La Madre con Cojones

Tras la muerte de mi abuelo, mi abuela paterna vino a vivir al sur de Francia, como nosotros. Compró una casa en una estación termal, a treinta kilómetros de la ciudad donde residíamos. Era una mujer muy delgada, morena, como yo, que medía un metro setenta y siete. Su cara, demacrada, traslucía una sorprendente severidad e inteligencia. Era hija natural.

Su madre había trabajado de bordadora en una familia judía, y esta había protegido y dado una educación a su hi a. Mi abuela debía su bagaje intelectual a ese clan cuyo nombre reluce en el firmamento de las grandes familias de las finanzas internacionales.

Acumular en aquella época tantos títulos universitarios era algo poco corriente. Consideraba a sus parientes unos miserables e incultos descreídos. Altiva, orgullosa, despectiva, odiaba profundamente a mi madre, aunque la respetara. La tenía por una intrigante, y, evidentemente, yo sólo era el resultado inmundo de una diabólica boda desigual. No, yo no era su nieta.

Mi abuela martirizaba a mi abuelo. Le prohibía fumar. Cada vez que le sorprendía, él se metía el cigarrillo en el bolsillo del pantalón. En una ocasión, sufrió serias quemaduras.

Yo había bautizado a esa abuela «la Madre con Cojones». La detestaba. Ella me llamaba «pequeña estúpida». Odiaba relacionarse con los vecinos. Yo le había oído tratar a su vecina de «escoria de bidé», de «hez de la humanidad».

El único vecino por el que sentía aprecio era un viejo médico con un pasado mítico. Había conocido bien el mundillo del espectáculo de su época. Su destino, sin embargo, quiso abrumarle con desgracias. Su hija había sido atropellada en Montecarlo por el coche de Isadora Duncan, y, como consecuencia de la tragedia, su mujer murió loca. Había ocupado el puesto de médico responsable del Casino de Montecarlo.

Asistía de balde a los pobres. Era sucio hasta la repugnancia, y llevaba los pantalones perdidos de lamparones de orina. Vivía rodeado de más de veinte gatos y de montones de inmundicias. Mi abuela, una mujer limpia, ordenada y meticulosa, se empeñaba en no ver nada de todo eso. Imponía al médico en las comidas familiares. Nadie protestaba, ni siquiera mi madre.

En cierta ocasión estalló una discusión en esa pareja heteróclita, y mi abuela se humilló para recuperar la complicidad de aquel hombre. Cuando él pasaba ante la casa, ella le llamaba, agitada y estremecida. Alzaba él entonces su sombrero y la saludaba respetuosamente, diciendo: «Buenos días, señooooora», y proseguía su camino sin detenerse. La situación duró el tiempo suficiente para sacar a mi abuela de sus casillas. Y decidió ser menos arrogante con el honorable anciano. ¿Cuál fue la naturaleza exacta de sus relaciones? Toda la familia sentía curiosidad por saberlo.

Esta abuela, tan dura y malvada, murió de pena poco después de la muerte de mi padre, su hijo. Yo no me había dado cuenta de cuánto le había querido ella, pese a la decepción que había sufrido al verle casarse con mi madre. Es muy probable que mi abuela y yo perdiéramos la oportunidad de trabar una gran amistad. Analicé los puntos que ella tenía en común con mi padre, con mi tía, conmigo. Me sentí terriblemente alterada al comprobar cuán poco sabía de ella. Su severidad y frialdad ocultaban sin duda un corazón sensible.