La azotaina

Un día de crudo invierno, mamá se hallaba en Paris. Yo no había ido al colegio. Tenía unos trece años, había transcurrido un año desde la muerte de mi padre, y por lo menos dos desde la escena del armario.

A pesar de que tenía fiebre, me levanté y me puse a caminar por las baldosas heladas. Albert, el amigo de mi madre, me miraba.

—¡Rápido, métete en la cama!

Albert desbordaba sensualidad, y me turbaban sus gestos perversos. Cuanto más me pedía él que obedeciera, más desobedecía yo. Albert estalló, y recibí, nalgas al aire, la mejor azotaina de mi vida.

A la mañana siguiente, la imagen de mis nalgas marcadas me trasformaron en lo más íntimo. Los días siguientes, me volví insoportable para que Albert me castigara de nuevo.

—Mira, mira, otra vez. ¡Vamos, castígame!

Albert, que había entendido el juego, consideraba la situación de lo más delicado, y, evidentemente, se negaba a seguirme la corriente, pues su mujer estaba con nosotros.

—No lo hagas, Albert, esta criatura está «en celo» —dijo ella.