Los soldados del sexo

Entre los locos del sexo, descubiertos a través del minitel, yo destacaría a dos: «el Vikingo» y «Arnaud». Sin duda hubo más. Pero estos dos reunían a la vez la perversión y la potencia sexual.

Eran guapos e inteligentes. El Vikingo tenía un carácter corrosivo. Médico de profesión, se desvivía por los enfermos de sida. Arnaud era actor. Ambos inspiraban ternura; en suma, unos hombres-niños.

El Vikingo me había dicho por teléfono:

—Usted es la primera. Le suplico que no me despache deprisa y corriendo. Quiero vivirlo plenamente. Si no, me sentiré muy decepcionado. Ama, dígame que se ocupará de mí mucho rato.

Siempre recordaré la primera vez que le vi. Me quedé petrificada. Parecía frisar en los veinticinco años, tenía los cabellos rubios, largos, casi blancos, muy finos, una boca grande y dientes deslumbrantes. No tardé en descubrir un sexo digno de ser exhibido en los circos. Me quedé estupefacta.

Al llegar, se expresó como un chiquillo:

—Me aterraba perder el tren. Al salir del hospital, le he dicho a mi jefe: «He de irme a toda prisa; tengo una cita en París, con mi dominadora, para que me parta la cara». El jefe se ha echado a reír. No me ha creído.

Era sábado, mis hijos estaban con su padre. Tuve con el Vikingo una sesión poco corriente que se prolongó más de tres horas. Después comenzó a hacerme el amor. No nos separamos desde las ocho de la tarde hasta las dos de la tarde del día siguiente.

Nos vimos varias veces. Tierno cómplice, me escribía en el minitel: «Françoise, no tienes por qué preocuparte, el día que tengas ganas de echar un buen polvo, me avisas un poco antes. Te vienes a Montpellier, y nos regalamos con una sesión “sadomaso” y nuestras cuarenta y ocho horas de sexo sin descanso».

Arnaud también me trae recuerdos turbadores. Yo lo había travestido.

Los dos eran perversos y abiertos a los vicios más variados, pero aún más sorprendentes eran su sensualidad y su vigor sexual. De modo que practiqué el amor incestuoso tanto con Arnaud como con el Vikingo.

Mes de agosto, París desierto. Ninguna responsabilidad. La mamá de Arnaud (en fin, su mujer) se había ido con sus hijos de vacaciones. Yo también estaba sola en París. Mientras Arnaud me acompañaba hasta mi casa, me dijo:

—Ama, qué horror tener que volver a casa, a una cama vacía, sin ternura, sin calor humano.

—De acuerdo, sube, pero te advierto que tengo que dormir, nada de follar toda la noche.

Todo fue inútil. Durante quince días, Arnaud prácticamente no me abandonó. De noche, yo lo travestía. Él hacía de camarera. Su encanto y sus artes de comediante le volvían irresistible.

De regreso a casa, se establecían unas relaciones carnales entre el hombre-niño y la madre que yo significaba para él.