Jojo

De todas las criaturas de aquella época, la más memorable fue «Jojo», un decorador. Un día, todas las celebridades del mundo acudieron a un baile que daba en su casa: testas coronadas y artistas libertinos.

Jojo no funcionaba como Mamie. En cada ocasión se implicaba como una mujer enamorada y jamás olvidaba a sus antiguos amantes. Algunos alcanzaron la fama, a otros no les fue tan bien. Estuvo muy enamorado del «Provocador», un cantante que nunca llegó muy lejos pero que, en cambio, sabía sacarle de sus casillas.

A Jojo le apasionaban los objetos artísticos, y estaba prendado, más que de cualquier otra cosa, de sus preciosidades. Poseía un cóndor de oro macizo que había traído de Sudamérica y de valor inestimable, menos por su peso en oro que por su antigüedad. El Provocador conocía la adoración que Jojo sentía por sus mierdas doradas. Y se reía. Cuando salían, al Provocador le gustaba ligar con mujeres, lo que siempre enfurecía a Jojo. Para evitar que el otro le montara escenas en público, el Provocador tenía la costumbre de apropiarse de una antigüedad de Jojo a modo de prenda.

Una noche, en Michou, donde cenaban con una pandilla de gorrones, discutieron. «Ya me estás tocando los cojones, Jojo. Pues mira, aquí está tu cóndor, y voy a arrojarlo a la fuente de Pigalle». Jojo le siguió corriendo. Llegó con la lengua fuera, seguido de Jean-François (un ex). Asomado al borde de la fuente, a las cuatro de la madrugada, ataviado con un temo de franela y con su monóculo en el ojo, gritaba: «¡Socorro! ¡Ayúdenme!… Jean-François, llama al señor ministro, dile que soy yo, hay que vaciar esta fuente». Intervinieron los bomberos, pero el Provocador no había lanzado el cóndor, sino que lo tenía guardado en el bolsillo.

Jojo cambiaba con frecuencia de amante. Su primer regalo consistía en un reloj Cartier. Al contrario que Marnie, Jojo no organizaba el trabajo de sus amigos. Un día, uno de ellos le pidió un coche; al parecer lo necesitaba para trabajar. El muy cerdo se largó a Londres, y, noche tras noche, yo fui el paño de lágrimas de Jojo. El amante de Londres tenía problemas, necesitaba dinero para regresar. Jojo me preguntó qué costaban las cuatro ruedas de un Austin. El mangante había encontrado un nuevo pretexto para sablearle. Lo que era obvio para el común de los mortales no lo era para Jojo, pese a su refinamiento e inteligencia. (Creo que, en el fondo, Jojo era perfectamente lúcido y que todo eso le divertía).

Jojo era bueno, y todos se aprovechaban de él. Su generosidad con los amigos no conocía limites. Una noche, nada más llegar, me dijo: «Hija mía, ¿se ha enterado de que esta noche ha habido un muerto en Saint-Germain-des-Prés?». «No, no lo sabía». «Carlos[4] se ha enzarzado en una pelea. Dice que ha matado a un tío por accidente. Le buscan y necesita cruzar la frontera. No puedo dejarle así…». La idea de ayudar a Carlos me pareció absurda y aconsejé a Jojo que la olvidara. No me hizo caso. Despertó a todos sus amigos para reunir una cantidad bastante alta de dinero líquido. Al día siguiente, Carlos organizaba una fiesta en Saint-Germain-des-Prés a la que invitó a sus colegas a cuenta de Jojo.

Jojo me apreciaba y me invitaba a todas las cenas que daba a sus antiguos amantes. Detestaba, sin embargo, a algunas mujeres, a las que no podía perdonar que compraran maletas de falso cuero rojo.

Menos previsor que Mamie, tal vez por su naturaleza menos maternal, Jojo murió sin hacer testamento. Poco antes de su muerte, vivía con un retrasado mental: un joven que había abusado del LSD. La mañana siguiente a la muerte de Jojo, sus hermanas irrumpieron en el piso y pidieron al joven que lo abandonara. El ama de llaves de Jojo insistió en que le entregaran una cantidad en especie.