Interpretar personajes

Cuando me venían con programas escritos, yo se los rompía. Prefería descubrir sus fantasías mediante preguntas indirectas. Me negaba a utilizar consignas. ¿Dejaría Hitchcock de asustamos si se lo pidiéramos? Pues bien, un ama es como un Hitchcock con liguero y la polla metida entre las piernas.

Strip-Poker, Nalgas Coloradas, el Ahogado, Elodie y el Chófer son algunos de los personajes que pueden interpretarse. Existen, no obstante, muchos más. Como el masajista vicioso, que recibe bofetadas cuando se aproxima al sexo prohibido. O el lacayo con clase. O el hombre que desea que le humillen y al que llamaremos «Bolsa de Basura» o «Handy Bag», y le diremos durante horas, para su disfrute, que no es más que eso, una bolsa de basura. Por otro lado, muchos hombres se identifican con la mujer.

Están las sirvientas como Conchita, muy meticulosa, que es más doncella personal que mujer de la limpieza y que, encantada de la vida, viene muchas veces, ataviada incluso con compresas para la regla, a limpiar mi casa.

No todos quieren vivir su feminidad de la misma manera. A muchos les gusta ir groseramente maquillados, ridículos. De ese modo se sienten aún más humillados, a la vez que degradan la imagen de la mujer.

Otros quieren verse como mujeres distinguidas, pudorosas y beatas. Entonces se monta el espectáculo a las puertas de una escuela privada, cerca de la Rue de la Pompe. La señora «Elena-María de la Torre Inclinada» espera a su hija. La corteja «Gonzague», el padre de una amiga de su hija. Muy esnob ella, no se deja seducir a pesar del galanteo desenfrenado y los suntuosos regalos de Gonzague: la señora Elena-María de la Torre Inclinada no se deja conmover. Mujer de mundo, viste de manera estereotipada y lleva una falda plisada de franela, un jersey de cuello alto de cachemir azul marino, pañuelo Hermès, un collar de perlas, diadema en el cabello, mocasines Céline… Elena-María acabará perdiendo su dignidad a la salida de misa. No podrá oponer resistencia. Será violada, enculada como una puta, en el pasillo de un edificio, por el ama, quien irá armada de un cinturón-consolador. Se convertirá en una mujer pública y entrará a formar parte del grupo de las descarriadas. Podrá seguir haciendo de puta a condición de ser siempre castigada. «La culpabilidad es lo que vuelve inocente aquello que se suponía que tenía que hacer expiar; el castigo es lo que hace permisible lo que supuestamente sancionaba»[21].

«Ericka» venía de noche a la tienda. Era una clienta muy burguesa; se probaba prendas de la talla cuarenta y cuatro y se iba con un guardarropa entero de la talla treinta y ocho. «Carmen», otra puta macho fetichista, encargaba trajes de látex en Ectomorph, en Londres, o unas botas de Skín Two, un corsé victoriano de raso en Victoria’s Dream, o de látex en Demask u otros complementos en la tienda Minuit de Bruselas… La puta macho que aspira a ser elegante y sexy venera a la mujer. A veces se sentirá demasiado masculina para llevar una peluca escandalosamente femenina. Preferirá engominarse el pelo para parecerse más a un andrógino que a un travesti poco creíble. La fulana macho despilfarrará fortunas, llevará pantuflas de satén, con adornos de estrás y talones vertiginosos, y guantes de piel hasta más arriba de los codos. Se cuidará muy bien de que su indumentaria de perra hetaira sea perfecta.

Otro masoquista, algo menos femenino que los demás, me cuenta su historia:

«De adolescente era alto, de complexión atlética (hoy es un jugador de rugby). Mis padres tenían una amiga de unos cuarenta años. Se trataba de una mujer muy guapa, altanera y arisca, a la que yo no conseguía clasificar. Un día mi padre me pidió que fuera a ayudarla a mover un armario. Yo me negué, pero él me obligó. Cuando llegué a su casa, furioso y arrogante, ella me abofeteó con ambas manos. Se desabrochó la blusa camisera y mostró sus grandes senos: abundantes, pesados, maternales. Llevaba una combinación de seda negra bordada. En los pies, zapatos con tacones de aguja muy altos. Unas medias negras con costura ceñían sus piernas, finas y torneadas. Tenía una mirada abrasadora. Una Carmen furiosa, de labios temblorosos, me dijo: “¿El señor quiere jugar a los chulos? ¿A los gallitos? ¡Veamos de qué eres capaz! Tu polla tendrá que satisfacer mi deseo”. Me obligó a hacerle el amor. No opuse resistencia. Me arrojó a su lecho con baldaquín y me ató en cruz con unos chales de seda. Me violó. Los labios de su coño estaban calientes. Se engullían mí polla. Yo temblaba y gritaba.

»Era la primera vez. Lamentablemente, me lo hizo pagar muy Caro. Para poder repetirlo, tuve que convertirme en su esclavo. Me ataba sin tocarme, burlándose de mí. Me obligaba a servirla y obedecerla en presencia de sus amigas. Me convirtió en su víctima. Y cada vez que mis esperanzas de volver a ser su perra sexual renacían, ella me ataba y pegaba su sexo al mío, prohibiéndome cualquier intento de penetración. Paseaba su sexo rozándome astutamente el glande. Me mostraba su maravilloso culo de mujer madura, pero siempre fuera de mí alcance. Yo le suplicaba. Me miraba con frialdad, se levantaba y volvía a darme órdenes. Me obligaba a servirle de bandeja para su desayuno. Yo la lavaba, le daba masajes. Se portaba injustamente conmigo: incluso cuando mi trabajo era impecable, me castigaba fustigándome, frustrando mi sexualidad, tratándome de inútil y de perro. ¡Me había convertido en algo peor que un criado! Me colocaba un collar y me obligaba a ladrar».

«John» ha vivido en carne propia la historia de Justine, de Sade. Debe de rondar los sesenta años. De origen inglés, aspecto un tanto teatral, muy alto, ojos metálicos y pelo cano; posee cierta nobleza.

«Ama cuando yo era una pobre niña inmaculada, con apenas catorce años, mancillaron mi cuerpo unos violadores, unos seres perversos, y varias veces, ¡Dios mío! Al perder mí virginidad a manos de esos tipos repugnantes y malvados, me convertí en una pobre muchacha deshonrada, en una perdida. Entregada al ama Linda, esta acabó de pervertirme obligándome a lamer, uno tras otro, a sus esclavos. Atada y prisionera durante hace años en casa del ama Linda, me enculaban a su antojo.

»Mire, el otro día, cuando me dirigía a Suiza en tren, yo, Johanna, una joven inglesa alojada en casa de una familia para cuidar de los niños, amante de la bondad y de la virtud, pedí al revisor que me en cerrara en los lavabos. Y él avisó a los viajeros. Resulta espantoso que te traten así cuando se es pura. ¡Todos me abrieron el culo! Uno sujetaba mis nalgas de tierna adolescente casi virgen mientras otro me penetraba. Johanna se siente triste y preocupada, Ama, por haber sido profanada por esos torturadores. ¡Ama, tenga paciencia! ¡Escuche y comprenda todos los infortunios de la pobre Johanna!».

John se identifica con una víctima imaginaria del sadismo, pero es él el único dueño de su fantasía masoquista. La protagonista de la Justine de Sade describe con voluptuosidad los malos tratos de que es víctima. Experimenta el placer paradójico de la víctima del sadismo (el placer en el dolor), lo cual nada tiene en común con el masoquismo: a diferencia de John, Justine no dirige a sus verdugos.

El personaje más delirante me lo contó un amigo, redactor de una revista especializada de Palm Springs, Domination Directory International. Conoce a las dominadoras más famosas del mundo entero. Una amiga inglesa, «Nadine», que ejercía en los años setenta, tenía un cliente que se presentaba regularmente en su casa para representar la escena siguiente.

Llamaba a la puerta y, mientras esperaba a Nadine, su dominadora, se sentaba en el suelo, juntaba las rodillas contra el pecho y pegaba los codos a las mejillas…

El ama Nadine abría la puerta y exclamaba:

—¡Vaya! Me han traído el «pavo» de Navidad. Agarraba a su cliente por los pelos, por la parte de la nuca, y lo arrastraba a la cocina, donde le introducía una ristra de bolas en el ano y otra en la boca del «pavo». Colocaba unas ramitas de tomillo bajo los sobacos, y dientes de ajo en las orejas y en la nariz. Después lo ataba.

Se había construido él mismo un horno, adecuado a su tamaño, con un plato de ducha de plástico y tres paneles de plexiglás. Mediante unos mandos se regulaba la temperatura e iluminación interior. Una vez el «pavo» se hallaba dentro, su ama tenía que pasar una y otra vez por delante del horno, ataviada con botas de charol, tacones de aguja y body de cuero, pero sin perder nunca el aire marujón de un ama de casa que prepara la cena.

Él podía oír los ruidos: el del cuchillo, la batidora, las idas y venidas, el agua del grifo, etc. Ella abría el horno de vez en cuando, pinchaba con la punta del cuchillo para vigilar el punto de cocción, recogía la salsa del fondo de la cubeta con un cucharón enorme y rociaba el «pavo» asado para que estuviera más jugoso.

Cuando parecía ya en su punto, el ama ponía la mesa, sacaba el asado del horno, y lo preparaba junto con ensalada, arroz y otros acompañamientos. Invitaba a sus amigas, y todo se desarrollaba con la mayor seriedad…

—¡Nadine! —exclamaba una amiga—, ¡a tu asado le faltan unos cinco minutos de cocción!

—¡Vuelve a meterlo en el horno! —añadía otra. Mientras acababa de asarse, ellas intercambiaban recetas de cocina. Por fin Nadine, armada con un enorme cuchillo y un tenedor, simulaba el trinchamiento. En ese instante, el ave eyaculaba…

Puede darse también el caso de que el hombre masoquista no sea muy explícito, sino del todo hermético. El arte de un ama consiste en no equivocarse jamás. No azotar a la señora De la Torre Inclinada, pues no lo soportaría. No obligar a Mozart o a la Hetaira a ladrar. No ahogar a Strip-Poker. No disfrazar de mujer a Impermeable Negro. No escupirle a Matrícula 4501 en la cara.

Al universo del sueño masoquista sólo se accede a través de unas claves invisibles, y el Ama debe saber detenerse en el límite extremo. Un error resulta fatal para su reputación.