Ahí estaba, con la cabeza pegada al suelo, en la posición que los hombres quizá jamás hubieran abandonado si la Biblia o el Corán no se hubieran entrometido.
Poco tiempo después me dijo:
—Françoise, oigo hablar mucho de usted, de sus cualidades de dominadora, de su equipo y de su sótano. La sesión de aquel día fue accidental. Ahora me gustaría visitarle con mi sumisa.
—De acuerdo…
Ese hombre se hacía llamar «Amo Estrella» o «Bernard M.». Tenía alrededor de sesenta años y llevaba gruesas gafas de miope. El vientre le caía sobre el sexo, y la polla era puro pellejo.
Apareció un día con una joven sujeta de una correa. Cuando, ya en mi gabinete, la ató, estuve a punto de interrumpir la sesión: yo no sabía si ella gritaba de placer, de angustia o de repugnancia.
De repente, el hombre se puso a gatas y ordenó:
¡Lámeme el culo, el ojete del vientre! Ella le obedeció y hundió la lengua en el culo de la bola de sebo. ¡Era vomitivo!
—Ahora métete mi polla en tu agujero podrido de puerca.
Introdujo su polla inmunda en la boca de la joven. Eyaculó un esperma putrefacto y la abofeteó para estar seguro de que se la tragaría.
Volvió regularmente.
—¿Sabe, Françoise? —se vanagloriaba—, las tengo a todas encandiladas. Estoy desbordado por tantas demandas.
Una vez llegó con una joven deslumbrante. Una amiga, extrañadísima, me comentó: «¡A un cerdo como él, eso debe de costarle una fortuna!». Jamás llegué a averiguar la verdad. Después se especializó en la instrucción de parejas.
En otra ocasión la Cerda me telefoneó excitadísimo para decirme:
—Françoise, he encontrado a una mujer en el minitel que se ofrece para escenificar una historia increíblemente excitante. Por favor, colabore conmigo en esta escenificación.
—De acuerdo, ¿por qué no?
—La mujer ha aceptado representar la historia de la compra del esclavo.
—¿Quién hace de esclavo?
—¡Yo, naturalmente! Usted no tendrá más que cogerme dos mil francos de mi chaqueta y entregárselos a ella con discreción. Confío en que siga usted las reglas del juego. Ella me examinará y regateará mi valor. Cuando llegue, yo estaré en su jaula. El precio inicial está fijado en tres mil francos. La mujer regateará y usted cederá hasta dejarme por dos mil francos. Ya está todo acordado.
—¿Cómo es ella?
—No la he visto nunca, pero dice que no está mal —Y colgó.
Llegó muy excitado. Lo encerré en la jaula. Encadenado por todas partes, los tobillos aprisionados en grilletes de hierro, quedó listo para la representación.
¡Qué comience la obra! ¡Trompetas!
Abro la puerta. ¡Y aparece la «Señora Lucienne»! Vaya, una auténtica vamp: se ha puesto un traje de chaqueta estampado a flores y combinación opaca, de color marrón. Lleva unos calcetines de media, que le llegan a las rodillas, sujetos por unas ligas blancas.
Es mediodía. Estaba haciendo la compra. Por todo equipaje, una vulgar cesta. Pelo corto, entrecano, pañuelo en la cabeza; le faltan la mitad de los dientes; la Señora Lucienne aparenta unos sesenta y cinco años.
—Vamos a ver, ¿dónde está el esclavo?
Frotándose groseramente el pulgar agrietado y el índice, la Señora Lucienne me recuerda que tengo que pagarle. Le doy el dinero. La Señora Lucienne estruja ahora los cuatro billetes en el puño cerrado.
—¡Pero qué feo y asqueroso es! ¡Dan ganas de vomitar! ¡No hay quien se lo folle!
—Si, pero chupa muy bien el coño. Y cuando se lo chupe, usted no tendrá más que cerrar los ojos.
—Para eso, mejor un perro: come menos y ocupa menos espacio. ¡Uf, qué gordo está! ¡Y debe de tragar como un cerdo!
—Mire, puede hacer la compra, trabajos de secretaria, servirle de chófer, de criado…
—¡Ya! ¡Pero no al precio que me ha dicho!
—¿Qué Precio?
—¡Dos mil!
—Habíamos hablado de tres mil, pero si no le parece bien, por dos mil es suyo. Y ahora pruébelo, le lamerá sin descanso.
—¡Sal de esta jaula, basura! ¡Veamos de qué eres capaz!
La Señora Lucienne ya se había quitado la falda y bajado las bragas de algodón blanco desteñido. Separó los muslos, deformes y llenos de varices. Dirigí la boca de Bernard hacia el viscoso sexo de la Señora Lucienne.
Durante veinte minutos por lo menos, provista de una fusta ensangrentada, obligué a esa bola de sebo a lamer y follar a la Señora Lucienne.
—Ama, su esclavo es un inútil: ¡no lame en el sitio adecuado!
Y Bernard, el esclavo lamedor, recibía cada vez un garrotazo en el culo. Después pedí a Lucienne que se pusiera a cuatro patas para que Bernard le lamiera su viejo y asqueroso culo.
Después de un orgasmo, la Señora Lucienne se levantó y aseguró que «la Cerda» era el peor polvo de toda su carrera de ninfómana.
—¡No compro al esclavo! —concluyó.
Y se fue con los dos mil francos en el bolsillo.