La Facha

A las ocho de la mañana, «la Facha» repiqueteó en mi puerta:

—Me he enterado de que se ha quejado usted de mí ante el presidente de la Comunidad de Vecinos. ¡Según dicen, me dedico a abrir sus cartas! ¡Su correo desaparece! ¡Llegan fotocopias a la casa de su exmarido! En fin, sepa usted que he decidido no pasarle nunca más el correo por debajo de la puerta, sino entregárselo de buena mañana, a las ocho, en mano.

(La muy cerda sabía que me levantaba tarde, y pretendía fastidiarme).

—No quiero que me molesten, le ruego que no cambie sus costumbres.

—Por otra parte, le informo que tiene a todos los vecinos escandalizados por sus gritos de la pasada noche. Su comportamiento es indecente. Haga el favor también de engrasar el somier de su cama. Si no, pondremos una demanda y avisaremos al administrador. En los veinte años que llevo aquí de portera, nadie ha visto una cosa igual.

J. P. y yo habíamos llegado a esa casa en plena tragedia del divorcio. La portera me había tendido la mano. Me llamaba a la puerta para despertarme, me subía el correo, tomaba un café conmigo. Me hablaba de su vida familiar, de su marido, violento y dado a la bebida. De noche iba a servir cenas al distrito XVI y además hacia chapuzas. Sus hijos eran buenos estudiantes, y ella les obligaba a hablarle de usted. En fin, emigrada, inteligente y facha.

Un día, animada por mis amigos François y Justine, y por el equipo de Dechavanne, accedí a ir al programa Ciel, mon mardi.

De manera excepcional, el programa había sido grabado. Al día siguiente de la emisión en diferido, cuando cruzaba el pasillo del edificio, la Facha, mientras fregaba el suelo con una bayeta, murmuró sin alzar la cabeza:

—¿Anoche salió usted en la tele?

Puse cara de asombro.

—Está usted de broma, ¡si fui a pedirle un poco de aceite que necesitaba!

—Si, pero ayer, en el programa de Dechavanne, había una mujer detrás de un biombo. Tenía su voz y su perfil —insistió, sin dejar de fregar el suelo y con los ojos fijos en la bayeta.

—¡Simple coincidencia! ¿Y de qué trataba?

—De sadomasoquismo.

—¡Vaya! ¿Y usted lo vio? Me pregunto por qué no cambió de canal.

—Los demás querían verlo.

—¡Bueno! En cualquier caso, no era yo.

Más adelante, la Facha cambió de chaqueta: trabajaba para Circe. Con ese programa de televisión como arma, Circe creyó que podía conseguir que me retiraran la custodia de mi hija pequeña.

Llega el verano, escribo con la ventana abierta. Todos los días, desde mi habitación, oigo cómo el alcohólico marido de la Facha la insulta. A veces los muebles se tambalean: le está dando una paliza.

—¡Foca! ¡Marrana! ¡Hija de puta! ¡Voy a partirte la cara!

Sin embargo, no bien el hombre abandona el domicilio conyugal, la Facha se dirige a la iglesia del Sacré-Coeur. Sube los escalones uno a uno, de rodillas, y sangra rezando a Dios.