Un domingo de otoño, por la mañana. Yo tenía doce años y medio. Mi padre, en lugar de vestirse, se dedicaba a hacer tonterías. Sor Louise me había abofeteado, cosa que ella no admitía, porque yo no había querido ir a misa.
Los domingos por la mañana, mi padre me acompañaba hasta la casa de un profesor de inglés. Eran las diez y media y, si no nos apresurábamos, llegaría tarde a clase. Yo le oía reír a carcajadas. Impaciente, protesté, y me contestó que yo era la mujer de su vida. Yo, a mi vez, lo adoraba como a un ídolo y pensaba, como todas las chiquillas a esa edad: «Papá, jamás te abandonaré, ¡jamás, jamás!». Recuerdo ahora las fotos en las que él aparecía besándome, acunándome. Nos unía un gran amor.
Decidí irme sola a clase. De regreso a casa, mamá me dijo que me quedara en mi cuarto. Mi padre había sufrido un ataque. Permanecí de pie largo rato, junto a la ventana. Tenía el corazón encogido. Sabía que iba a morir; estaba segura. Cinco años antes, mi abuela materna se había desvanecido delante de mí; mientras salí a buscar ayuda, comprendí que todo había terminado.
Yo ya no podía dejar de llorar: acudió un médico, y después otro. Se lo llevaron al hospital. Le vi de nuevo el martes, hacia las seis de la tarde, intubado por todas partes. Tras abrazarme, pidió que me sacaran de allí: no quería que le viera en ese estado. Mamá me dijo que lo besara muy fuerte.
Mi madre era una mujer rigurosa, muy nerviosa, y sobre todo muy autoritaria. Padecía diabetes; por entonces ya estaba bastante enferma.
A la mañana siguiente, mamá no vino a despertarme. Una de sus amigas me dijo que me vistiera con prendas oscuras y que esperara. Después entró mamá y pronunció cuatro palabras: «Tu padre ha muerto». Perdí el conocimiento.
Mandaron hacerme un vestido de terciopelo negro con cuello blanco. Vivíamos en el sur de Francia, pero fue en el cementerio Montmartre donde por vez primera vi deslizarse un ataúd de madera de roble bajo la tierra. Yo estaba destrozada.