En la campiña italiana, cerca de Florencia. Calor sofocante. En la casa había un niño, un chiquillo. Tenía él seis años, y yo nueve. Era moreno, un guapo italiano de pelo rizado. Me había cogido cariño y andaba siempre metido entre mis faldas: un auténtico pelmazo, un incordio.
Nos divertíamos con juegos sencillos. Claro está, yo era la maestra de escuela, y él, el alumno insolente. Los castigos llovían, y después las azotainas, cada vez más brutales, de una violencia poco corriente. Yo le consolaba, él corría a cobijarse en mis brazos. Después me incitaba a reanudar el juego. Pedía más. ¡Nunca tenía bastante!