La Hermana Sádica

La madre Eugène Manuelle de Saint-Pierre lloró conmigo y me tornó bajo su protección. Otra religiosa, «la Hermana Sádica», me dijo que tenía mucha suerte: dado que mi padre había muerto el día de la Inmaculada Concepción, sin duda la Virgen había intercedido ante Dios por la remisión de sus pecados. Dios, en su infinita bondad, me ofrecía la oportunidad de sufrir para llegar a ser mejor.

La Hermana Sádica entregaba las notas una vez por semana. Yo ya no podía más. Tenía que resistir, convertirme en una mujer. La hermana estaba nerviosa, pero no desperdiciaba la ocasión de «sadizarme» hasta que aquella Cosa que estaba en mí se sometía y yo prorrumpía en sollozos. Entonces se alejaba con una sonrisa en la comisura de los labios.

Proseguí mis estudios en el colegio de monjas, y tuvieron que practicarme varias operaciones en una pierna tonta. Caminaba con muletas. Así que pedí entrar como alumna interna, porque los desplazamientos me agotaban. Mi rendimiento escolar disminuyó, y la Sádica se encarnizaba conmigo. No era yo la única en sufrir la brutalidad de esa mujerona vulgar; abofeteaba al voleo a tres criaturas cuyos padres, que vivían en Vietnam, la habían autorizado a aplicar eventuales castigos corporales en caso de indisciplina.

La violencia incontrolada de la Sádica no hacía mella alguna en la conducta de las tres pequeñas euroasiáticas, más bien al contrario. En lugar de ir a los lavabos como todo el mundo, ponían sus excrementos en un papel y los metían en la cama de la Sádica. Varias veces repitieron esta hazaña. La Sádica se volvía loca, y, pese a los castigos colectivos, nunca nadie las traicionó. La ley del silencio imperaba entre las internas.

Un día encontré en mi plato un pedazo de carne que apestaba y, discretamente, lo envolví en mi pañuelo para arrojarlo después en el jardín. Acababa de tirarlo cuando me di la vuelta. Ella estaba detrás de mí. Me obligó a recoger aquella porquería, que yo había tirado detrás de los arbustos, y me llevó al refectorio, donde tuve que permanecer hasta la noche. La bruja pretendía hacerme tragar esa carroña. Yo era incapaz de comerme aquello. Agotada, me dejó para irse a dormir.

A la mañana siguiente, me puso de nuevo en el plato el pedazo de carne. Pero fue ella la que reventó, por la tarde. Jamás lo olvidaré. Gracias, «padre» Marie-Elisabeth. Queriendo doblegarme, someterme a vuestra ley, me ha convertido en una defensora acérrima de las libertades.

En los dormitorios, las camas, todas provistas de dosel, estaban alineadas. Éramos una veintena por dormitorio, y en cada uno de ellos vigilaba una monja. Mi vecina más próxima era ninfómana, pero yo todavía no acababa de comprender qué era eso. La observaba cómo, sentada sobre su cama, se acariciaba. Yo estaba asombrada. Tenía dos años más que yo y me repetía: «Tú no puedes entenderlo…, tú no puedes entenderlo». Lo que me contaba sobre sus emociones me parecía muy nebuloso. En mis momentos de ensueño, el látigo ocupaba un lugar más importante que el sexo. Un día me contó, entre risas, que una monja venía a tocarla por la noche. Yo sabía que era falso, Poco tiempo después, todas las internas habían recibido la atrevida visita nocturna de dicha religiosa.