Human Bomb

Se presentó una noche en el minitel, cuando yo buscaba una mujer de la limpieza para mi gabinete. Vino a buscarme en un Fiat Uno de segunda mano. Su pseudónimo era «Human Bomb» y en su tarjeta de visita se describía a si mismo como un hombre guapo, inteligente, culto y burgués. Decía ser profesor de filosofía. Comprendí que era un fracasado y, naturalmente, detestaba al mundo entero. Citaba sin parar a Nietzsche y a Spinoza.

—Ama, debajo de mi ropa masculina voy vestido de mujer. Llevo en el bolso una peluca. Sueño con ser la Bella Italiana. He conocido a Elodie en el minitel. Me ha contado su aventura en el Bois. ¡Se lo suplico, Ama venerada, ayúdeme, permítame llegar a ser una buena lamepollas, quiero pertenecerle en cuerpo y alma y mantenerla con mis polvos! ¡Míreme! —Sin que yo se lo ordenara, se arrodilló; sujetaba tres billetes de Monopoly en los dientes, ya que todavía no había ganado la cantidad que deseaba ofrecerme. Nervioso, repetía—: Me prostituiré por mil quinientos francos…, todo por usted, Ama.

Su letanía llegaba a ser obsesiva. Tras esas experiencias con hombres masoquistas, comenzaba a preguntarme si las perras macho no soñaban todas en llegar a ser una gran furcia.

Empezó a desnudarse. Llevaba un liguero asqueroso y medias, una de ellas con carreras, como una guarra. De un cinturón había colgado unas cadenas que, a su vez, le mantenían enculada. Me sentí fascinada por esta parafernalia lúbrica; mi estupor alcanzó el paroxismo cuando comprobé que lo que llevaba metido en el culo era un consolador deforme de siete centímetros de diámetro.

—¡Me he dilatado para usted, Ama! —dijo, lleno de hipocresía.

—¡Qué locura! ¿Y por qué ese tamaño tan grande? ¡No tendrás el menor éxito!

¿Cómo pretendes trabajar de puta con una vagina tan ancha? Los travestis tienen éxito precisamente por su sexo estrecho. Voy a quitarte este consolador, y luego tú tomarás baños de agua helada para intentar encogerte el ojete.

Lo senté en el sling y le extraje con brusquedad el consolador. Human Bomb, volcánico, tuvo un orgasmo. Con un poco de asco, le di unos kleenex y me volví de espaldas. Me pidió que no me marchara. Realmente, el tipo no me inspiraba nada. Se justificaba y se preguntaba por qué se había corrido. No cesaba de repetir que no había sentido nada y que se había dilatado el ano justo antes de nuestro encuentro.

Cierta noche llegó nerviosísimo.

—¡Ama, Ama! ¡Por favor, conviértame en una auténtica ramera! Lo deseo tanto que ya no duermo por las noches.

—¿Quieres pertenecerme y anularte para siempre? Si es así, ponte el viejo abrigo negro de pieles de conejo y salgamos a la calle.

Vestí a Gina con los accesorios necesarios para su metamorfosis: corsé, vestido de látex, grandes pechos de gomaespuma, tacones de aguja, medias con costura. Exageré el maquillaje y añadí a todo ese aparato un pequeño micrófono inalámbrico.

Poco después, desde mi coche, escuché a través del receptor cómo la furcia se vendía. La vi afanarse en la acera de enfrente, como un grueso ídolo trágico y degenerado. Soñaba con ser una fulana seductora, pero sólo era un adefesio engreído. Lo que yo no había previsto era la perversidad y la crueldad con la que la tratarían los muchos burgueses que se acercaban. Gina recibió insultos horribles y despectivos.

—¿Te has mirado, basura? ¡Vieja escoria, eres más fea que un pecado! ¡Fijaos en esa birria! ¡Está loca, mil quinientos francos! ¿Y por qué no cinco mil? ¡Lárgate, morcillona! Foca embutida en látex…

Se me acercó trastabillando. Lloraba. Se le corría el maquillaje.

—¡Ama, volvamos a casa, jamás lo conseguiré, no sirvo para nada, castígueme! —gemía, inconsolable—. ¡Han destrozado para siempre mis ilusiones de convertirme en cortesana, Ama!

Sus quejas me hartaban. Sin embargo, había que rendirse a la evidencia: Gína no poseía el encanto y la elegancia de Elodie.