Montparnasse. «Ella» dibujaba y yo trabajaba de noche en la discoteca. Solíamos compartir nuestros amantes.
Cierto día acudió a verme un cliente homosexual.
—Mira a mi amante, ¿qué te parece?
Me di la vuelta.
—Guapo, realmente muy guapo. Y debajo del pantalón, ¿qué tal?
—Como un brazo de niño, querida. Vamos, sé buena, haz el amor con él.
—¿Me tomas el pelo? —No, te lo digo en serio. Me habla continuamente de ti, está loco por ti, y eso me hace sufrir. Estoy convencido de que si haces el amor con él, se le pasará. Vamos, dime que sí, te lo pido como un favor… más bien agradable, ¿no?
La propuesta me sorprendió. Yo mantenía buenas relaciones con los homosexuales, y me gustaban porque me parecían refinados. Pero sólo sentía hacia ellos una atracción intelectual.
El alcahuete insistió e insistió. «La Puta» era guapo y tórrido. Una noche acabé por ceder. Fue inolvidable.
Hacia las cinco de la tarde del día siguiente recibí cien rosas. Era un regalo desproporcionado. Más adelante, la Puta obligó a sus admiradores, y Dios sabe los muchos que tenía, a regalarle botellas. Yo le miraba, impresionada. «Este whisky es para ti», decía, «véndetelo». La Puta se había convertido en pupila de una futura ama. Yo le daba órdenes.
Como el alcahuete despidió a la Puta, accedí a que esta última se quedara en mi casa unos días.
Yo era ya muy cerebral, y las actitudes simplistas de la Puta me dejaban sexualmente fría. Cuando regresábamos juntos a casa, en el ascensor él me preguntaba en qué cama dormiría. Y cada vez con mayor frecuencia yo le contestaba: «En el sofá». Lloraba desconsolado.
Desaparecía por la tarde y volvía después de haber hecho unas compras desorbitadas. No quería resultarme gravoso. Me dejaba dinero debajo de la almohada. «Para pagar el alquiler y la electricidad», decía. No tardamos en comprobar que hacía realmente de puta. «Ella» y yo nos habíamos convertido en proxenetas involuntarios. A mí me parecía peligroso. Amenazaba con suicidarse si nosotras le abandonábamos, ya que yo se lo había ofrecido a «Ella», evidentemente.
Decidí terminar de una vez. Pero he aquí que a mi pequeña compañera le encantaba su juguete. El infantilismo de la Puta no parecía molestarle. Sexualmente, era el no va más. «Ella» quería seguir disfrutando de él cierto tiempo.
La Puta no había entendido nuestra complicidad. En pocas horas yo me convertí en una arpía, y «Ella», en una diosa. Se iba de compras y volvía con todo lo que a «Ella» le gustaba. Incluso se abstenía de comer para ahorrar, según decía. Un día llegó con un pantalón nuevo: «Me he comprado estos pantalones porque no os doy suficiente dinero: además de hacer la calle, quiero posar para que me saquen fotos».
No pude soportar esta situación, totalmente dirigida por el masoquismo de la Puta. Se marchó. «Ella» dejó ir a su juguete, no sin gran pesar.
Después sobrevino la muerte de mi madre, y la necesidad de ser madre a mi vez.