos, seremos los mirones del desconcierto de tu secretaria. Ya sabes que no tienes más remedio que salir así de tu despacho: ¡enjaezado con un consolador en el ojete y un collar de pinchos en los cojones, y arrastrado de la correa por la calle!

Imagino esa escena, la impongo, y me excita. Conmovida, veo que me sigue por la calle, también excitado.

Sí, camina atado de una correa en pleno centro de París, justo donde todos sus conocidos pueden verle. Donde suele citarse con su socio. Allí donde piensa que pueden reconocerle, experimenta la mayor excitación. Con esa alocada exhibición, al pie de su bufete, se juega su prestigio social y su futuro. Para vivir su masoquismo, crea una «situación fatal y desgarradora». Y él erotiza esa situación.

«En todos estos casos, no cabe duda de que el hombre humillado de diferentes maneras obtiene una especie de “beneficio secundario” típicamente masoquista. Eso no impide que Masoch presente gran parte de su obra bajo un aspecto rosa, justificando el masoquismo por los motivos más diversos o por las exigencias de situaciones fatales y desgarradoras»[9]. Deleuze evoca «el suspense estético y dramático que hay en Masoch».

Cuando llegamos al aparcamiento, le ordeno:

—Quítate la ropa. Te quiero perra, hembra, buscona. Voy a maquillarte; ponte la peluca y los botines.

Llevaba ya ropa interior femenina, y, desde la mañana, la cintura estrangulada por un rígido corsé.

—Caminarás al ritmo de mis palabras. Vamos, contonéate. ¿Cómo quieres que te prostituya y saque partido de tu culo de marrana si no te esmeras? Una puta debe moverse con elegancia. Si no sirves para la Avenue Foch, irás a Barbès.

La puta tiembla, pero está orgullosa de haberse atrevido. Tiene ganas de busconear, lo hará. De repente le invade el miedo. Cree que le han reconocido. Le pongo unas gafas oscuras. Nos vamos.

El teatro no es la realidad, y no se trata de quebrantar a un individuo, ni psicológica ni físicamente. Al contrario, hay que jugar al mal para no hacerlo.

Llevará durante días un liguero y unas medias mías debajo de sus ropas masculinas. Igual que un perro, husmeará mi olor. Sólo se cambiará de medias cuando yo le proporcione otras. Llevará mis bragas y, en el ano, un huevo de plomo que pesa un kilo, forrado de cromo, con mis iniciales grabadas. Me ayudará a instalar mi gabinete[10], situado en el sótano de un barrio elegante. Otros esclavos confeccionarán los accesorios. En nuestras sesiones, exigirá cada vez mayor violencia. Desobedecerá mis órdenes. Confesará a su mujer que las marcas de latigazos provienen de una única dominadora.

Cometí un error irremediable en el que no debe caer ninguna dominadora: me enamoré de mi esclavo. A MARIANNE debió de seducirle su aspecto tranquilo, relajante y protector.

Él amaba profundamente a sus hijos. Yo tenía la impresión de que los míos habían carecido de ese amor paterno. Y eso me alteró. Sus pulsiones seguían siendo muy fuertes. Yo sabía que él necesitaba creer que, por un momento, se perdía por mí.

En los restaurantes parisienses, le arrebataba la carta de las manos, y él disfrutaba con la mirada del camarero. Yo pedía en su lugar y ordenaba al camarero que pusiera los huesos y la grasa en el plato del perro que estaba sentado delante de mí. Al final le quitaba el postre, tachándole de glotona. La cadena, que podía verse encima de la mesa, iba fijada a sus cojones. Llevaba pinzas en los senos y un consolador en el culo.

Fueron momentos inolvidables.

Lo vi cada vez menos. Una mañana me despertaron las amenazas de su mujer. Yo quería ayudarla, pero ella jamás me dejó hablar. Más adelante supe que, en contra de mis deseos, regresaba a su casa vestido con corsé y medias negras. Pensé durante largo tiempo que no por azar su mujer había encontrado ciertos teléfonos:

Françoise, alias

Domicilio:…

Tienda:…

Gabinete:…

Hacía mucho que nuestra relación se había terminado cuando un día, por casualidad, me encontré a su mujer. Tenía el rostro demacrado por las noches de espera y de angustia. Resultó que el Abogado utilizaba su relación conmigo para camuflar otra, más amenazadora para su matrimonio, con una mujer muy joven, a causa de la cual acabó por divorciarse. Él se figuraba que mantener una aventura con una dominadora objeto parecería, a ojos de su esposa, mucho menos grave que su relación con esa joven. Sin duda me había utilizado como coartada de todas sus salidas nocturnas.

Yo había creído que decidió romper conmigo por miedo a caer en la hipnosis de la esclavitud. No tardé en descubrir que estaba ávido de conquistas, que jamás se conformaría con ser el esclavo de una sola ama ni el amante de una sola mujer. Esta experiencia me enseñó a no confundir el amor con sus juegos. Me enseñó a entender que, en ese tipo de relaciones, una dominadora podía amar, pero jamás depender de ese amor.

La dominadora es el personaje clave de la fantasía del hombre masoquista. Hombre con frecuencia fuerte e inteligente, adorará y sublimará a su dominadora, pero, al mismo tiempo, le guiará un único objetivo: derribarla de su pedestal. Pues los masoquistas son a menudo machistas.

«¿Debemos deducir de ello que el lenguaje de Masoch también es paradójico, porque las victimas hablan a su vez como el verdugo que son para si mismas y con la hipocresía propia del verdugo?»[11]. Sí, y el masoquismo del Abogado se correspondía exactamente con el aludido por Masoch.

La mujer del Abogado no tenía talonario de cheques ni tarjetas de crédito, sólo percibía una cantidad en metálico cada semana. ¿Canal Plus? No hacía falta, los programas de las cadenas tradicionales bastaban. Mientras comían apagaban la tele.

Nuestro Abogado masoquista fue el único que consiguió convertirme en perra de mi esclavo. Aprendí bien la lección. Al igual que a mi primer amo, nunca olvidaré a mi primer masoquista.

A propósito de las etapas que Elisabeth Badinter propone para el «hombre reconciliado» en su libro X & Y[12], sugiero que a su operación biberón le siga una operación sexo, una operación liguero, una operación puta.

Al preferir la complicidad de un ama a los divanes de los psicoanalistas, ese tipo de hombres permite que se desarrolle en ellos su instinto femenino. A solas, o con la complicidad de una mujer dominadora, se identificará con la mujer. Estoy convencida de que ese hombre escapa al trastorno de identidad masculina a que alude Elisabeth Badinter. Ha terminado con los tabúes milenarios. Es un padre responsable, un hombre que lo asume todo con equilibrio y lealtad. Lo conozco bien, se lo cuenta todo a su confesora —quien no le traicionará—, habla, necesita hablar; ese hombre es muy antiguo.

¿Se trata acaso del «hombre reconciliado»?