Juliette

«Hablarles de mi masoquismo es hablarles de los recuerdos de bulimia alternados con periodos de anorexia en los que me excedía, modificaba y afeaba mi cuerpo a mi capricho, sufría en mi mente tanto como en mi culo, y después esos goces exquisitos que experimentaba al dar a luz, dolores de parto intensos, desgarramientos sublimes y estallido cerebral; el ginecólogo, presa del pánico, me decía: “¡Pero usted es masoquista!”.

»No hace mucho sentí la necesidad de flirtear con la muerte: alcohol acompañado de fuertes barbitúricos para participar en una sesión de ruleta rusa, y reaparición, al cabo de treinta horas de coma, decepcionada por no haber sufrido y sentirme muy bien.

»Leí a Sade a los quince años. Yo era Justine; lo acataba todo, siempre en busca de las torturas más crueles: el progreso ha favorecido esta búsqueda desenfrenada de sufrimientos. Me faltaba encontrar a mi verdugo. Descubrí el minitel, en concreto una mensajería sadomaso en la que por fin podía mostrar abiertamente mi extraña sexualidad sin temor a ser juzgada.

»Vivo en una gran ciudad del sudoeste, disfruto de una situación más que respetable en el terreno de la paramedicina, me dedico a los niños “con problemas”, y por la noche necesito desahogarme.

»En esa época pasaba veladas enteras con dicha mensajería y, después de mucho buscar, y de un encuentro decepcionante, descubrí un día, carteándome en el minitel, a un hombre excepcional. No tardamos en hablamos por teléfono. ¡Yo estaba deslumbrada! Ese hombre era el Diablo en persona. Enseguida me subyugó. El Diablo con la voz de Dios. Más de una vez imaginé que, si Dios tuviera que dirigirse a mí, lo haría con su voz.

»Congeniamos de inmediato. Nada sabía de él, yo utilizaba un nombre falso, y él no me había dado su número de teléfono; también ignoraba dónde vivía. Él me daría órdenes y yo obedecería.

»Comenzamos con mucha suavidad. Con cera caliente. La cera se deslizaba por mis senos, a lo largo de mi espalda. Me ordenaba que me aplicara la cera en las partes más íntimas. Yo sufría y me corría; le obedecía. Había encontrado al fin a mi amo, a mi verdugo. Este era cada vez más exigente, y sólo la esperanza en un futuro encuentro con él me daba fuerzas para seguir viviendo.

»Pasábamos dos o tres horas al teléfono. Me ordenaba que me flagelara. Yo ponía en ello todo mi ardor, todo mi ímpetu. Mi cuerpo se llenó de magulladuras, de morados, de venas reventadas; mis senos estaban tirantes y doloridos. Era feliz. Después colgaba y volvía a sentirme sola, angustiada, frustrada.

»Me despreciaba a mí misma, me sentía sucia, pero le necesitaba. Era mi droga, mi razón de vivir. La pasión me devoraba. Todo cuanto buscaba era él. Y él mandaba sin alzar jamás la voz; yo era su objeto, su juguete, su marioneta. ¡Parece imposible tirar de los hilos a seiscientos kilómetros de distancia! Pero yo estaba sola, desesperadamente sola. Me sentí una basura, una perra sarnosa y lúbrica, y me hundí de nuevo.

»Él tenía un lado vulnerable que me enternecía. Yo, a mi vez, necesitaba ser consolada, tranquilizada. ¡Pues él no lo hacía jamás! A veces podía tenerme varios días, cuando no varios meses, sin dar señales de vida, y yo me volvía loca. No tenía modo alguno de ponerme en contacto con él. Entonces bebía, y los despertares eran dolorosos, sólo pensaba en él, en nuestros juegos. ¡Y nadie a quien confiarme! Me sentía muy desgraciada. Después reaparecía: “Buenos días, ¿cómo estás?”. Y de nuevo le pertenecía. Mi emoción saltaba a la vista. Él se aprovechaba, abusaba de ella.

»Un día yo tenía que ir a París; se lo dije, y él accedió a verme. Quedamos citados en el bar de un hotel de lujo. Durante el viaje en tren me sentí excitada y nerviosa. Atravesé París corriendo y no le esperé en el bar, sino bajo la lluvia. ¡Dos horas esperé! No se presentó. Me convertí en un andrajo, una pobre mujer herida, carente de voluntad.

»A mi vuelta, me aguardaba un mensaje de una extrema dulzura. Se disculpaba. Yo, hechizada, deslumbrada y llena de pasión, lo entendí y le perdoné. A mí sólo me importaba su placer.

»Todavía me llevó más lejos. Deseaba escuchar el rumor de mi orina en una palangana. Yo, delante del espejo, bajaba los ojos para no ver aquel monstruo, mitad mujer, mitad animal.

»Ignoro aún quién es ese hombre. Un buen día desapareció definitivamente, sin despedirse. Desacostumbrada, mi alma sufre, mi corazón sufre, mis sentidos sufren. Quiso vincularme a él para siempre. Lo consiguió. Ningún hombre me dará nunca lo que él me dio, ese goce extremo, la erotización completa de la relación…

»La vida continúa. Necesito el látigo, necesito la fusta. Necesito que me peguen para existir. Ya no se trata de implicarme por entero en una pasión destructora, sino de admirar a alguien, como me ha ocurrido estos últimos días, al conocer a dos dominadoras, el ama Françoise y el ama Mir, salidas directamente de los cómics, dominadoras en cuero y látex, que pertenecen a esa clase de mujeres irreales a las que se añade un decorado de sueño. Estas mujeres, y precisamente porque son mujeres, han sabido, mediante su poder y su saber, reconciliar mi alma magullada con mi cuerpo adormilado».